Wednesday, September 06, 2006
Composición de lugar
El talento es una cuestión de
cantidad. El talento no es
escribir una página: es
escribir trescientas.
-Jules Renard, Journal
Durante 1981 escribí para Radio Universidad de México tres series de nueve programas que yo mismo leí en cabina y se transmitieron en cadena nacional:
. La novela policiaca y el poder.
. La novela de espionaje y el poder.
. Crimen y poder.
En ellos hablaba con la misma “naturalidad” de asuntos provenientes tanto de la literatura como del mundo real, como si las cosas de la vida y las de los libros de ficción fueran las mismas, en un tono que espero haya sido eficaz en sus pretensiones de malicia e ironía. Si reseñaba algunos de los cuentos más célebres del género negro publicados en Black Mask –la revista que fundaron en Nueva York H.L. Mencken y George Jean Nathan a principios de 1920—, procuraba al mismo tiempo referirme a crímenes de la crónica política o de la nota roja mexicana de esos días que aún resonaban en los oídos de los radioescuchas. Si entraba en no ociosas disquisiciones sobre la novela de espionaje, y rendía tributo a los grandes escritores de esa especie, como Somerset Maugham, Graham Greene, Eric Ambler y John Le Carré, me demoraba asimismo en los quehaceres propios de los servicios de información reales (la KGB, la CIA, el MI5 británico, el servicio de información y contraespionaje francés, la Orquesta Roja de la segunda guerra europea) y de otras inteligencias secretas, como las que Jim Philby supo reclutar en la Universidad de Cambridge.
A muchos de estos programas les ponía, sin ningún derecho, música de Ennio Morricone u otros compositores de bandas sonoras recogidas en disco. Cuando se trató de “musicalizar” la serie “Crimen y poder” se me ocurrió presentarle con un himno de la Alemania nazi que tuvo un gran efecto, una suerte de contrapunto temático suministrado más por el azar que por mi educación musical. Los temas de esta última emisión colgaban directamente de un libro muy leído por la gente de mi generación en los años 60, Política y delito, de Hans Magnus Enzensberger, cuyos principales capítulos se dieron a conocer primero como programas radiofónicos por la Hessische Rundfunk y la Süddeutsche Rundfunk hacia finales de los años 50. Más de una idea de esta Máscara negra se debe a la percepción del poeta y ensayista alemán de que la impunidad criminal y el poder vienen juntos y se consiguen con el mismo boleto.
De esa experiencia me quedaron muchos apuntes y una obsesión por los archivos –recortes de periódicos y revistas, libros subrayados, copias xerox, notas en servilletas— que se volvió archivomanía, una enfermedad que se inventa uno para no escribir y que no le deseo a nadie. Quise entonces, animado por mi amigo Jorge Aguilar Mora (cuando entre sus planes traía la idea de escribir un libro sobre doce presidentes mexicanos parodiando Los doce césares de Suetonio), ensayar unas “notas sobre algunas expresiones del poder en la literatura” que adelanté en la revista Dialéctica de la Universidad de Puebla y serían el eje de ese libro interminable que uno se pasa la vida escribiendo.
Ya había redactado tres o cuatro capítulos cuando en septiembre de 1989 se me ocurrió proponerle a Roger Bartra, director de La Jornada Semanal, la publicación de una columna hebdomadaria dedicada a la novela policiaca. El título sería Máscara negra, en obvio homenaje a Black Mask, cuyo logotipo se ilustraba con un antifaz y una daga, en la que se engendró el género de la “novela negra” y se dieron a conocer Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Horace McCoy, Erle Stanley Gardner, Frederick Nebel, entre otros. Cada domingo comparecerían en mi columna Jim Thompson, Chester Himes, David Goodis, Ed McBain, James Cain, Donald Westlake, Georges Simenon, pero también Patricia Highsmith, Truman Capote, Rubem Fonseca y Leonardo Sciascia que, parodiándola, han conseguido para la narrativa criminal –por la creación de atmósferas, el desmenuzamiento de la mente asesina, la visión de la violencia y el poder, y un tono de amarga ironía— otra densidad.
Naturalmente la primera columna publicada el domingo 1ro de octubre de 1989, “Negro es el color de la novela”, quiso identificarse y anunciar de qué iba la cosa. Más tarde, el 22 de octubre, la línea se hizo más explícita con el título “Antes y después de Black Mask”, pero de pronto, impensadamente, el tema de las relaciones entre el crimen y el poder empezó a fugarse de la literatura estrictamente policiaca –que no se descartaría del todo— y ni siquiera el autor sabía por dónde iba a saltar la liebre siete días después. La columna cedió entonces a la tentación de incorporar temas de la realidad más inmediata e importar a autores de otras provincias literarias: el ensayo de reflexión política, los textos clásicos sobre el Estado y el poder (Maquiavelo, Hobbes, Canetti, la justicia y la tortura, los delitos y las penas, la policía y el hampa), la novela y el análisis de la mafia siciliana, la ficción y la crónica del espionaje, con no menos entusiasmo que los reportajes que daban cuenta de nuestra cultura criminal.
Poco a poco, pues, el título de la columna se fue desprendiendo de su significado original y abrió su abanico en la percepción de los lectores. Quienes no leyeron la primera entrega, o no recordaban la alusión a Black Mask, se atuvieron a lo que el par de palabras por sí mismo sugiere en castellano: algo enigmático u oculto relacionado vaga o descaradamente con el crimen: el antifaz negro de los carnavales, la máscara como un aditamento que desfigura el rostro, distorsiona la identidad y la disimula dotándola de una libertad sin sujeto, anónima, irresponsable.
Entre los griegos se usaba la palabra faz en lugar de persona, que en latín significa disfraz o, como apuntaba Thomas Hobbes, “apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la máscara o el antifaz”. Octavio Paz, por su parte, recuerda en La llama doble que “la palabra persona es de origen etrusco y designaba en Roma a la máscara del actor teatral. ¿Qué hay detrás de la máscara, qué es aquello que anima al personaje?”
La combinación de las dos palabras, Máscara negra, como cabeza de la columna, y la connotación que iba engendrando en la mente del desocupado lector, me permitió incurrir en expedientes como el de la administración de la justicia mexicana, la policía, la propaganda, la cultura de la prefabricación o la fabricación de culpables típica de nuestro sistema de injusticia penal, la mafia siciliana y su transnacionalización, la mafia y el Estado o la inexistencia del Estado en muchas de nuestras sociedades “modernas”, la tortura y la confesión (la “reina de las pruebas”), la autoría intelectual en los asesinatos de periodistas (Manuel Buendía, Héctor Félix Miranda, et al), la épica de la droga en el corrido norteño, la criminalidad difusa y anónima que protagonizan por igual policías y malandrines, la distancia esquizoide entre el país legal (de leyes escritas) y el país real (de leyes no escritas) y, en fin, por extensión, los misterios que el poder va dejando pendientes.
Este mimetismo, que en la columna quería fundir en un solo asunto las cosas de la novela criminal y las de la vida “real”, transitó siempre por senderos que invariablemente encontraban como trasfondo el mismo contexto: el de las relaciones de poder y sus subterfugios.
Sin embargo, el cumplimiento de un compromiso hebdomadario como el de una columna tiene el efecto de que el escritor neurótico que la redacta curse su jornada inmerso en un código que afecta su modo de leer, su misma manera de escribir y de pensar, es decir: semiahogado en el lenguaje de la información más que en el de la imaginación, en la eterna glosa de ideas ajenas, en la cortesía que obliga al entrecomillado, restringiéndose la mayor parte de las veces a un papel de intermediario u organizador de los datos.
Infinitas, la tela y la estela del poder, luego de tres años, daban materia para mil ensayos más y tal vez un libro inacabable, pero tuve que interrumpir la columna en su mejor momento, no porque el tema se hubiera desgastado, como digo, sino todo lo contrario: porque se multiplicaba como las familias de los conejos y me constreñía mentalmente a girar en un solo lenguaje: el del artículo y la lógica informativa del discurso periodístico que no me dejaba entrar en la escritura de cuentos y novelas, ya que el trabajo de la ficción literaria exige –al menos en mi caso personal, puesto que cada quien tiene sus manías o sus modos de matar pulgas; no puedo, por ejemplo, escribir varias cosas de distinto género al mismo tiempo: tengo que ir pelando papa por papa— de un cierto ritmo y de una concentración exclusiva y persistente.
Me hubiera gustado mucho hablar de Hannah Arendt (cosa que finalmente hago en otro libro: en La invención del poder), cuyas meditaciones sobre el poder y la violencia han sido de las más importantes en lo que va del siglo; de Norberto Bobbio, que a los 80 años concentra su sabiduría en el estudio de otro gran pensador del poder: Thomas Hobbes. Me hubiera encantado también detenerme en las siempre penetrantes y fecundas ideas de Max Weber y en algunas páginas de Du pouvoir, el libro que Bertrand de Jouvenel confeccionó durante la segunda posguerra. Pero ya no me era posible. Todos los días de la semanas andaba pensando en la siguiente “máscara” y mi libreta de apuntes se abultaba con ideas o frases que se me metían en la cabeza luego de leer el periódico o a partir de una conversación. Me llené de máscaras y ya no sabía quién era. Me quitaba una y abajo aparecía otra distanciándome cada vez más de mis, acaso improbables, ilusiones novelísticas, haciéndome ver, con una sonrisa macabra, que escribía las máscaras por miedo a la ficción... y sus demonios.
Todo escritor de oficio sabe que cuando está escribiendo y deja de hacerlo –porque se va a comer o a dormir, a meterse debajo de la regadera o a transportarse en un taxi— hay otro escritor que sigue escribiendo. Ése es el verdadero escritor fantasma que, como el perico en el hombro del pirata, tiene todo escritor. Este “papagaio de pirata” –según me decía mi amigo brasileño Wladir Dupont— sigue escribiendo en las noches de insomnio o de sueño profundo. Es el escritor automático que no pocas veces soluciona los mejores párrafos.
Se sabe que precisamente por sus lenguajes particulares existen las especialidades literarias (la novela, el reportaje, el ensayo, el cuento, la poesía, el drama o la comedia), pero el escritor requiere de tiempo y serenidad para salir de una y entrar en otra. Necesita concentrarse en el lenguaje de cada género e incorporar el tono elegido a su ritmo mental de todos los días, vivirlo, excluyendo todos los demás, a fin de que su escritor fantasma e inconsciente (el pensamiento irrefrenable que sólo los monjes zen, con la mente en blanco, saben detener) se ocupe de la continuidad de la obra y vigile su metabolismo. El perico de pirata trabaja, pero a condición de que se le mantenga en un cierto lenguaje... y en el mismo canal. No puede andar brincando de uno a otro.
Así, pues, para pasar a otro lenguaje (el de la novela siempre postergada) tuve que tomar –no sin tristeza— la difícil decisión de renunciar al placer de armar un artículo cada semana, de decirles adiós y darles las gracias a mis 25 lectores, a mis amigos, y a la afición en general: atreverme al punto final que fija la imprenta y encomendarme la “tumba sin sosiego” que, con suerte, puede llegar a ser un libro. De no escribirlo y publicarlo, podía correr el riesgo, como razonaba Alfonso Reyes, de que se me fuera “la vida en rehacerlo”. Por eso, como todas las cosas felices de este mundo, el domingo 24 de enero de 1993 Máscara negra tuvo que desaparecer, “como un puño cuando se abre la mano”.
cantidad. El talento no es
escribir una página: es
escribir trescientas.
-Jules Renard, Journal
Durante 1981 escribí para Radio Universidad de México tres series de nueve programas que yo mismo leí en cabina y se transmitieron en cadena nacional:
. La novela policiaca y el poder.
. La novela de espionaje y el poder.
. Crimen y poder.
En ellos hablaba con la misma “naturalidad” de asuntos provenientes tanto de la literatura como del mundo real, como si las cosas de la vida y las de los libros de ficción fueran las mismas, en un tono que espero haya sido eficaz en sus pretensiones de malicia e ironía. Si reseñaba algunos de los cuentos más célebres del género negro publicados en Black Mask –la revista que fundaron en Nueva York H.L. Mencken y George Jean Nathan a principios de 1920—, procuraba al mismo tiempo referirme a crímenes de la crónica política o de la nota roja mexicana de esos días que aún resonaban en los oídos de los radioescuchas. Si entraba en no ociosas disquisiciones sobre la novela de espionaje, y rendía tributo a los grandes escritores de esa especie, como Somerset Maugham, Graham Greene, Eric Ambler y John Le Carré, me demoraba asimismo en los quehaceres propios de los servicios de información reales (la KGB, la CIA, el MI5 británico, el servicio de información y contraespionaje francés, la Orquesta Roja de la segunda guerra europea) y de otras inteligencias secretas, como las que Jim Philby supo reclutar en la Universidad de Cambridge.
A muchos de estos programas les ponía, sin ningún derecho, música de Ennio Morricone u otros compositores de bandas sonoras recogidas en disco. Cuando se trató de “musicalizar” la serie “Crimen y poder” se me ocurrió presentarle con un himno de la Alemania nazi que tuvo un gran efecto, una suerte de contrapunto temático suministrado más por el azar que por mi educación musical. Los temas de esta última emisión colgaban directamente de un libro muy leído por la gente de mi generación en los años 60, Política y delito, de Hans Magnus Enzensberger, cuyos principales capítulos se dieron a conocer primero como programas radiofónicos por la Hessische Rundfunk y la Süddeutsche Rundfunk hacia finales de los años 50. Más de una idea de esta Máscara negra se debe a la percepción del poeta y ensayista alemán de que la impunidad criminal y el poder vienen juntos y se consiguen con el mismo boleto.
De esa experiencia me quedaron muchos apuntes y una obsesión por los archivos –recortes de periódicos y revistas, libros subrayados, copias xerox, notas en servilletas— que se volvió archivomanía, una enfermedad que se inventa uno para no escribir y que no le deseo a nadie. Quise entonces, animado por mi amigo Jorge Aguilar Mora (cuando entre sus planes traía la idea de escribir un libro sobre doce presidentes mexicanos parodiando Los doce césares de Suetonio), ensayar unas “notas sobre algunas expresiones del poder en la literatura” que adelanté en la revista Dialéctica de la Universidad de Puebla y serían el eje de ese libro interminable que uno se pasa la vida escribiendo.
Ya había redactado tres o cuatro capítulos cuando en septiembre de 1989 se me ocurrió proponerle a Roger Bartra, director de La Jornada Semanal, la publicación de una columna hebdomadaria dedicada a la novela policiaca. El título sería Máscara negra, en obvio homenaje a Black Mask, cuyo logotipo se ilustraba con un antifaz y una daga, en la que se engendró el género de la “novela negra” y se dieron a conocer Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Horace McCoy, Erle Stanley Gardner, Frederick Nebel, entre otros. Cada domingo comparecerían en mi columna Jim Thompson, Chester Himes, David Goodis, Ed McBain, James Cain, Donald Westlake, Georges Simenon, pero también Patricia Highsmith, Truman Capote, Rubem Fonseca y Leonardo Sciascia que, parodiándola, han conseguido para la narrativa criminal –por la creación de atmósferas, el desmenuzamiento de la mente asesina, la visión de la violencia y el poder, y un tono de amarga ironía— otra densidad.
Naturalmente la primera columna publicada el domingo 1ro de octubre de 1989, “Negro es el color de la novela”, quiso identificarse y anunciar de qué iba la cosa. Más tarde, el 22 de octubre, la línea se hizo más explícita con el título “Antes y después de Black Mask”, pero de pronto, impensadamente, el tema de las relaciones entre el crimen y el poder empezó a fugarse de la literatura estrictamente policiaca –que no se descartaría del todo— y ni siquiera el autor sabía por dónde iba a saltar la liebre siete días después. La columna cedió entonces a la tentación de incorporar temas de la realidad más inmediata e importar a autores de otras provincias literarias: el ensayo de reflexión política, los textos clásicos sobre el Estado y el poder (Maquiavelo, Hobbes, Canetti, la justicia y la tortura, los delitos y las penas, la policía y el hampa), la novela y el análisis de la mafia siciliana, la ficción y la crónica del espionaje, con no menos entusiasmo que los reportajes que daban cuenta de nuestra cultura criminal.
Poco a poco, pues, el título de la columna se fue desprendiendo de su significado original y abrió su abanico en la percepción de los lectores. Quienes no leyeron la primera entrega, o no recordaban la alusión a Black Mask, se atuvieron a lo que el par de palabras por sí mismo sugiere en castellano: algo enigmático u oculto relacionado vaga o descaradamente con el crimen: el antifaz negro de los carnavales, la máscara como un aditamento que desfigura el rostro, distorsiona la identidad y la disimula dotándola de una libertad sin sujeto, anónima, irresponsable.
Entre los griegos se usaba la palabra faz en lugar de persona, que en latín significa disfraz o, como apuntaba Thomas Hobbes, “apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la máscara o el antifaz”. Octavio Paz, por su parte, recuerda en La llama doble que “la palabra persona es de origen etrusco y designaba en Roma a la máscara del actor teatral. ¿Qué hay detrás de la máscara, qué es aquello que anima al personaje?”
La combinación de las dos palabras, Máscara negra, como cabeza de la columna, y la connotación que iba engendrando en la mente del desocupado lector, me permitió incurrir en expedientes como el de la administración de la justicia mexicana, la policía, la propaganda, la cultura de la prefabricación o la fabricación de culpables típica de nuestro sistema de injusticia penal, la mafia siciliana y su transnacionalización, la mafia y el Estado o la inexistencia del Estado en muchas de nuestras sociedades “modernas”, la tortura y la confesión (la “reina de las pruebas”), la autoría intelectual en los asesinatos de periodistas (Manuel Buendía, Héctor Félix Miranda, et al), la épica de la droga en el corrido norteño, la criminalidad difusa y anónima que protagonizan por igual policías y malandrines, la distancia esquizoide entre el país legal (de leyes escritas) y el país real (de leyes no escritas) y, en fin, por extensión, los misterios que el poder va dejando pendientes.
Este mimetismo, que en la columna quería fundir en un solo asunto las cosas de la novela criminal y las de la vida “real”, transitó siempre por senderos que invariablemente encontraban como trasfondo el mismo contexto: el de las relaciones de poder y sus subterfugios.
Sin embargo, el cumplimiento de un compromiso hebdomadario como el de una columna tiene el efecto de que el escritor neurótico que la redacta curse su jornada inmerso en un código que afecta su modo de leer, su misma manera de escribir y de pensar, es decir: semiahogado en el lenguaje de la información más que en el de la imaginación, en la eterna glosa de ideas ajenas, en la cortesía que obliga al entrecomillado, restringiéndose la mayor parte de las veces a un papel de intermediario u organizador de los datos.
Infinitas, la tela y la estela del poder, luego de tres años, daban materia para mil ensayos más y tal vez un libro inacabable, pero tuve que interrumpir la columna en su mejor momento, no porque el tema se hubiera desgastado, como digo, sino todo lo contrario: porque se multiplicaba como las familias de los conejos y me constreñía mentalmente a girar en un solo lenguaje: el del artículo y la lógica informativa del discurso periodístico que no me dejaba entrar en la escritura de cuentos y novelas, ya que el trabajo de la ficción literaria exige –al menos en mi caso personal, puesto que cada quien tiene sus manías o sus modos de matar pulgas; no puedo, por ejemplo, escribir varias cosas de distinto género al mismo tiempo: tengo que ir pelando papa por papa— de un cierto ritmo y de una concentración exclusiva y persistente.
Me hubiera gustado mucho hablar de Hannah Arendt (cosa que finalmente hago en otro libro: en La invención del poder), cuyas meditaciones sobre el poder y la violencia han sido de las más importantes en lo que va del siglo; de Norberto Bobbio, que a los 80 años concentra su sabiduría en el estudio de otro gran pensador del poder: Thomas Hobbes. Me hubiera encantado también detenerme en las siempre penetrantes y fecundas ideas de Max Weber y en algunas páginas de Du pouvoir, el libro que Bertrand de Jouvenel confeccionó durante la segunda posguerra. Pero ya no me era posible. Todos los días de la semanas andaba pensando en la siguiente “máscara” y mi libreta de apuntes se abultaba con ideas o frases que se me metían en la cabeza luego de leer el periódico o a partir de una conversación. Me llené de máscaras y ya no sabía quién era. Me quitaba una y abajo aparecía otra distanciándome cada vez más de mis, acaso improbables, ilusiones novelísticas, haciéndome ver, con una sonrisa macabra, que escribía las máscaras por miedo a la ficción... y sus demonios.
Todo escritor de oficio sabe que cuando está escribiendo y deja de hacerlo –porque se va a comer o a dormir, a meterse debajo de la regadera o a transportarse en un taxi— hay otro escritor que sigue escribiendo. Ése es el verdadero escritor fantasma que, como el perico en el hombro del pirata, tiene todo escritor. Este “papagaio de pirata” –según me decía mi amigo brasileño Wladir Dupont— sigue escribiendo en las noches de insomnio o de sueño profundo. Es el escritor automático que no pocas veces soluciona los mejores párrafos.
Se sabe que precisamente por sus lenguajes particulares existen las especialidades literarias (la novela, el reportaje, el ensayo, el cuento, la poesía, el drama o la comedia), pero el escritor requiere de tiempo y serenidad para salir de una y entrar en otra. Necesita concentrarse en el lenguaje de cada género e incorporar el tono elegido a su ritmo mental de todos los días, vivirlo, excluyendo todos los demás, a fin de que su escritor fantasma e inconsciente (el pensamiento irrefrenable que sólo los monjes zen, con la mente en blanco, saben detener) se ocupe de la continuidad de la obra y vigile su metabolismo. El perico de pirata trabaja, pero a condición de que se le mantenga en un cierto lenguaje... y en el mismo canal. No puede andar brincando de uno a otro.
Así, pues, para pasar a otro lenguaje (el de la novela siempre postergada) tuve que tomar –no sin tristeza— la difícil decisión de renunciar al placer de armar un artículo cada semana, de decirles adiós y darles las gracias a mis 25 lectores, a mis amigos, y a la afición en general: atreverme al punto final que fija la imprenta y encomendarme la “tumba sin sosiego” que, con suerte, puede llegar a ser un libro. De no escribirlo y publicarlo, podía correr el riesgo, como razonaba Alfonso Reyes, de que se me fuera “la vida en rehacerlo”. Por eso, como todas las cosas felices de este mundo, el domingo 24 de enero de 1993 Máscara negra tuvo que desaparecer, “como un puño cuando se abre la mano”.
Antes y después de Black Mask
Los nombres de Dashiell Hammett, Carrol John Daly y Raymond Chandler, que llevaron a niveles de excelencia la narrativa policiaca en Estados Unidos, estarán siempre asociados a Black Mask, la revista mensual fundada en Nueva York por H.L. Mencken y George Jean Nathan en 1920 y que circuló hasta 1951.
Después de 31 años, y luego de haber tenido varios dueños y directores, la revista dejó la sensación de que el relato policiaco ya no era ni volvería a ser el mismo. No es que en sus páginas se hubiera creado una fórmula o un nuevo esquema o una novedosa receta literaria. Se pasó, digamos, del relato enigma a la narrativa “negra”. Se trascendió como premisa de la trama la exposición de un misterio criminal que el autor y el lector habrían de descifrar como quien en álgebra despeja una X, para pasar a profundizar en el punto de vista del criminal: el azimut del asesino.
Lo explica mejor Herbert Ruhm, presentador y antólogo de Detective privado: antología de Black Mask Magazine:
Hasta la aparición de Black Mask, los relatos policiales británicos constituyeron el principal exponente de la ficción policiaca. Escritores como Arthur Conan Doyle, R. Austin Freeman, y E.C. Bently crearon un mundo en el que prevalecía un orden bastante estable y en el que el crimen era una aberración temporal. Pero el relato policiaco norteamericano que Black Mask contribuyó a desarrollar se basaba en la creencia de que no existía un orden social estable. Luego de la Primera Guerra Mundial (o de la Primera Guerra Europea, como prefiere decir Borges) y los años de la Depresión económica, el país experimentó un nuevo cinismo, una gran desconfianza en el gobierno, el poder y la ley.
En efecto, a las cosas se les empezó a llamar por su nombre: el clima moral y político que se reflejaba en las páginas de Black Mask era caótico: “La conciencia individual, la astucia y la osadía triunfaban sobre cualquier orden social.” Y, por supuesto, los policías también podían ser delincuentes: asaltantes, torturadores, gatilleros a sueldo. Sobre todo los policías.
Ese modo de ser directo y sin andarse por las ramas que tiene el idioma inglés hablado por estadounidenses cuajó de manera natural en el estilo que caracterizó a Black Mask. Ese lenguaje coloquial –que mejor que ningún otro reflejaba lo que acontecía en las calles: un mundo irracional y turbulento en el que predominaban los gángsters y los contrabandistas, los abogados y los políticos corruptos— se volvió una herramienta literaria tan original e innovadora como cuando lo incorporó Mark Twain a la novela en Huckleberry Finn.
Black Mask llegó a tirar 250 mil ejemplares, Hammett (autor de El halcón maltés) fue uno de los que le dieron un carácter más dintintivo: la frase cortante, dura, ágil, un lenguaje que convivía con la “impasible sátira” de Ring Lardner, la “ceremoniosa simplicidad” de Hemingway, la “vacilante prosa” de Sherwood Anderson, sus contemporáneos. El mundo de Hammett –es decir, el de Black Mask— tenía como obsesión la violencia, la codicia como motivo, y el poder como contexto. Si Hammett reintegró el crimen al callejón, Raymond Chandler lo sacó de los bajos fondos e hizo ver que en todos los estratos de la sociedad se urdían, se encargaban o se cometían asesinatos.
Black Mask fue un estupendo campo de entrenamiento para escritores. En sus páginas los narradores podían experimentar con la reacción de los lectores y señalar las fallas, los flancos débiles de un texto que aún no habían rescatado entre las portadas de un libro.
En vida, Chandler se negó a que se reeditaran sus cuentos aparecidos en Black Mask porque sentía que eso equivaldría a “canibalizarlos” y porque la mayoría de esos relatos más tarde se convirtieron en novelas como La dama del lago, El sueño eterno, El largo adiós.
No deja de ser ilustrativo –para el escritor en ciernes— comparar en un trabajo de taller literario los cuentos con las novelas, estudiar cómo “Asesino en la lluvia” y “El telón” se fundieron en El sueño eterno y aproximarse al proceso creador de Raymond Chandler.
Las pulp magazines, como Black Mask, estaban hechas de papel muy barato y se vendían a diez centavos o a 25. Su papel (es decir, su pulpa) se hacía de madera triturada y no de virutas de madera; eran de fibra muy corta que las volvía frágiles y efímeras, difíciles de preservar. Existen muy pocas colecciones completas. Salieron del mercado cuando fueron desplazadas por los libros de tiras cómicas. Pero la calidad de sus textos no ha envejecido. De ahí la importancia del rescate que se hace en esta antología de Black Mask Magazine.
Después de 31 años, y luego de haber tenido varios dueños y directores, la revista dejó la sensación de que el relato policiaco ya no era ni volvería a ser el mismo. No es que en sus páginas se hubiera creado una fórmula o un nuevo esquema o una novedosa receta literaria. Se pasó, digamos, del relato enigma a la narrativa “negra”. Se trascendió como premisa de la trama la exposición de un misterio criminal que el autor y el lector habrían de descifrar como quien en álgebra despeja una X, para pasar a profundizar en el punto de vista del criminal: el azimut del asesino.
Lo explica mejor Herbert Ruhm, presentador y antólogo de Detective privado: antología de Black Mask Magazine:
Hasta la aparición de Black Mask, los relatos policiales británicos constituyeron el principal exponente de la ficción policiaca. Escritores como Arthur Conan Doyle, R. Austin Freeman, y E.C. Bently crearon un mundo en el que prevalecía un orden bastante estable y en el que el crimen era una aberración temporal. Pero el relato policiaco norteamericano que Black Mask contribuyó a desarrollar se basaba en la creencia de que no existía un orden social estable. Luego de la Primera Guerra Mundial (o de la Primera Guerra Europea, como prefiere decir Borges) y los años de la Depresión económica, el país experimentó un nuevo cinismo, una gran desconfianza en el gobierno, el poder y la ley.
En efecto, a las cosas se les empezó a llamar por su nombre: el clima moral y político que se reflejaba en las páginas de Black Mask era caótico: “La conciencia individual, la astucia y la osadía triunfaban sobre cualquier orden social.” Y, por supuesto, los policías también podían ser delincuentes: asaltantes, torturadores, gatilleros a sueldo. Sobre todo los policías.
Ese modo de ser directo y sin andarse por las ramas que tiene el idioma inglés hablado por estadounidenses cuajó de manera natural en el estilo que caracterizó a Black Mask. Ese lenguaje coloquial –que mejor que ningún otro reflejaba lo que acontecía en las calles: un mundo irracional y turbulento en el que predominaban los gángsters y los contrabandistas, los abogados y los políticos corruptos— se volvió una herramienta literaria tan original e innovadora como cuando lo incorporó Mark Twain a la novela en Huckleberry Finn.
Black Mask llegó a tirar 250 mil ejemplares, Hammett (autor de El halcón maltés) fue uno de los que le dieron un carácter más dintintivo: la frase cortante, dura, ágil, un lenguaje que convivía con la “impasible sátira” de Ring Lardner, la “ceremoniosa simplicidad” de Hemingway, la “vacilante prosa” de Sherwood Anderson, sus contemporáneos. El mundo de Hammett –es decir, el de Black Mask— tenía como obsesión la violencia, la codicia como motivo, y el poder como contexto. Si Hammett reintegró el crimen al callejón, Raymond Chandler lo sacó de los bajos fondos e hizo ver que en todos los estratos de la sociedad se urdían, se encargaban o se cometían asesinatos.
Black Mask fue un estupendo campo de entrenamiento para escritores. En sus páginas los narradores podían experimentar con la reacción de los lectores y señalar las fallas, los flancos débiles de un texto que aún no habían rescatado entre las portadas de un libro.
En vida, Chandler se negó a que se reeditaran sus cuentos aparecidos en Black Mask porque sentía que eso equivaldría a “canibalizarlos” y porque la mayoría de esos relatos más tarde se convirtieron en novelas como La dama del lago, El sueño eterno, El largo adiós.
No deja de ser ilustrativo –para el escritor en ciernes— comparar en un trabajo de taller literario los cuentos con las novelas, estudiar cómo “Asesino en la lluvia” y “El telón” se fundieron en El sueño eterno y aproximarse al proceso creador de Raymond Chandler.
Las pulp magazines, como Black Mask, estaban hechas de papel muy barato y se vendían a diez centavos o a 25. Su papel (es decir, su pulpa) se hacía de madera triturada y no de virutas de madera; eran de fibra muy corta que las volvía frágiles y efímeras, difíciles de preservar. Existen muy pocas colecciones completas. Salieron del mercado cuando fueron desplazadas por los libros de tiras cómicas. Pero la calidad de sus textos no ha envejecido. De ahí la importancia del rescate que se hace en esta antología de Black Mask Magazine.
La abuela de la novela policiaca
Los historiadores de la literatura han tenido una preocupación acaso baladí: dilucidar la paternidad o la maternidad de un cierto género narrativo, el de la novela policiaca, por ejemplo. Así, en casi todas las historias literarias se hace responsable el inglés William Wilkie Collins –que vivió entre 1824 y 1889— de la creación de la novela enigma de igual modo en que reconocen en Edgar Allan Poe el origen del cuento policial.
Wilkie Collins publicó en 1868, a los 44 años de edad, la novela que habría de consentirle una póstuma gloria: La piedra lunar.
Solterón, misterioso (tenía dos amantes), Wilkie Collins sufría de gota y tomaba láudano. Abogado, opiómano, actor y amigo íntimo de Charles Dickens, escribió también La dama de blanco. Sus dos novelas permiten asociar su nombre a la temática policiaca que ya empezaba a tomar vuelo en Francia con la novela folletinesca. The Moonstone fue el primer relato de extensión larga y de carácter detectivesco que podría considerarse novela, luego de los tres cuentos de Poe que en 1841 instauraron el género.
Pero no falta quien dispute a Collins el mérito de haber sido el primero. Los franceses, por ejemplo, tienden a privilegiar el trabajo literario de Balzac, Eugenio Sue y Ponson de Terrail, que cometieron toda suerte de incursiones en la región policiaca y fueron difundidos a través de los folletones por entregas.
Influido por la autobiografía de Vidocq, el ex ladrón convertido en policía y fundador de la Sureté, Emile Gaboriau (1832—1873) es contemporáneo de Collins y publica en 1866, dos años antes que Collins La piedra lunar, su novela El caso Lerouge, obra policiaca que su autor define como “relato de investigación”.
Sea Gaboriau o Collins el verdadero padre de la novela enigma –cosa que finalmente carece de importancia si se piensa que todos los escritores son creadores de ese gran libro universal que es la literatura—, lo cierto es que el francés resume el espíritu literario o novelesco de la época con estas palabras:
Teniendo un crimen, con sus circunstancias y sus detalles, construyo pieza por pieza n plan de acusación que únicamente presento cuando está perfecto acabado. Si se encuentra a un hombre a quien aplicarlo en sus menores detalles, se ha encontrado ya al autor del crimen. De no ser así, nos hemos topado con un inocente. ¿Cómo he llegado hasta el culpable? He aquí mi respuesta: procediendo por inducción desde lo conocido hasta lo desconocido.
Amigo de Charles Dickens, con quien dirigió revistas y pergeñó al alimón dos o tres cuentos, como “Un mensaje desde el mar”, Collins estudió derecho pero no se atrevió a ejercer la abogacía. Compartía con Dickens la repugnancia por la judicatura y la legislatura que pueden justificarlo todo, incluso el crimen, a favor de una clase. Entonces, prefirió escribir.
Leyó también a Carlyle –ha escrito León Thorens—, y junto con éste a su nuevo amigo Dickens; vilipendió el maquinismo, la filosofía de los números, de la técnica, de la utilidad. Introducido por Dickens en las revistas de gran tirada, publicó relatos en que campeaba lo misterioso y lo fantástico. Collins enseñaba a Dickens a elaborar un enigma, pero Dickens convencía a Collins de que el enigma quedara explicado siempre de un modo racional: sólo se trataba de analizar y descubrir los elementos por el método deductivo.
Sirviéndole de antecedente los relatos de William Russell, que en 1856 publica Recollections of a Detective Police Officer, Wilkie Collins escribió, pues, la que se supone la primera novela de deducción en Inglaterra: La piedra lunar.
El célebre prólogo de Jorge Luis Borges a la versión castellana de La piedra lunar, publicada en Buenos Aires en 1971 por Fabril Editora y por Montesinos en Barcelona en 1981, nos informa de los componentes esenciales del género: “El crimen enigmático y, a primera vista, insoluble; el investigador sedentario que lo descifra por medio de la imaginación y de la lógica; el caso referido por un amigo impersonal y, un tanto borroso, del investigador.”
Veintitantos años después de Poe aparecen El caso Lerouge, del francés Emile Gaboriau, La dama de blanco y La piedra lunar, de Wilkie Collins. Borges escribe:
Estas últimas novelas merecen mucho más que una respetuosa mención histórica; Chesterton las ha juzgado superiores a los más afortunados ejemplos de la escuela contemporánea. Swinburne, que apasionadamente renovaría la música del idioma inglés, afirmó que La piedra lunar es una obra maestra; Fitzgerald, insigne traductor (y casi inventor) de Omar Khayyam, prefirió La dama de blanco a las obras de Fielding y de Jane Austen.
La diversidad de puntos de vista, empleada como técnica narrativa en La dama de blanco, constituye también el dispositivo a través del cual Wilkie Collins organiza los diferentes fragmentos que dan cuerpo a La piedra lunar.
Importa sobre todo el relato del viejo jefe de criados, Gabriel Betteredge, porque en todo su capítulo –que podría considerarse el planteamiento del enigma, aunque dé la visión de una sola cara del poliedro— se resume lo esencial del asunto y ocupa el 40 por ciento de la novela.
Procedida por un prólogo (extracto de una carta familiar en la que se refiere la toma de Seringapatam en la India, episodio en el que John Herncastle se roba el diamante lunar de una daga sagrada, mediante un par de asesinatos y una maldición eterna que le endilgan sus víctimas) y concluida con un epílogo con un informe del sargento Cuff y otro de Mr. Murthwaite, el especialista en temas hindús que ve en una ceremonia el regreso de la piedra a la divinidad imaginaria de la secta hindú que la recupera), La piedra lunar se beneficia de la pluralidad de los diversos puntos de vista que no sólo permiten el mejor tejido de la trama sino que además enriquecen la historia misma y el carácter de los personajes en interacción.
Wilkie Collins publicó en 1868, a los 44 años de edad, la novela que habría de consentirle una póstuma gloria: La piedra lunar.
Solterón, misterioso (tenía dos amantes), Wilkie Collins sufría de gota y tomaba láudano. Abogado, opiómano, actor y amigo íntimo de Charles Dickens, escribió también La dama de blanco. Sus dos novelas permiten asociar su nombre a la temática policiaca que ya empezaba a tomar vuelo en Francia con la novela folletinesca. The Moonstone fue el primer relato de extensión larga y de carácter detectivesco que podría considerarse novela, luego de los tres cuentos de Poe que en 1841 instauraron el género.
Pero no falta quien dispute a Collins el mérito de haber sido el primero. Los franceses, por ejemplo, tienden a privilegiar el trabajo literario de Balzac, Eugenio Sue y Ponson de Terrail, que cometieron toda suerte de incursiones en la región policiaca y fueron difundidos a través de los folletones por entregas.
Influido por la autobiografía de Vidocq, el ex ladrón convertido en policía y fundador de la Sureté, Emile Gaboriau (1832—1873) es contemporáneo de Collins y publica en 1866, dos años antes que Collins La piedra lunar, su novela El caso Lerouge, obra policiaca que su autor define como “relato de investigación”.
Sea Gaboriau o Collins el verdadero padre de la novela enigma –cosa que finalmente carece de importancia si se piensa que todos los escritores son creadores de ese gran libro universal que es la literatura—, lo cierto es que el francés resume el espíritu literario o novelesco de la época con estas palabras:
Teniendo un crimen, con sus circunstancias y sus detalles, construyo pieza por pieza n plan de acusación que únicamente presento cuando está perfecto acabado. Si se encuentra a un hombre a quien aplicarlo en sus menores detalles, se ha encontrado ya al autor del crimen. De no ser así, nos hemos topado con un inocente. ¿Cómo he llegado hasta el culpable? He aquí mi respuesta: procediendo por inducción desde lo conocido hasta lo desconocido.
Amigo de Charles Dickens, con quien dirigió revistas y pergeñó al alimón dos o tres cuentos, como “Un mensaje desde el mar”, Collins estudió derecho pero no se atrevió a ejercer la abogacía. Compartía con Dickens la repugnancia por la judicatura y la legislatura que pueden justificarlo todo, incluso el crimen, a favor de una clase. Entonces, prefirió escribir.
Leyó también a Carlyle –ha escrito León Thorens—, y junto con éste a su nuevo amigo Dickens; vilipendió el maquinismo, la filosofía de los números, de la técnica, de la utilidad. Introducido por Dickens en las revistas de gran tirada, publicó relatos en que campeaba lo misterioso y lo fantástico. Collins enseñaba a Dickens a elaborar un enigma, pero Dickens convencía a Collins de que el enigma quedara explicado siempre de un modo racional: sólo se trataba de analizar y descubrir los elementos por el método deductivo.
Sirviéndole de antecedente los relatos de William Russell, que en 1856 publica Recollections of a Detective Police Officer, Wilkie Collins escribió, pues, la que se supone la primera novela de deducción en Inglaterra: La piedra lunar.
El célebre prólogo de Jorge Luis Borges a la versión castellana de La piedra lunar, publicada en Buenos Aires en 1971 por Fabril Editora y por Montesinos en Barcelona en 1981, nos informa de los componentes esenciales del género: “El crimen enigmático y, a primera vista, insoluble; el investigador sedentario que lo descifra por medio de la imaginación y de la lógica; el caso referido por un amigo impersonal y, un tanto borroso, del investigador.”
Veintitantos años después de Poe aparecen El caso Lerouge, del francés Emile Gaboriau, La dama de blanco y La piedra lunar, de Wilkie Collins. Borges escribe:
Estas últimas novelas merecen mucho más que una respetuosa mención histórica; Chesterton las ha juzgado superiores a los más afortunados ejemplos de la escuela contemporánea. Swinburne, que apasionadamente renovaría la música del idioma inglés, afirmó que La piedra lunar es una obra maestra; Fitzgerald, insigne traductor (y casi inventor) de Omar Khayyam, prefirió La dama de blanco a las obras de Fielding y de Jane Austen.
La diversidad de puntos de vista, empleada como técnica narrativa en La dama de blanco, constituye también el dispositivo a través del cual Wilkie Collins organiza los diferentes fragmentos que dan cuerpo a La piedra lunar.
Importa sobre todo el relato del viejo jefe de criados, Gabriel Betteredge, porque en todo su capítulo –que podría considerarse el planteamiento del enigma, aunque dé la visión de una sola cara del poliedro— se resume lo esencial del asunto y ocupa el 40 por ciento de la novela.
Procedida por un prólogo (extracto de una carta familiar en la que se refiere la toma de Seringapatam en la India, episodio en el que John Herncastle se roba el diamante lunar de una daga sagrada, mediante un par de asesinatos y una maldición eterna que le endilgan sus víctimas) y concluida con un epílogo con un informe del sargento Cuff y otro de Mr. Murthwaite, el especialista en temas hindús que ve en una ceremonia el regreso de la piedra a la divinidad imaginaria de la secta hindú que la recupera), La piedra lunar se beneficia de la pluralidad de los diversos puntos de vista que no sólo permiten el mejor tejido de la trama sino que además enriquecen la historia misma y el carácter de los personajes en interacción.
El señor Holmes
No es improbable que el método de investigación de Sherlock Holmes tenga como matriz la medicina experimental y no tanto porque en su tiempo la ciencia buscara una explicación causal, sino porque su creador (Arthur Conan Doyle, que vivió 71 años: de 1859 a 1930) se inspiró en un antiguo profesor suyo de la universidad: el doctor Joseph Bell, que deducía sus diagnósticos a partir de una minuciosa observación del paciente.
Esto de ser muy observador o desarrollar el llamado sentido de la observación era un rasgo de la personalidad del profesor Bell y lo fue también, a extremos casi de maniático, de Sherlock Holmes.
Nacido en Edimburgo en 1859, diez años después de la muerte de Edgar Allan Poe, contemporáneo de Chesterton y de Nietzsche, sir Arthur Conan Doyle hubo de abandonar para siempre la actividad médica y asumir –sin componendas de ninguna especie, pues la literatura “es una amante implacable que nunca perdona”— el oficio de escritor, gracias al éxito de su personaje Sherlock Holmes, que hace su aparición –o ve la luz primera de sus días— en Un estudio en escarlata.
Cuando era estudiante en la Universidad de Edimburgo, Conan Doyle aún no daba, por decirlo así, con el personaje de Sherlock Holmes. El único indicio de su inclinación hacia la literatura fue un cuento, “El misterio de Sassassa”, que publicó en el Chambers Journal. En cuanto terminó su carrera viajó como médico de un barco y probó suerte como oculista en Alemania. A falta de clientela, se puso a escribir relatos, como “Mi amigo el asesino”, o una novela como La firma de Girdlestone, que fue un fracaso rotundo.
Como no era ajeno a la inventiva novelesca del francés Emile Gaboriau, ni a la lectura de Poe, ni desconocía las peripecias analíticas del caballero Auguste Dupin, Conan Doyle concibió entonces a un personaje que concentrara en sí mismo las cualidades de la mente analítica, el espíritu lúdico y una marginalidad fundamental respecto a todas las instituciones, en especial la de la policía.
Inspirado en el doctor Joseph Bell pensó en ponerle nombre a su detective. Primero pensó en Sherringford Holmes, después en Sherlock Holmes, mientras que el nombre del doctor Watson, que cumpliría ante Holmes una función de interlocutor y de cronista ante el lector, lo encontró de inmediato.
Sherlock Holmes es flemático, misógino, dado a las citas literarias y cocainómano. Pero su pasión es el misterio. Ésa es su verdadera droga. Eso es lo que lo prende de manera más honda: la fascinación de un enigma, el desafío a su imaginación. Reúne además en una misma personalidad al detective “intelectual”, al investigador que trabaja desde el escritorio –como un político o un militar— y al mismo tiempo al hombre de acción. Se diría, pues, que refunde en una sola personalidad literaria tanto la tradición anglosajona de la novela enigma como la policiaca francesa.
Desde 1887, fecha de Un estudio en escarlata, hasta 1927 (tres años antes de la muerte de Conan Doyle), Sherlock Holmes presidió la vida de su creador.
Holmes es un personaje que se desprende de su autor. Cobra vida propia. Se le escapa como un globo, un papalote, o más bien, en este caso, un águila. Sherlock Holmes se vuelve un astro con luz propia.
Su método debe a la medicina un sistema de indagación y de interrogatorio. Carlo Ginzburg ha escrito en su ensayo Indicios: Raíces de un paradigma de inferencias indiciales (también traducido como Raíces de un paradigma indiciario) que la estirpe médica es común a Freud, al crítico de arte Giovanni Morelli y a Conan Doyle. “En los tres casos se presiente la aplicación del modelo de la sintomatología, o semiótica médica, la disciplina que permite diagnosticar las enfermedades inaccesibles a la observación directa por medio de síntomas superficiales, a veces irrelevantes a ojos del profano.”
El método indiciario, según Ginzburg (autor de El queso y los gusanos, Pesquisa sobre Piero, El juez y el historiador, entre otros libros), nace de los modos que tenía Morelli para investigar y determinar la paternidad de un cierto cuadro anónimo. Morelli reparaba en detalles que a la mayoría de la gente no le importaban: se fijaba en los rasgos menos trascendentes y menos influidos por la escuela pictórica a la que el pintor se suscribía: los lóbulos de las orejas, las uñas, la forma de los dedos de las manos y los pies.
Este sistema de comparaciones fue desarrollado de manera brillante por Castelnuovo, quien alínea el método de Morelli al lado del que, casi por los mismos años, era atribuido a Sherlock Holmes por su creador, Arthur Conan Doyle.
El conocedor de materias artísticas es comparable con el detective que descubre al autor del delito (el cuadro), por medio de indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles. Como se sabe, son innumerables los ejemplos de la sagacidad puesta de manifiesto por Holmes al interpretar huellas en el barro, cenizas de cigarrillo y otros indicios parecidos.
En el cuento “La aventura de la caja de cartón”, Holmes se fija en los detalles –como suelen hacer los psicoanalistas con los datos en apariencia no importantes— de una oreja: el acortamiento del pabellón, la curva del lóbulo superior, la circunvolución del cartílago interno, a fin de determinar a quién pertenece una oreja que una inocente señorita recibió por el correo.
Esto de ser muy observador o desarrollar el llamado sentido de la observación era un rasgo de la personalidad del profesor Bell y lo fue también, a extremos casi de maniático, de Sherlock Holmes.
Nacido en Edimburgo en 1859, diez años después de la muerte de Edgar Allan Poe, contemporáneo de Chesterton y de Nietzsche, sir Arthur Conan Doyle hubo de abandonar para siempre la actividad médica y asumir –sin componendas de ninguna especie, pues la literatura “es una amante implacable que nunca perdona”— el oficio de escritor, gracias al éxito de su personaje Sherlock Holmes, que hace su aparición –o ve la luz primera de sus días— en Un estudio en escarlata.
Cuando era estudiante en la Universidad de Edimburgo, Conan Doyle aún no daba, por decirlo así, con el personaje de Sherlock Holmes. El único indicio de su inclinación hacia la literatura fue un cuento, “El misterio de Sassassa”, que publicó en el Chambers Journal. En cuanto terminó su carrera viajó como médico de un barco y probó suerte como oculista en Alemania. A falta de clientela, se puso a escribir relatos, como “Mi amigo el asesino”, o una novela como La firma de Girdlestone, que fue un fracaso rotundo.
Como no era ajeno a la inventiva novelesca del francés Emile Gaboriau, ni a la lectura de Poe, ni desconocía las peripecias analíticas del caballero Auguste Dupin, Conan Doyle concibió entonces a un personaje que concentrara en sí mismo las cualidades de la mente analítica, el espíritu lúdico y una marginalidad fundamental respecto a todas las instituciones, en especial la de la policía.
Inspirado en el doctor Joseph Bell pensó en ponerle nombre a su detective. Primero pensó en Sherringford Holmes, después en Sherlock Holmes, mientras que el nombre del doctor Watson, que cumpliría ante Holmes una función de interlocutor y de cronista ante el lector, lo encontró de inmediato.
Sherlock Holmes es flemático, misógino, dado a las citas literarias y cocainómano. Pero su pasión es el misterio. Ésa es su verdadera droga. Eso es lo que lo prende de manera más honda: la fascinación de un enigma, el desafío a su imaginación. Reúne además en una misma personalidad al detective “intelectual”, al investigador que trabaja desde el escritorio –como un político o un militar— y al mismo tiempo al hombre de acción. Se diría, pues, que refunde en una sola personalidad literaria tanto la tradición anglosajona de la novela enigma como la policiaca francesa.
Desde 1887, fecha de Un estudio en escarlata, hasta 1927 (tres años antes de la muerte de Conan Doyle), Sherlock Holmes presidió la vida de su creador.
Holmes es un personaje que se desprende de su autor. Cobra vida propia. Se le escapa como un globo, un papalote, o más bien, en este caso, un águila. Sherlock Holmes se vuelve un astro con luz propia.
Su método debe a la medicina un sistema de indagación y de interrogatorio. Carlo Ginzburg ha escrito en su ensayo Indicios: Raíces de un paradigma de inferencias indiciales (también traducido como Raíces de un paradigma indiciario) que la estirpe médica es común a Freud, al crítico de arte Giovanni Morelli y a Conan Doyle. “En los tres casos se presiente la aplicación del modelo de la sintomatología, o semiótica médica, la disciplina que permite diagnosticar las enfermedades inaccesibles a la observación directa por medio de síntomas superficiales, a veces irrelevantes a ojos del profano.”
El método indiciario, según Ginzburg (autor de El queso y los gusanos, Pesquisa sobre Piero, El juez y el historiador, entre otros libros), nace de los modos que tenía Morelli para investigar y determinar la paternidad de un cierto cuadro anónimo. Morelli reparaba en detalles que a la mayoría de la gente no le importaban: se fijaba en los rasgos menos trascendentes y menos influidos por la escuela pictórica a la que el pintor se suscribía: los lóbulos de las orejas, las uñas, la forma de los dedos de las manos y los pies.
Este sistema de comparaciones fue desarrollado de manera brillante por Castelnuovo, quien alínea el método de Morelli al lado del que, casi por los mismos años, era atribuido a Sherlock Holmes por su creador, Arthur Conan Doyle.
El conocedor de materias artísticas es comparable con el detective que descubre al autor del delito (el cuadro), por medio de indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles. Como se sabe, son innumerables los ejemplos de la sagacidad puesta de manifiesto por Holmes al interpretar huellas en el barro, cenizas de cigarrillo y otros indicios parecidos.
En el cuento “La aventura de la caja de cartón”, Holmes se fija en los detalles –como suelen hacer los psicoanalistas con los datos en apariencia no importantes— de una oreja: el acortamiento del pabellón, la curva del lóbulo superior, la circunvolución del cartílago interno, a fin de determinar a quién pertenece una oreja que una inocente señorita recibió por el correo.
El policía que todos llevamos dentro
Sería una exageración y una inexactitud pero sobre todo una ingenuidad estatuir que en todos sus casos la novela criminal comporta una crítica del poder.
Al contrario: abundan más las muestras en que –como en las series televisivas norteamericanas, que por cierto han pasado un poco de moda— lo que se procura ideológicamente es reforzar el sistema de justicia imperante y las instituciones que constituyen su aparato. Lo más frecuente es que –de manera superficial y maniquea, según el nítido esquema de los buenos y los malos— los agentes policiacos encarnen el bien y que la criminalidad sólo asome en personajes “enfermos”, de carácter “delincuencial”, de conducta “antisocial”, “pobres diablos” y miserables. No se va en esta novela boba –producida en cadena y a veces confeccionada por mercenarios— más allá de lo que sería la injusticia y el abuso del poder, ni se completa el cuadro social de las causas y las relaciones de dominación que se practican en la sociedad.
Son menos por desgracia las novelas criminales que sí se emplean a fondo y tocan frecuencias de indiscutible excelencia literaria y dramática. Basta recordar Cosecha roja, de Dashiell Hammett; El largo adiós, de Raymond Chandler; Disparen contra el pianista, de David Goodis; o Lady Killer, de Masako Togawa.
Buenas o malas (a veces no discriminamos), las novelas policiacas ejercen en nosotros una fascinación especial. Su misterio es como el enigma de la realidad y de la vida. ¿Por qué las leemos? ¿Ponemos nuestra fe en un policía? ¿Nos identificamos con él? ¿Qué opción tenemos en el caso mexicano de la policía delincuente?
Vivimos tiempos policiacos.
Habitamos una novela policiaca.
La propensión al chisme, la desconfianza esporádica o permanente en el prójimo –ese principio de realidad que consiste en no confiar en nadie—, la curiosidad por los motivos de las acciones de los seres humanos que nos circundan, podrían significar nuestro desasosiego ante la hipocresía que a veces empaña las relaciones humanas.
No vayamos aquí a caer en el ridículo de hacer una especie de filosofía de la novela policiaca pero, como simple conjetura, podría pensarse que todos llevamos un policía adentro –como el Mister Jekyll que llevaba a Mister Hyde, en esa gran metáfora sobre la manía depresiva, la doblez o el ser escindido o esquizoide que es la novela de Stevenson— y que al descubrirlo nos sentimos más que culpables: aterrorizados. Si el contorno social nos afecta y determina reactivamente algunas de nuestras conductas, podría decirse, en la perspectiva de la novela criminal, que nos intriga ver reflejados en el espejo de la narración los misterios de la vida pública y justificada nuestra desconfianza en la averiguación estatal de la justicia.
Al policía lo podemos tener en casa: en nosotros mismos, pues tal vez sin querer desarrollamos una personalidad policiaca. Tender preguntas capciosas y aparentemente inocentes es policiaco. Por su carácter vigilante y persecutorio, la inquisición de este policía que llevamos dentro sin saberlo difiere del interrogatorio del reportero o del psicoanalista o del gastroenterólogo; lo mismo indagar e intentar corroborar lo que nos dicen las personas más cercanas a nosotros, porque ponemos en práctica un espíritu de suspicacia y de persecución. Nos volvemos autoritarios e intolerantes. Esta situación, que en lo individual puede ponernos al borde de la paranoia y en lo social en la degradación de la convivencia civil, se exacerba aún más en los regímenes donde el propio poder del Estado es paranoico, propicia la delación y la intransigencia.
Víctima o victimario, el lector encontrará en el espacio fantástico de la ficción policiaca el misterio que le convenga, la caricatura de su propia vida empequeñecida o engrandecida según el territorio social, existencial y político que le toque en suerte ocupar... en la vida real.
No pocas veces, sobre todo en las declaraciones públicas, el lenguaje se utiliza más para ocultar la realidad que para aclararla. Más para disfrazar la verdad que para exhibirla. Más para escamotearla que para desnudarla. Todos tenemos la necesidad de conocer la verdad, pero no queremos que se nos haga ver ni que se nos mencione. Debe estar oculta, latente, enmascarada por el lenguaje. En ese sentido hay un parentesco entre el discurso de la novela policiaca y el discurso político. En la novela se nos va dando la información poco a poco, dosificadamente. En la política, el poder nos habla para ocultarnos algo, para eludirnos, para tender una coartada de humo entre las palabras. Por tanto, la única ventaja de la novela policiaca frente a la realidad y el misterio político (por ejemplo: los crímenes de Estado, las personas desaparecidas, los entendimientos con el hampa, el fraude electoral), es que a fin de cuentas, al final, a la hora de la hora, sí ofrece una respuesta. Su juego es un poco más limpio.
Y tal vez resida allí una de las posibles razones por las cuales el lector de novelas criminales se fascina y concentra en el misterio, porque en el país de la impunidad todo es enigma y abuso de poder. Y porque en la novela, como en el deporte y nunca en la política, sí se respetan las reglas del juego.
Al contrario: abundan más las muestras en que –como en las series televisivas norteamericanas, que por cierto han pasado un poco de moda— lo que se procura ideológicamente es reforzar el sistema de justicia imperante y las instituciones que constituyen su aparato. Lo más frecuente es que –de manera superficial y maniquea, según el nítido esquema de los buenos y los malos— los agentes policiacos encarnen el bien y que la criminalidad sólo asome en personajes “enfermos”, de carácter “delincuencial”, de conducta “antisocial”, “pobres diablos” y miserables. No se va en esta novela boba –producida en cadena y a veces confeccionada por mercenarios— más allá de lo que sería la injusticia y el abuso del poder, ni se completa el cuadro social de las causas y las relaciones de dominación que se practican en la sociedad.
Son menos por desgracia las novelas criminales que sí se emplean a fondo y tocan frecuencias de indiscutible excelencia literaria y dramática. Basta recordar Cosecha roja, de Dashiell Hammett; El largo adiós, de Raymond Chandler; Disparen contra el pianista, de David Goodis; o Lady Killer, de Masako Togawa.
Buenas o malas (a veces no discriminamos), las novelas policiacas ejercen en nosotros una fascinación especial. Su misterio es como el enigma de la realidad y de la vida. ¿Por qué las leemos? ¿Ponemos nuestra fe en un policía? ¿Nos identificamos con él? ¿Qué opción tenemos en el caso mexicano de la policía delincuente?
Vivimos tiempos policiacos.
Habitamos una novela policiaca.
La propensión al chisme, la desconfianza esporádica o permanente en el prójimo –ese principio de realidad que consiste en no confiar en nadie—, la curiosidad por los motivos de las acciones de los seres humanos que nos circundan, podrían significar nuestro desasosiego ante la hipocresía que a veces empaña las relaciones humanas.
No vayamos aquí a caer en el ridículo de hacer una especie de filosofía de la novela policiaca pero, como simple conjetura, podría pensarse que todos llevamos un policía adentro –como el Mister Jekyll que llevaba a Mister Hyde, en esa gran metáfora sobre la manía depresiva, la doblez o el ser escindido o esquizoide que es la novela de Stevenson— y que al descubrirlo nos sentimos más que culpables: aterrorizados. Si el contorno social nos afecta y determina reactivamente algunas de nuestras conductas, podría decirse, en la perspectiva de la novela criminal, que nos intriga ver reflejados en el espejo de la narración los misterios de la vida pública y justificada nuestra desconfianza en la averiguación estatal de la justicia.
Al policía lo podemos tener en casa: en nosotros mismos, pues tal vez sin querer desarrollamos una personalidad policiaca. Tender preguntas capciosas y aparentemente inocentes es policiaco. Por su carácter vigilante y persecutorio, la inquisición de este policía que llevamos dentro sin saberlo difiere del interrogatorio del reportero o del psicoanalista o del gastroenterólogo; lo mismo indagar e intentar corroborar lo que nos dicen las personas más cercanas a nosotros, porque ponemos en práctica un espíritu de suspicacia y de persecución. Nos volvemos autoritarios e intolerantes. Esta situación, que en lo individual puede ponernos al borde de la paranoia y en lo social en la degradación de la convivencia civil, se exacerba aún más en los regímenes donde el propio poder del Estado es paranoico, propicia la delación y la intransigencia.
Víctima o victimario, el lector encontrará en el espacio fantástico de la ficción policiaca el misterio que le convenga, la caricatura de su propia vida empequeñecida o engrandecida según el territorio social, existencial y político que le toque en suerte ocupar... en la vida real.
No pocas veces, sobre todo en las declaraciones públicas, el lenguaje se utiliza más para ocultar la realidad que para aclararla. Más para disfrazar la verdad que para exhibirla. Más para escamotearla que para desnudarla. Todos tenemos la necesidad de conocer la verdad, pero no queremos que se nos haga ver ni que se nos mencione. Debe estar oculta, latente, enmascarada por el lenguaje. En ese sentido hay un parentesco entre el discurso de la novela policiaca y el discurso político. En la novela se nos va dando la información poco a poco, dosificadamente. En la política, el poder nos habla para ocultarnos algo, para eludirnos, para tender una coartada de humo entre las palabras. Por tanto, la única ventaja de la novela policiaca frente a la realidad y el misterio político (por ejemplo: los crímenes de Estado, las personas desaparecidas, los entendimientos con el hampa, el fraude electoral), es que a fin de cuentas, al final, a la hora de la hora, sí ofrece una respuesta. Su juego es un poco más limpio.
Y tal vez resida allí una de las posibles razones por las cuales el lector de novelas criminales se fascina y concentra en el misterio, porque en el país de la impunidad todo es enigma y abuso de poder. Y porque en la novela, como en el deporte y nunca en la política, sí se respetan las reglas del juego.
Negro es el color de la novela
Ahora que va de novela policiaca no está de más recordar que lo de novela negra se debe a que de ese color era la colección que después de la segunda guerra europea empezó a publicar en París la editorial Gallimard, hacia 1946. Como en muchas otras culturas, los franceses en la suya asocian la muerte con lo negro, la sangre con lo rojo, la nieve con lo blanco y la esperanza con lo verde. Pero, si nos ponemos en un plan riguroso, habría que admitir que la expresión correcta y más generalizadora sería novela criminal. ¿Por qué, Federico?
Bueno, porque no toda novela en la que hay un asesinato es policiaca y, en cambio, siempre es criminal. Tómese al azar, por ejemplo, alguna novela de Patricia Highsmith, como El temblor de la falsificación, y se verá que para nada interviene la policía. Allí, la gran narradora texana monta una situación como de obra de Harold Pinter y todo se da con base en metalenguajes, sobreentendidos, para desmenuzar cómo se desenvuelve una mentalidad criminal. En otras palabras: toda novela policiaca es criminal, pero no toda novela criminal es policiaca.
Y es precisamente ésta, la novela que recoge el punto de vista del criminal: el monólogo interior homicida, la que se ha venido conociendo como “negra”, debido al habitual afrancesamiento de los escritores y los editores españoles (en especial los catalanes y uno que otro asturiano que tienen la cultura gabacha al otro lado de los Pirineos).
Ya lo decía Raymond Chandler: “El mero asesinato no incorpora a una novela a la categoría de detectives o de misterio.”
Quien sacó de la alcoba el asesinato y lo puso en la calle fue Dashiell Hammett. Lo empezó a contar con el lenguaje coloquial, real, de la calle; es decir, mediante la transcripción de una habla viva. Y a partir de entonces pasaron a un segundo término las exquisiteces de la inteligencia policiaca que se desprendían de un suculento enigma.
Pasó en los años 30 lo que está sucediendo en nuestros días: que escribir “novelas policiacas cuando se vive en una época policiaca (prohibición, gansterismo) no es trabajar en un género menor o subliterario, sino escribir las novelas más necesarias y hablar de las cosas más urgentes”, según escribe Robert Louit.
La novela negra –dicho sea, pues, a la francesa o a la catalana— es la que no tiene compasión con el lector ni reparos en regodearse en la violencia. Es la resultante, en el siglo XX, del relato enigma perpetrado originalmente por Edgar Allan Poe en 1841 con la publicación de “Los crímenes de la rue Morgue”.
Javier Coma, en La novela negra (Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 1980), escribe que esta especie constituye “una literatura narrativa, con origen en los Estados Unidos durante los años 20 y desarrollo típica y primordialmente norteamericano, ceñida al enfoque realista y sociopolítico de la contemporánea temática del crimen”.
Para nutrir su “historia de la aplicación del realismo crítico a la novela policiaca norteamericana”, Javier Coma elige como punto de partida los textos mismos de algunos autores (Dashiell Hammett, William Burnett, James Cain, Horace McCoy, Don Tracy, Jim Thompson, Raymond Chandler, Patricia Highsmith, David Goodis, William McGivern, Chester Himes y Donald Westlake) y no al revés: no como otros “filósofos” de la literatura que anteponen un marco ideológico previo para buscar después ilustraciones o seleccionar ejemplos que corroboren su cuadro teórico anticipadamente elaborado.
Sabe el autor que en todo caso los novelistas que estudia no se propusieron deliberada y conscientemente una crítica de la “sociedad capitalista” en la que les tocó vivir. Parcela su libro en seis zonas, no necesariamente estancas: la era de los gángsters (Hammett y Burnett), deterministas de Hollywood (Cain y McCoy), los parias del sistema (Tracy y Thompson), la verdad frente a la ley (Chandler y MacDonald), irrupción y rastro del macartismo (Goodis y McGivern) y el delirio del orden (Himes y Westlake).
Lo que más o menos infiere Coma de estas obras y estos autores es que
la novela negra llegó a contemplar el derecho a la propiedad privada como una agresión de clase, a la policía como un aparato represivo del Estado al servicio de la clase dominante, al individuo como aislado y en guerra dentro de una competitividad insolidaria conducente a su alineación, y a la sociedad como un ente mercantilizado en beneficio de la minoría dominante.
Una novela, pues, que no respeta ninguna institucionalidad: ni el matrimonio, ni la religión, ni el poder judicial, ni el Estado, ni la familia, ni la propiedad privada, ni nada de nada, salvo la condición humana y dramática del personaje.
Es una novela que está del lado de quien cae.
Bueno, porque no toda novela en la que hay un asesinato es policiaca y, en cambio, siempre es criminal. Tómese al azar, por ejemplo, alguna novela de Patricia Highsmith, como El temblor de la falsificación, y se verá que para nada interviene la policía. Allí, la gran narradora texana monta una situación como de obra de Harold Pinter y todo se da con base en metalenguajes, sobreentendidos, para desmenuzar cómo se desenvuelve una mentalidad criminal. En otras palabras: toda novela policiaca es criminal, pero no toda novela criminal es policiaca.
Y es precisamente ésta, la novela que recoge el punto de vista del criminal: el monólogo interior homicida, la que se ha venido conociendo como “negra”, debido al habitual afrancesamiento de los escritores y los editores españoles (en especial los catalanes y uno que otro asturiano que tienen la cultura gabacha al otro lado de los Pirineos).
Ya lo decía Raymond Chandler: “El mero asesinato no incorpora a una novela a la categoría de detectives o de misterio.”
Quien sacó de la alcoba el asesinato y lo puso en la calle fue Dashiell Hammett. Lo empezó a contar con el lenguaje coloquial, real, de la calle; es decir, mediante la transcripción de una habla viva. Y a partir de entonces pasaron a un segundo término las exquisiteces de la inteligencia policiaca que se desprendían de un suculento enigma.
Pasó en los años 30 lo que está sucediendo en nuestros días: que escribir “novelas policiacas cuando se vive en una época policiaca (prohibición, gansterismo) no es trabajar en un género menor o subliterario, sino escribir las novelas más necesarias y hablar de las cosas más urgentes”, según escribe Robert Louit.
La novela negra –dicho sea, pues, a la francesa o a la catalana— es la que no tiene compasión con el lector ni reparos en regodearse en la violencia. Es la resultante, en el siglo XX, del relato enigma perpetrado originalmente por Edgar Allan Poe en 1841 con la publicación de “Los crímenes de la rue Morgue”.
Javier Coma, en La novela negra (Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 1980), escribe que esta especie constituye “una literatura narrativa, con origen en los Estados Unidos durante los años 20 y desarrollo típica y primordialmente norteamericano, ceñida al enfoque realista y sociopolítico de la contemporánea temática del crimen”.
Para nutrir su “historia de la aplicación del realismo crítico a la novela policiaca norteamericana”, Javier Coma elige como punto de partida los textos mismos de algunos autores (Dashiell Hammett, William Burnett, James Cain, Horace McCoy, Don Tracy, Jim Thompson, Raymond Chandler, Patricia Highsmith, David Goodis, William McGivern, Chester Himes y Donald Westlake) y no al revés: no como otros “filósofos” de la literatura que anteponen un marco ideológico previo para buscar después ilustraciones o seleccionar ejemplos que corroboren su cuadro teórico anticipadamente elaborado.
Sabe el autor que en todo caso los novelistas que estudia no se propusieron deliberada y conscientemente una crítica de la “sociedad capitalista” en la que les tocó vivir. Parcela su libro en seis zonas, no necesariamente estancas: la era de los gángsters (Hammett y Burnett), deterministas de Hollywood (Cain y McCoy), los parias del sistema (Tracy y Thompson), la verdad frente a la ley (Chandler y MacDonald), irrupción y rastro del macartismo (Goodis y McGivern) y el delirio del orden (Himes y Westlake).
Lo que más o menos infiere Coma de estas obras y estos autores es que
la novela negra llegó a contemplar el derecho a la propiedad privada como una agresión de clase, a la policía como un aparato represivo del Estado al servicio de la clase dominante, al individuo como aislado y en guerra dentro de una competitividad insolidaria conducente a su alineación, y a la sociedad como un ente mercantilizado en beneficio de la minoría dominante.
Una novela, pues, que no respeta ninguna institucionalidad: ni el matrimonio, ni la religión, ni el poder judicial, ni el Estado, ni la familia, ni la propiedad privada, ni nada de nada, salvo la condición humana y dramática del personaje.
Es una novela que está del lado de quien cae.
La ficción policiaca
A veces se descalifica a la novela porque no cuenta “historias verdaderas”, sucesos que realmente hayan sucedido, ni incluye a personas que existan o hayan existido. El ensayo y la crónica sí valen, se dice, porque lo que relatan “sí sucedió”; pero la literatura de ficción suele ser más sutil, más verdadera y auténtica, más descarnada que la que quiere engañarnos mediante la advertencia de que “ésta sí es una historia real sacada de la realidad”.
Se trata de una parodia, de un juego organizado que no podría darse sin los componentes más determinantes de la vida, puesto que nada se crea a partir de la nada... ni siquiera una novela policiaca. Hace falta el dato real que el escritor va a convertir en símbolo o en alegoría. Y si el lector no quiere hacerse el ingenuo, sabrá (como lo sabe) que le están hablando de sí mismo y del mundo material y concreto en el que ama, sufre o goza. Al fin y al cabo la fantasía tiene un límite: el espacio humano, según pensaba Juan Rulfo.
En el fondo es la bufonada literaria, “la forma más alta del desprecio”, según Jan Kott. Seguimos viviendo, a fines del siglo XX, tiempos policiacos. No detectivescos: vigilantes, persecutorios, fiscalizantes, intolerantes, no sólo a cargo del Estado impersonal e irresponsable: también por parte del poder transnacional del caital onopólico y de la tecnología militar que despliega su estrategia en un mundo dispuesto como un ajedrez esférico. Por eso no es extravagante, ni exagerado, ni altisonante, reparar, como lo hace Román Gubern, en que en la novela policiaca no sólo hay elementos marxistas sino también ácratas. A través de un criminal como el sheriff de 1280 almas, la novela de Jim Thompson, el poder que encarna en el mismo agente de la ley y el orden “establecido” se manifiesta de tal manera que puede aniquilar “sucesivamente y de forma muy racional, no sentimental, los conceptos de familia, Estado, religión, propiedad privada y sociedad burguesa”.
Los políticos son los “escritores” más prolíficos de nuestra época o, al menos, los sujetos de enunciados más frecuentes e insistentes. Nunca antes de la política—espectáculo habían hablado tanto. Nunca como ahora habían dicho tantos discursos ni hecho tantas declaraciones. Más dictadores que escritores de frases, todos los días emanan de sus roncos pechos verdaderas novelas policiacas y una selección de sus discursos en no pocos casos podría ser una verdadera antología del crimen: circunloquios del discurso esquizoide, tan ambivalente como las señales de un semáforo que al mismo tiempo enciende el rojo y el verde.
El lenguaje político se mueve con base en coartadas, exclusiones, explicaciones la mayor parte de las veces no solicitadas para encubrir su culpa, y camina de enigma en enigma. Vivimos en un mundo de interrogantes. Habitamos una novela policiaca. ¿Qué otra cosa son si no eso el misterio del 10 de junio de 1971 (cuando con la perversa complacencia de la policía, esbirros del gobierno asesinaron públicamente a varias decenas de estudiantes en la ciudad de México), las coartadas oficiales del 2 de octubre de 1968 (fecha de la matanza de Tlatelolco), la evaporización de las personas “desaparecidas” que en los años setenta fueron más de 500, los asesinatos de Manuel Buendía y de Héctor Félix Miranda, mejor conocido en Tijuana como El Gato Félix?
La fascinación del lector ante el enigma tiene motivaciones de orden psicológico muy difíciles de dilucidar y en todo caso poco importantes. Lo que parece ser es que ese misterio es esencial a la misma vida humana: no sabemos quiénes somos ni nunca lo sabremos. No sabemos qué estamos haciendo aquí en la Tierra, ni lo vamos a saber nunca. Nos vamos a ir con la duda a la tumba. Y por ello, probablemente, por la seducción que en sí mismo ejerce un misterio, vemos con igual terror esas escenificaciones criminales que en cada país son las políticas nacionales, las formas en que el poder aplica la fuerza o las maneras en que la fuerza bruta y legal ejerce el poder.
Dígase si no es un misterio aparente la muerte de aquellos tres amotinados en la cárcel de Mérida en 1980. Cientos de testigos e innumerables pruebas fotográficas hicieron ver que los presidiarios salieron por su propio pie de la prisión. Uno de ellos, como se ve en las fotografías, llevaba el pecho descubierto y limpio de heridas. Sin embargo, más tarde, la policía mostró su cadáver con dos o tres orificios mortales en el pecho. Allí el misterio no es el asesinato, sino la identidad de los asesinos miembros de la policía y las motivaciones o las necesidades que tuvieron para privar de la vida a quienes, por lo menos en este país “legal”, tenían derecho a un juicio en los tribunales.
La ficción es ficción pero no por ello deja de ser verdadera. A veces un libro de memorias, con datos y fechas y nombres propios de personas que viven, resulta más falso y aburrido e insincero que una buena novela que está incidiendo en el corazón mismo del poder. El lector lo sabe y también el escritor, que es su cómplice. Tras su carácter esencialmente subversivo, la novela policiaca busca instrumentar con su lenguaje una velada crítica del poder. Quiere desmantelar en lo posible los mecanismos que hacen funcionar a ese poder legal o extralegal, público o privado, gubernamental o industrial, y desactivar sus dispositivos.
Se trata de una parodia, de un juego organizado que no podría darse sin los componentes más determinantes de la vida, puesto que nada se crea a partir de la nada... ni siquiera una novela policiaca. Hace falta el dato real que el escritor va a convertir en símbolo o en alegoría. Y si el lector no quiere hacerse el ingenuo, sabrá (como lo sabe) que le están hablando de sí mismo y del mundo material y concreto en el que ama, sufre o goza. Al fin y al cabo la fantasía tiene un límite: el espacio humano, según pensaba Juan Rulfo.
En el fondo es la bufonada literaria, “la forma más alta del desprecio”, según Jan Kott. Seguimos viviendo, a fines del siglo XX, tiempos policiacos. No detectivescos: vigilantes, persecutorios, fiscalizantes, intolerantes, no sólo a cargo del Estado impersonal e irresponsable: también por parte del poder transnacional del caital onopólico y de la tecnología militar que despliega su estrategia en un mundo dispuesto como un ajedrez esférico. Por eso no es extravagante, ni exagerado, ni altisonante, reparar, como lo hace Román Gubern, en que en la novela policiaca no sólo hay elementos marxistas sino también ácratas. A través de un criminal como el sheriff de 1280 almas, la novela de Jim Thompson, el poder que encarna en el mismo agente de la ley y el orden “establecido” se manifiesta de tal manera que puede aniquilar “sucesivamente y de forma muy racional, no sentimental, los conceptos de familia, Estado, religión, propiedad privada y sociedad burguesa”.
Los políticos son los “escritores” más prolíficos de nuestra época o, al menos, los sujetos de enunciados más frecuentes e insistentes. Nunca antes de la política—espectáculo habían hablado tanto. Nunca como ahora habían dicho tantos discursos ni hecho tantas declaraciones. Más dictadores que escritores de frases, todos los días emanan de sus roncos pechos verdaderas novelas policiacas y una selección de sus discursos en no pocos casos podría ser una verdadera antología del crimen: circunloquios del discurso esquizoide, tan ambivalente como las señales de un semáforo que al mismo tiempo enciende el rojo y el verde.
El lenguaje político se mueve con base en coartadas, exclusiones, explicaciones la mayor parte de las veces no solicitadas para encubrir su culpa, y camina de enigma en enigma. Vivimos en un mundo de interrogantes. Habitamos una novela policiaca. ¿Qué otra cosa son si no eso el misterio del 10 de junio de 1971 (cuando con la perversa complacencia de la policía, esbirros del gobierno asesinaron públicamente a varias decenas de estudiantes en la ciudad de México), las coartadas oficiales del 2 de octubre de 1968 (fecha de la matanza de Tlatelolco), la evaporización de las personas “desaparecidas” que en los años setenta fueron más de 500, los asesinatos de Manuel Buendía y de Héctor Félix Miranda, mejor conocido en Tijuana como El Gato Félix?
La fascinación del lector ante el enigma tiene motivaciones de orden psicológico muy difíciles de dilucidar y en todo caso poco importantes. Lo que parece ser es que ese misterio es esencial a la misma vida humana: no sabemos quiénes somos ni nunca lo sabremos. No sabemos qué estamos haciendo aquí en la Tierra, ni lo vamos a saber nunca. Nos vamos a ir con la duda a la tumba. Y por ello, probablemente, por la seducción que en sí mismo ejerce un misterio, vemos con igual terror esas escenificaciones criminales que en cada país son las políticas nacionales, las formas en que el poder aplica la fuerza o las maneras en que la fuerza bruta y legal ejerce el poder.
Dígase si no es un misterio aparente la muerte de aquellos tres amotinados en la cárcel de Mérida en 1980. Cientos de testigos e innumerables pruebas fotográficas hicieron ver que los presidiarios salieron por su propio pie de la prisión. Uno de ellos, como se ve en las fotografías, llevaba el pecho descubierto y limpio de heridas. Sin embargo, más tarde, la policía mostró su cadáver con dos o tres orificios mortales en el pecho. Allí el misterio no es el asesinato, sino la identidad de los asesinos miembros de la policía y las motivaciones o las necesidades que tuvieron para privar de la vida a quienes, por lo menos en este país “legal”, tenían derecho a un juicio en los tribunales.
La ficción es ficción pero no por ello deja de ser verdadera. A veces un libro de memorias, con datos y fechas y nombres propios de personas que viven, resulta más falso y aburrido e insincero que una buena novela que está incidiendo en el corazón mismo del poder. El lector lo sabe y también el escritor, que es su cómplice. Tras su carácter esencialmente subversivo, la novela policiaca busca instrumentar con su lenguaje una velada crítica del poder. Quiere desmantelar en lo posible los mecanismos que hacen funcionar a ese poder legal o extralegal, público o privado, gubernamental o industrial, y desactivar sus dispositivos.
Política del enigma
El misterio, la curiosidad por lo desconocido, la impotencia fundamental ante los crímenes de un Estado que no se juzga ni se procesa a sí mismo, remueven en nuestra conciencia (o inconciencia) una inescapable relación perturbadora con la autoridad –paternal, maternal, estatal, laboral— y con el poder difuminado tanto en los jardines del Príncipe (gobierno, ejército, policía) como en los recovecos del capital monopólico (industrial, financiero, comercial, televisivo) y del crimen organizado que se confunde con el “complejo burocrático empresarial”.
En sus novelas Raymond Chandler no se limita a presentar la descripción de un delito simplemente por la ociosidad de contar una historia y producir un libro de consumo. Detrás de la apariencia primera de las cosas surgen, al fondo del corredor, a derecha e izquierda, otras recámaras de la conciencia humana que lindan con la tragedia clásica: se pone en evidencia la complejidad de un mundo social que con todas sus contradicciones aplasta al individuo y exhibe sus mecanismos más macabros: los del poder. “Rayan en la tragedia y nunca son completamente trágicas”, dice Chandler respecto a las novelas policiacas. En La dama del lago, del propio Chandler, el jefe de la policía se lamenta de la calidad profesional y moral de sus subordinados: “Los asuntos policiales son un verdadero problema. Se parecen a los asuntos de la política. Exigen hombres de calidad, pero no ofrecen nada lo suficientemente interesante como para atraerlos.”
Gramsci creía, por su parte, que la novela policiaca está coloreada por la ideología popular en torno a la administración de la justicia, especialmente si se entrelaza con ella la pasión política.
“Volé a casa desde Mazatlán un miércoles en la tarde. Cuando nos aproximábamos a Los Ángeles, el avión de Mexicana perdió altura volando sobre el mar y vi por primera vez la mancha de petróleo”, escribe Ross MacDonald al principio de La bella durmiente, una de sus mejores ficciones criminales.
En las fascinantes páginas de esta novela el lector se sumerge cuando se va enterando de los pormenores del caso que tiene lugar alrededor de un pozo petrolífero averiado en la costa sur de California. Generaciones van y generaciones vienen, pero la familia multimillonaria de apellido Lennox sigue usufructuando la propiedad de los pozos cuando la joven heredera de la familia desaparece misteriosamente.
Archer, el detective de casi todas las novelas de MacDonald, se emplea en su búsqueda e irrumpe así, como en un viaje retrospectivo, en el horrible pasado de las ocultas vidas de una familia que se debate entre el dinero, el poder, y “un instinto casi compulsivo hacia la infidelidad entre maridos y esposas, entre padres e hijos, amigos, subalternos y jefes, en pocas palabras: una infidelidad hacia la vida misma”.
No es ésta por supuesto la única novela policiaca de este autor de California a quien muchos consideraban continuador directo y natural de Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Sam Spade, el detective creado por Hammett (1894—1961) y Philip Marlowe, imaginado por Chandler (1888—1959), son los antecedentes de este Lew Archer que se ve envuelto en la tarea de esclarecer una u otra historia complicada que esconde otras historias menores o colaterales a veces más complejas y turbias.
Justamente al caso de Ross MacDonald se aplican estas palabras de Roman Gubern que, al considerar a la novela policiaca como el espacio del detective privado “cuya función principal es perseguir y desenmascarar a quienes han atentado contra la vida o la fortuna de los poderosos”, intenta desmitificar la figura del “héroe” policiaco como tradicional luchador en pro de los derechos de los humildes.
No, explica Gubern, no se trata de eso. Hay que hacer otra lectura: si bien el investigador privado obra en función de ciertas ideas sobre la propiedad privada y las estructuras de dominación en la sociedad, lo que hay que hacer es leer tal circunstancia, dice Gubern, “como una involuntaria crónica de la jungla capitalista, en donde la delincuencia a la caza de fortunas es una desviación patológica de la ortodoxa lucha de clases”.
Si se considera a la novela policiaca como una consecuencia, dice Gubern,
de la codicia económica y de la institución de la propiedad privada, como la crónica negra y la antiepopeya del capitalismo, esquematizando y quintaesenciando el gran drama stendhaliano y balzaciano de la ambición, podría explicarse tal vez la pobreza de este género en los países socialistas, aunque sospecho que existen además otras razones para explicar este fenómeno.
No es fácil, y probablemente tampoco útil, sacar conclusiones tan recortadas a partir de ciertos esquemas novelísticos como quieren algunos intérpretes de la literatura. Es difícil postular con certeza si la fascinación por las novelas policiacas obedece siempre a la desconfianza en el sistema de justicia predominante, según el cual el poder lo tienen los agentes sueltos en la calle más que los funcionarios de escritorio que no se ensucian las manos. Se ha creído a veces que la fe en un investigador privado –inexistente en la realidad mexicana, por lo demás— deriva del repudio lógico a los policías oficiales o a su venalidad, pero siempre resultan guangas estas aproximaciones. Sin embargo, es posible que la novela policiaca ejerza en nuestro inconsciente una cierta influencia en relación con la autoridad y el poder representado tanto por el Estado como por las otras ramificaciones de la clase acumuladora del capital.
En sus novelas Raymond Chandler no se limita a presentar la descripción de un delito simplemente por la ociosidad de contar una historia y producir un libro de consumo. Detrás de la apariencia primera de las cosas surgen, al fondo del corredor, a derecha e izquierda, otras recámaras de la conciencia humana que lindan con la tragedia clásica: se pone en evidencia la complejidad de un mundo social que con todas sus contradicciones aplasta al individuo y exhibe sus mecanismos más macabros: los del poder. “Rayan en la tragedia y nunca son completamente trágicas”, dice Chandler respecto a las novelas policiacas. En La dama del lago, del propio Chandler, el jefe de la policía se lamenta de la calidad profesional y moral de sus subordinados: “Los asuntos policiales son un verdadero problema. Se parecen a los asuntos de la política. Exigen hombres de calidad, pero no ofrecen nada lo suficientemente interesante como para atraerlos.”
Gramsci creía, por su parte, que la novela policiaca está coloreada por la ideología popular en torno a la administración de la justicia, especialmente si se entrelaza con ella la pasión política.
“Volé a casa desde Mazatlán un miércoles en la tarde. Cuando nos aproximábamos a Los Ángeles, el avión de Mexicana perdió altura volando sobre el mar y vi por primera vez la mancha de petróleo”, escribe Ross MacDonald al principio de La bella durmiente, una de sus mejores ficciones criminales.
En las fascinantes páginas de esta novela el lector se sumerge cuando se va enterando de los pormenores del caso que tiene lugar alrededor de un pozo petrolífero averiado en la costa sur de California. Generaciones van y generaciones vienen, pero la familia multimillonaria de apellido Lennox sigue usufructuando la propiedad de los pozos cuando la joven heredera de la familia desaparece misteriosamente.
Archer, el detective de casi todas las novelas de MacDonald, se emplea en su búsqueda e irrumpe así, como en un viaje retrospectivo, en el horrible pasado de las ocultas vidas de una familia que se debate entre el dinero, el poder, y “un instinto casi compulsivo hacia la infidelidad entre maridos y esposas, entre padres e hijos, amigos, subalternos y jefes, en pocas palabras: una infidelidad hacia la vida misma”.
No es ésta por supuesto la única novela policiaca de este autor de California a quien muchos consideraban continuador directo y natural de Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Sam Spade, el detective creado por Hammett (1894—1961) y Philip Marlowe, imaginado por Chandler (1888—1959), son los antecedentes de este Lew Archer que se ve envuelto en la tarea de esclarecer una u otra historia complicada que esconde otras historias menores o colaterales a veces más complejas y turbias.
Justamente al caso de Ross MacDonald se aplican estas palabras de Roman Gubern que, al considerar a la novela policiaca como el espacio del detective privado “cuya función principal es perseguir y desenmascarar a quienes han atentado contra la vida o la fortuna de los poderosos”, intenta desmitificar la figura del “héroe” policiaco como tradicional luchador en pro de los derechos de los humildes.
No, explica Gubern, no se trata de eso. Hay que hacer otra lectura: si bien el investigador privado obra en función de ciertas ideas sobre la propiedad privada y las estructuras de dominación en la sociedad, lo que hay que hacer es leer tal circunstancia, dice Gubern, “como una involuntaria crónica de la jungla capitalista, en donde la delincuencia a la caza de fortunas es una desviación patológica de la ortodoxa lucha de clases”.
Si se considera a la novela policiaca como una consecuencia, dice Gubern,
de la codicia económica y de la institución de la propiedad privada, como la crónica negra y la antiepopeya del capitalismo, esquematizando y quintaesenciando el gran drama stendhaliano y balzaciano de la ambición, podría explicarse tal vez la pobreza de este género en los países socialistas, aunque sospecho que existen además otras razones para explicar este fenómeno.
No es fácil, y probablemente tampoco útil, sacar conclusiones tan recortadas a partir de ciertos esquemas novelísticos como quieren algunos intérpretes de la literatura. Es difícil postular con certeza si la fascinación por las novelas policiacas obedece siempre a la desconfianza en el sistema de justicia predominante, según el cual el poder lo tienen los agentes sueltos en la calle más que los funcionarios de escritorio que no se ensucian las manos. Se ha creído a veces que la fe en un investigador privado –inexistente en la realidad mexicana, por lo demás— deriva del repudio lógico a los policías oficiales o a su venalidad, pero siempre resultan guangas estas aproximaciones. Sin embargo, es posible que la novela policiaca ejerza en nuestro inconsciente una cierta influencia en relación con la autoridad y el poder representado tanto por el Estado como por las otras ramificaciones de la clase acumuladora del capital.
La novela criminal
Un misterio parece ser el punto de partida de todo intríngulis policiaco. El lector quiere ver cómo se desarrolla la acción y qué es lo que sucede finalmente con los personajes: cuál es su destino.
Como todas las obras literarias, la novela criminal parte también de una convención, de una especie de aceptada complicidad entre escritor y lector. Una suerte de amistad momentánea se establece entre ellos. Una simpatía o, al menos, una empatía. Tal vez el lector no se tome tan en serio el asunto como, por motivos del oficio, el novelista. Se necesitaría ser un psicótico, ha dicho Raymond Chandler, para creer que es verdad o real lo que no aspira sino a una representación, a una parodia del mundo en que vivimos. Eric Ambler –maestro de ese otro “género” hermano del policial, el de la novela de espionaje, y que desborda sus límites cada vez más desparramándose en lo que podríamos reconocer como lo policiaco trasnacional— dice que ahora que los thrillers adquieren mayor respetabilidad que antes, sus novelas parecen tener alguna relevancia –o pertinencia— por su contexto social, por lo menos si se las compara con muchas de las novelas “serias” que actualmente se escriben. Si los críticos se interesan en ellas, razona Ambler, es porque dicen más sobre la forma en que piensa la gente y obran los gobiernos que muchas de las novelas convencionales.
Esta última observación de Ambler apunta –se puede inferir sin mucha dificultad— al tema del poder.
Sin embargo, no habría que hacerse demasiadas ilusiones acerca de que en todos los casos de la novela negra emana necesariamente un discurso sobre el poder, como podría deducirse fácilmente y sin mucho margen de error de buena parte de la obra cinematográfica de Francesco Rosi. Cuando se quiere demostrar una hipótesis, acudiendo a la acumulación de ejemplos –que los hay para todos los gustos— y al engaño de la manipulación estadística, casi se puede comprobar cualquier cosa mediante el atiborramiento de citas y datos. Proclamar tajantemente que la novela policiaca tiene como único tema el poder o que es esencial y sutilmente marxista sería una estupidez tan grotesca como aseverar que es positivista lógica o neokantiana. No se puede atribuir a ningún tipo de literatura un significado único que entronque cómodamente en algún esquema ideológico o teórico previo. Justamente, la aspiración de la literatura es desideologizar el lenguaje, las motivaciones y el comportamiento de los personajes. De ninguna novela se puede inferir que corresponde a algún código significativo filosófico o doctrinario cierto porque siempre se resbalaría hacia el error o a la imprecisión. La literatura juega con sus propias leyes y se mueve en una ambigüedad de personajes y situaciones, y a nadie se le ocurriría comprometer una obra como el vehículo exacto o aproximado de algún mensaje. En todo caso, son múltiples sus significados y sus matices.
Pero no debería abrumarnos tanto el escollo metodológico si lo que buscamos son algunas expresiones del poder en la literatura criminal (la de la tradición negra norteamericana, la de los planteamientos alternativos de Leonardo Sciascia, la del ensayo sobre política y delito de Hans Magnus Enzensberger, la de las reflexiones sobre el poder de Elías Canetti, la de las derivaciones hacia el bandolerismo social de E.J. Hobsbawm) y una posibilidad de lectura que discierna la ruta –a través de la novela y el ensayo social, político e histórico— que va del crimen al poder.
No obstante, para eludir el atajo arbitrario que nos pusiera de un salto súbito en la zona de una “conclusión” irrecusable, habría que atender a ciertas desviaciones necesarias que son producto de una imaginación o, en todo caso, de una elaboración teórica nada desdeñable.
Hay quienes creen que la novela negra o policiaca ha asumido “reflejos” del marxismo al imponer el realismo crítico en la narrativa sobre el crimen y “al haber evolucionado a tenor de los sucesivos acontecimientos históricos y sociales”.
Juan Marsé –el autor de Últimas tardes con Teresa y El embrujo de Shangai— se resiste a aceptar una relación automática entre el marxismo y la novela policiaca porque en buena parte “el detective privado está al servicio de la comunidad y de un orden convencional, de un orden al mismo tiempo al servicio de un sistema establecido, en contraposición”.
A Juan Carlos Martini también le resulta muy forzado encajonar a la novela, sea del color que sea, en un proyecto ideológico previo como el marxismo o cualquier otra concepción del mundo. Y es que ni las grandes novelas, dice Martini, “ni ninguna literatura... se pueden plantear en una fidelidad a ultranza hacia una teoría o incluso una práctica política, y ni siquiera hacia una interpretación filosófica del mundo, por científica que sea. Porque si no, estaríamos hablando de otra cosa que no sería literatura”.
La idea de Martini es que el objeto que se produce a través del hecho de escribir “tiene características y leyes propias”. El lenguaje de la novela no casualmente es la ambigüedad. Es ambivalente. Las cosas quieren decir una y otra cosa o varias cosas al mismo tiempo, según la época del escritor y según el lector.
En la novela negra “hay una puesta en funcionamiento del mundo en que vivimos y una actitud crítica indudable”, pero la literatura conjuga una serie de fenómenos estrictamente individuales que le hacen ser un producto en sí mismo contradictorio.
“Un escritor no es un profesional de la ideología y como persona es un ser humano contradictorio”, dice Martini. También coincide con Juan Marsé en la apreciación de que el investigador privado es un servidor del orden establecido. Por lo común quien lo contrata es un general o un industrial o un alto ejecutivo o un señor vinculado, por supuesto, al dinero y al poder. Para ese poder trabaja el detective aunque en lo más íntimo de su ser desee dinamitar ese sistema. Ricardo Muñoz Suay, por su parte, advierte un matiz importante: “El investigador privado efectivamente está al servicio de esa clase dominante y explotadora, pero lo que hace es descubrir el vicio, la crisis, de esa sociedad”.
Como todas las obras literarias, la novela criminal parte también de una convención, de una especie de aceptada complicidad entre escritor y lector. Una suerte de amistad momentánea se establece entre ellos. Una simpatía o, al menos, una empatía. Tal vez el lector no se tome tan en serio el asunto como, por motivos del oficio, el novelista. Se necesitaría ser un psicótico, ha dicho Raymond Chandler, para creer que es verdad o real lo que no aspira sino a una representación, a una parodia del mundo en que vivimos. Eric Ambler –maestro de ese otro “género” hermano del policial, el de la novela de espionaje, y que desborda sus límites cada vez más desparramándose en lo que podríamos reconocer como lo policiaco trasnacional— dice que ahora que los thrillers adquieren mayor respetabilidad que antes, sus novelas parecen tener alguna relevancia –o pertinencia— por su contexto social, por lo menos si se las compara con muchas de las novelas “serias” que actualmente se escriben. Si los críticos se interesan en ellas, razona Ambler, es porque dicen más sobre la forma en que piensa la gente y obran los gobiernos que muchas de las novelas convencionales.
Esta última observación de Ambler apunta –se puede inferir sin mucha dificultad— al tema del poder.
Sin embargo, no habría que hacerse demasiadas ilusiones acerca de que en todos los casos de la novela negra emana necesariamente un discurso sobre el poder, como podría deducirse fácilmente y sin mucho margen de error de buena parte de la obra cinematográfica de Francesco Rosi. Cuando se quiere demostrar una hipótesis, acudiendo a la acumulación de ejemplos –que los hay para todos los gustos— y al engaño de la manipulación estadística, casi se puede comprobar cualquier cosa mediante el atiborramiento de citas y datos. Proclamar tajantemente que la novela policiaca tiene como único tema el poder o que es esencial y sutilmente marxista sería una estupidez tan grotesca como aseverar que es positivista lógica o neokantiana. No se puede atribuir a ningún tipo de literatura un significado único que entronque cómodamente en algún esquema ideológico o teórico previo. Justamente, la aspiración de la literatura es desideologizar el lenguaje, las motivaciones y el comportamiento de los personajes. De ninguna novela se puede inferir que corresponde a algún código significativo filosófico o doctrinario cierto porque siempre se resbalaría hacia el error o a la imprecisión. La literatura juega con sus propias leyes y se mueve en una ambigüedad de personajes y situaciones, y a nadie se le ocurriría comprometer una obra como el vehículo exacto o aproximado de algún mensaje. En todo caso, son múltiples sus significados y sus matices.
Pero no debería abrumarnos tanto el escollo metodológico si lo que buscamos son algunas expresiones del poder en la literatura criminal (la de la tradición negra norteamericana, la de los planteamientos alternativos de Leonardo Sciascia, la del ensayo sobre política y delito de Hans Magnus Enzensberger, la de las reflexiones sobre el poder de Elías Canetti, la de las derivaciones hacia el bandolerismo social de E.J. Hobsbawm) y una posibilidad de lectura que discierna la ruta –a través de la novela y el ensayo social, político e histórico— que va del crimen al poder.
No obstante, para eludir el atajo arbitrario que nos pusiera de un salto súbito en la zona de una “conclusión” irrecusable, habría que atender a ciertas desviaciones necesarias que son producto de una imaginación o, en todo caso, de una elaboración teórica nada desdeñable.
Hay quienes creen que la novela negra o policiaca ha asumido “reflejos” del marxismo al imponer el realismo crítico en la narrativa sobre el crimen y “al haber evolucionado a tenor de los sucesivos acontecimientos históricos y sociales”.
Juan Marsé –el autor de Últimas tardes con Teresa y El embrujo de Shangai— se resiste a aceptar una relación automática entre el marxismo y la novela policiaca porque en buena parte “el detective privado está al servicio de la comunidad y de un orden convencional, de un orden al mismo tiempo al servicio de un sistema establecido, en contraposición”.
A Juan Carlos Martini también le resulta muy forzado encajonar a la novela, sea del color que sea, en un proyecto ideológico previo como el marxismo o cualquier otra concepción del mundo. Y es que ni las grandes novelas, dice Martini, “ni ninguna literatura... se pueden plantear en una fidelidad a ultranza hacia una teoría o incluso una práctica política, y ni siquiera hacia una interpretación filosófica del mundo, por científica que sea. Porque si no, estaríamos hablando de otra cosa que no sería literatura”.
La idea de Martini es que el objeto que se produce a través del hecho de escribir “tiene características y leyes propias”. El lenguaje de la novela no casualmente es la ambigüedad. Es ambivalente. Las cosas quieren decir una y otra cosa o varias cosas al mismo tiempo, según la época del escritor y según el lector.
En la novela negra “hay una puesta en funcionamiento del mundo en que vivimos y una actitud crítica indudable”, pero la literatura conjuga una serie de fenómenos estrictamente individuales que le hacen ser un producto en sí mismo contradictorio.
“Un escritor no es un profesional de la ideología y como persona es un ser humano contradictorio”, dice Martini. También coincide con Juan Marsé en la apreciación de que el investigador privado es un servidor del orden establecido. Por lo común quien lo contrata es un general o un industrial o un alto ejecutivo o un señor vinculado, por supuesto, al dinero y al poder. Para ese poder trabaja el detective aunque en lo más íntimo de su ser desee dinamitar ese sistema. Ricardo Muñoz Suay, por su parte, advierte un matiz importante: “El investigador privado efectivamente está al servicio de esa clase dominante y explotadora, pero lo que hace es descubrir el vicio, la crisis, de esa sociedad”.
El discurso del patíbulo
La manía de encontrarle una causa a todo ha conducido también a plantear la pregunta, acaso ociosa, de por qué hombres y mujeres leen novelas policiacas.
Más allá de la sublimación freudiana –el hacer una cosa por otra de manera transferencial, el quid pro quo que se da en la realización simbólica: como cuando se dice que el cazador mata animales para no exterminar a hombres o que el suicida se mata para no asesinar y cancelar así sus impulsos homicidas— podría inferirse que se devoran novelas policiacas porque, en el fondo, como decía el maestro Ronald Laing, todos somos asesinos y prostitutas.
Hans Magnus Enzensberger, en Política y delito (texto con el que en nuestra generación se inicia la cultura de la sospecha o la conciencia fiscalizadora, como le llama Fernando Savater), piensa que el asesinato juega un papel decisivo en la conciencia pública: sólo se comprende el crimen en función del carácter arquetípico del asesinato. “Las novelas y las películas policiacas, como reflejo de la conciencia popular, confirman que en ella el asesinato ocupa un lugar preferente, ya que, sin más, es equiparado al crimen.”
El verdugo es nuestro representante. Al Estado se le permite lo que le está prohibido al individuo aislado (ejerce el poder quien puede dar muerte, de manera impune, a los súbditos): la pena de muerte que antaño se llevaba a cabo en público. “El dar muerte en nombre de todos sólo puede hacerse públicamente, pues todos participamos en ello.”
El criminal, añade Enzensberger, goza de una popularidad absurda. De los titulares de los periódicos, la nota roja, los faits divers de la prensa francesa, puede deducirse que un simple caso de asesinato nos afecta y conmueve más “que una guerra a cierta distancia... tanto más si se trata de una guerra que no ha estallado aún sino que tan sólo se está incubando”.
Michel Foucault, en Vigilar y castigar, tiene su teoría. En el siglo XVIII el rito de la ejecución capital exigía que el condenado a muerte se arrepintiera en público, proclamara su culpabilidad, confesara la perfidia de sus crímenes. Antes de morir se le daba la palabra no para proclamar su inocencia sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia. Así, el “discurso del patíbulo”, como lo llama Foucault, se sentía demasiado cerca de la moral imperante en la época, aparecía en la literatura de venta ambulante e inauguraba el género “últimas palabras de un condenado”.
La administración d la justicia necesitaba, para legitimarse, de ese discurso. “Ocurría también que se publicaran relatos de crímenes y de vidas infames, a título de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar la mano de la justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante.”
Héroe negro o criminal reconciliado, el criminal de las gacetillas y los almanaques o las bibliotecas azules lleva consigo una memoria de luchas y enfrentamientos. Después de su muerte en el patíbulo se convierte en una especie de santo. No hay por qué ver en toda esta “literatura de crímenes” una expresión popular en estado puro, ni una acción concentrada de propaganda y moralización, de arriba abajo, sino el punto de encuentro de dos acometidas de la práctica penal, una especie de lucha en torno del crimen, de su castigo y de su memoria.
“Si estos relatos pueden ser impresos y puestos en circulación es porque se espera de ellos un efecto de control ideológico, fábulas verídicas de la pequeña historia.” Si forman parte de las lecturas de las clases subordinadas es porque el interés de “curiosidad” es también un interés político.
Con el paso del tiempo se vio que la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. Por eso se cancelaron las “hojas sueltas”. Desaparecieron en la medida en que se desarrollaba una literatura del crimen distinta: una literatura en la que el crimen aparece glorificado, “pero porque es una de las bellas artes, porque sólo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o de El castillo de Otranto a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen: la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles”.
Lo que se está afirmando con la literatura criminal es que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. Tener poder es tener impunidad para matar. Si no se puede matar impunemente, entonces se carece de poder.
El criminal que presenta la novela policiaca con todos sus ardides, sus sutilezas, su inteligencia, se ha vuelto libre de toda sospecha. La lucha entre dos puras inteligencias (la del asesino y la del detective) constituye la forma esencial del enfrentamiento.
En la nota roja de los periódicos, concluye Foucault, una opaca monotonía sin epopeya trivializa los crímenes y sus castigos. Mientras el pueblo se despoja del viejo orgullo de sus crímenes, los grandes asesinatos se han vuelto el juego silencioso de los cautos.
Más allá de la sublimación freudiana –el hacer una cosa por otra de manera transferencial, el quid pro quo que se da en la realización simbólica: como cuando se dice que el cazador mata animales para no exterminar a hombres o que el suicida se mata para no asesinar y cancelar así sus impulsos homicidas— podría inferirse que se devoran novelas policiacas porque, en el fondo, como decía el maestro Ronald Laing, todos somos asesinos y prostitutas.
Hans Magnus Enzensberger, en Política y delito (texto con el que en nuestra generación se inicia la cultura de la sospecha o la conciencia fiscalizadora, como le llama Fernando Savater), piensa que el asesinato juega un papel decisivo en la conciencia pública: sólo se comprende el crimen en función del carácter arquetípico del asesinato. “Las novelas y las películas policiacas, como reflejo de la conciencia popular, confirman que en ella el asesinato ocupa un lugar preferente, ya que, sin más, es equiparado al crimen.”
El verdugo es nuestro representante. Al Estado se le permite lo que le está prohibido al individuo aislado (ejerce el poder quien puede dar muerte, de manera impune, a los súbditos): la pena de muerte que antaño se llevaba a cabo en público. “El dar muerte en nombre de todos sólo puede hacerse públicamente, pues todos participamos en ello.”
El criminal, añade Enzensberger, goza de una popularidad absurda. De los titulares de los periódicos, la nota roja, los faits divers de la prensa francesa, puede deducirse que un simple caso de asesinato nos afecta y conmueve más “que una guerra a cierta distancia... tanto más si se trata de una guerra que no ha estallado aún sino que tan sólo se está incubando”.
Michel Foucault, en Vigilar y castigar, tiene su teoría. En el siglo XVIII el rito de la ejecución capital exigía que el condenado a muerte se arrepintiera en público, proclamara su culpabilidad, confesara la perfidia de sus crímenes. Antes de morir se le daba la palabra no para proclamar su inocencia sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia. Así, el “discurso del patíbulo”, como lo llama Foucault, se sentía demasiado cerca de la moral imperante en la época, aparecía en la literatura de venta ambulante e inauguraba el género “últimas palabras de un condenado”.
La administración d la justicia necesitaba, para legitimarse, de ese discurso. “Ocurría también que se publicaran relatos de crímenes y de vidas infames, a título de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar la mano de la justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante.”
Héroe negro o criminal reconciliado, el criminal de las gacetillas y los almanaques o las bibliotecas azules lleva consigo una memoria de luchas y enfrentamientos. Después de su muerte en el patíbulo se convierte en una especie de santo. No hay por qué ver en toda esta “literatura de crímenes” una expresión popular en estado puro, ni una acción concentrada de propaganda y moralización, de arriba abajo, sino el punto de encuentro de dos acometidas de la práctica penal, una especie de lucha en torno del crimen, de su castigo y de su memoria.
“Si estos relatos pueden ser impresos y puestos en circulación es porque se espera de ellos un efecto de control ideológico, fábulas verídicas de la pequeña historia.” Si forman parte de las lecturas de las clases subordinadas es porque el interés de “curiosidad” es también un interés político.
Con el paso del tiempo se vio que la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. Por eso se cancelaron las “hojas sueltas”. Desaparecieron en la medida en que se desarrollaba una literatura del crimen distinta: una literatura en la que el crimen aparece glorificado, “pero porque es una de las bellas artes, porque sólo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o de El castillo de Otranto a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen: la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles”.
Lo que se está afirmando con la literatura criminal es que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. Tener poder es tener impunidad para matar. Si no se puede matar impunemente, entonces se carece de poder.
El criminal que presenta la novela policiaca con todos sus ardides, sus sutilezas, su inteligencia, se ha vuelto libre de toda sospecha. La lucha entre dos puras inteligencias (la del asesino y la del detective) constituye la forma esencial del enfrentamiento.
En la nota roja de los periódicos, concluye Foucault, una opaca monotonía sin epopeya trivializa los crímenes y sus castigos. Mientras el pueblo se despoja del viejo orgullo de sus crímenes, los grandes asesinatos se han vuelto el juego silencioso de los cautos.
Crucitrama
Si la peripecia es la solución de continuidad –es decir: una interrupción en el circuito narrativo—, la trama, entonces, es una relación de causa a efecto. Y si el escenario del crimen son los pulidos corredores del poder, se piensa aquí, pues, al hablar de la novela criminal gruesa (o “negra”, como dicen en París), no en una novela bobalicona entretenida en ir regando las piezas de un crucigrama o una “crucitrama”, como se permite decir Javier Coma, sino en una narración con todas las de la ley literaria: una novela “negra” no sobre el crimen sino en torno al crimen contemporáneo, que no pocas veces se gesta en las instancias más altas y delirantes del poder, en las recámaras menos sospechosas de la dirección del Estado o en los recovecos menos obvios e imaginables del poder financiero local, trasnacional o eclesiástico.
Nada cierto, nada contundente, nada comprobable, pero siempre útil para el regodeo en la hipótesis de que el género negro derivado del policiaco es, cuando menos, una de las muchas formas de provocación que procrea la literatura. A fin de cuentas se trata de una novela provocadora. De lo contrario, no valdría la pena. En ella pasa de contrabando un discurso subversivo.
Estas inferencias especulativas entran en la órbita de esa centrifugación de la “realidad” (otra palabra que ya no quiere decir nada sin comillas) que es el crimen –un asesinato, por ejemplo— como factor desencadenante narrativo. El cadáver, dice Sciascia, actúa como centrifugación de la realidad: como un disparadero narrativo.
Punto de partida, el cadáver despide una serie de emanaciones circulares –como la piedra que cae en un lago— que a uno, sin deberla ni temerla, lo hacen sentir sucio, culpable, avergonzado de su especie humana.
En La novela negra, la disquisición abiertamente crítica de Javier Coma, aparece una pseudonimografía imprescindible, dada la multitud de pseudónimos que han utilizado los especialistas de la novela criminal. Cada autor se expresa a través de muchos pseudónimos, como Fernando Pessoa, para desdoblarse tal vez o por la creencia de que el autor forma parte de la historia que se narra.
Dashiell Hammett alguna vez firmó en la revista Black Mask como Peter Collins (en la jerga de las cárceles de los años 20 “Collins” quería decir “nadie”) y el verdadero nombre de Ross MacDonald era Kenneth Millar, mientras que Donald Westlake ha firmado indistintamente (ya no quisiera utilizar adverbios terminados en mente) con los nombres de Richard Stark y Trucker Coe. (Sería bueno averiguar qué se traen los autores criminales con tanto pseudónimo, parecen una bandada de locos, con problemas de identidad: nunca se deciden cómo han de llamarse. Hay algo psicopatológico común a todos ellos, o de pirandelliano. Me acabo de enterar de que Ed McBain renunció a su eufórico auténtico nombre: Salvatore Lombino.)
Si se ha juzgado, entonces, subliteratura u obra ajena a la literatura “significativa”, la novela criminal ha aceptado ese desdén porque no es mucha su sed de aceptación; ha contemporizado con ese calificativo académico de “infraliteraria” porque quiere permanecer inadvertida, quiere seguir siendo popular, no quiere la gloria de los premios ni los prestigios literarios ni la convalidación del mercado cultural, no le importa que no la invitan a la fiesta, debido a su soterrada voluntad de mantenerse como discurso subversivo.
(Vivimos tiempos policiacos, pero hay que advertir que las más terribles disquisiciones literarias sobre el crimen de Estado, la mafia y sus desmanes, la dilución de los dólares del narcotráfico en las campañas electorales, las relaciones de complicidad entre funcionarios públicos y representantes del hampa, tienen la apariencia de juegos de niños frente a lo que está ocurriendo ahora en México.)
¿Subversión de la inofensiva literatura? Hasta cierto punto y de manera tal vez pueril, pero de algún modo irónico presente, reflejante, burlesco, macabro. Cuando se empieza a sospechar que, en un sentido obviamente muy figurado, la novela criminal es una bomba de tiempo y nada más (y nada menos), sin mayores pretensiones transformadoras, se refuerza la sospecha de que disimula una articulación subversiva: una cadena de ideas explosivas. Pone en entredicho la legitimidad misma del poder político e intenta que la gente entienda por sus propios medios “de qué burla se le hace objeto por parte de quien posee y administra el poder en su nombre”, según nos hizo ver un autor napolitano (Franceso Rosi). Es decir que, como escribía Sciascia:
“Nessuna veritá si saprá mai riguardo a fatti delittuosi che abbiano, anche minimamente, atienza con la gestione del potere.”
Nada cierto, nada contundente, nada comprobable, pero siempre útil para el regodeo en la hipótesis de que el género negro derivado del policiaco es, cuando menos, una de las muchas formas de provocación que procrea la literatura. A fin de cuentas se trata de una novela provocadora. De lo contrario, no valdría la pena. En ella pasa de contrabando un discurso subversivo.
Estas inferencias especulativas entran en la órbita de esa centrifugación de la “realidad” (otra palabra que ya no quiere decir nada sin comillas) que es el crimen –un asesinato, por ejemplo— como factor desencadenante narrativo. El cadáver, dice Sciascia, actúa como centrifugación de la realidad: como un disparadero narrativo.
Punto de partida, el cadáver despide una serie de emanaciones circulares –como la piedra que cae en un lago— que a uno, sin deberla ni temerla, lo hacen sentir sucio, culpable, avergonzado de su especie humana.
En La novela negra, la disquisición abiertamente crítica de Javier Coma, aparece una pseudonimografía imprescindible, dada la multitud de pseudónimos que han utilizado los especialistas de la novela criminal. Cada autor se expresa a través de muchos pseudónimos, como Fernando Pessoa, para desdoblarse tal vez o por la creencia de que el autor forma parte de la historia que se narra.
Dashiell Hammett alguna vez firmó en la revista Black Mask como Peter Collins (en la jerga de las cárceles de los años 20 “Collins” quería decir “nadie”) y el verdadero nombre de Ross MacDonald era Kenneth Millar, mientras que Donald Westlake ha firmado indistintamente (ya no quisiera utilizar adverbios terminados en mente) con los nombres de Richard Stark y Trucker Coe. (Sería bueno averiguar qué se traen los autores criminales con tanto pseudónimo, parecen una bandada de locos, con problemas de identidad: nunca se deciden cómo han de llamarse. Hay algo psicopatológico común a todos ellos, o de pirandelliano. Me acabo de enterar de que Ed McBain renunció a su eufórico auténtico nombre: Salvatore Lombino.)
Si se ha juzgado, entonces, subliteratura u obra ajena a la literatura “significativa”, la novela criminal ha aceptado ese desdén porque no es mucha su sed de aceptación; ha contemporizado con ese calificativo académico de “infraliteraria” porque quiere permanecer inadvertida, quiere seguir siendo popular, no quiere la gloria de los premios ni los prestigios literarios ni la convalidación del mercado cultural, no le importa que no la invitan a la fiesta, debido a su soterrada voluntad de mantenerse como discurso subversivo.
(Vivimos tiempos policiacos, pero hay que advertir que las más terribles disquisiciones literarias sobre el crimen de Estado, la mafia y sus desmanes, la dilución de los dólares del narcotráfico en las campañas electorales, las relaciones de complicidad entre funcionarios públicos y representantes del hampa, tienen la apariencia de juegos de niños frente a lo que está ocurriendo ahora en México.)
¿Subversión de la inofensiva literatura? Hasta cierto punto y de manera tal vez pueril, pero de algún modo irónico presente, reflejante, burlesco, macabro. Cuando se empieza a sospechar que, en un sentido obviamente muy figurado, la novela criminal es una bomba de tiempo y nada más (y nada menos), sin mayores pretensiones transformadoras, se refuerza la sospecha de que disimula una articulación subversiva: una cadena de ideas explosivas. Pone en entredicho la legitimidad misma del poder político e intenta que la gente entienda por sus propios medios “de qué burla se le hace objeto por parte de quien posee y administra el poder en su nombre”, según nos hizo ver un autor napolitano (Franceso Rosi). Es decir que, como escribía Sciascia:
“Nessuna veritá si saprá mai riguardo a fatti delittuosi che abbiano, anche minimamente, atienza con la gestione del potere.”
Un buen detective nunca se casa
Representante del lector en la trama, obsesivo perseguidor de la “verdad” (vocablo que ya no se puede escribir sin comillas), el detective de casi todas las novelas de Raymond Chandler rescata de la tradición romántica el carácter del héroe solitario. Sin embargo, y a diferencia el caballero quijotesco que sí combina un ideal de justicia con una ilusión amorosa, Philip Marlowe –el protagonista chandleriano de El largo adiós, El sueño eterno, La dama del lago— no relaciona su mundo íntimo con su quehacer profesional. Lo contemplamos desde afuera, muy pocas veces tenemos acceso a su vida emocional y mental, salvo en los instantes en que discurre con inteligencia deductiva, asociativa, en torno al problema de un asesinato o al desactivar los componentes de un enigma.
Esta característica del investigador privado –impensable en nuestro ámbito mexicano, donde no existe el Estado y, por tanto, el sistema de administración de la justicia es impredecible—, movido por la curiosidad ante lo desconocido, no quiere ser fiel a un propósito que rechace lo sentimental sino, sencillamente (otro adverbio terminado en mente), a una exigencia del género.
(Lo que se dice entre paréntesis suele ser un susurro: un “aquí entre nos” dirigido al lector—cómplice.)
“Un detective verdaderamente bueno nunca se casa”, estatuye Raymond Chandler, a riesgo de parecer misógino. Y se explica, tiene que explicarlo, nos debe una explicación: “El interés por lo amoroso casi siempre debilita la obra policiaca, pues introduce un tipo de suspenso que resulta antagónico con la lucha del detective por resolver el problema.” Se trata, pues, de razones técnicas del novelista que no quiere distraernos del primordial objetivo de su historia. Ya podemos nosotros inferir la infelicidad sexual de este tipo de investigador independiente (del Estado) o su contenida alegría en sus momentos de particular alborozo. Generalmente vive solo, tiene más de 40 años, fuma (en ese entonces el cigarro todavía no daba cáncer), bebe whisky, y la calidad de su deseo –a diferencia del cónyuge permanente— se mantiene al tiro: viva, fresca, ante la súbita o dilatada presencia de una mujer... ancha y ajena.
Todo esto lo podemos ver o intuir desde afuera sin que el narrador nos lo haga implícito, según nuestra proyección personal o nuestras necesidades imaginativas. Porque la sensualidad del detective se despliega sobre todo en el placer de la mente que desarma un misterio, en la concentración del analista profundo que va atando los cabos y componiendo el rostro de la “verdad”. La suya es la sensibilidad del investigador científico. La suya es la curiosidad del niño que juega. Y tal parece que es esta idea fija su motor y no tanto un afán de índole ética que lo impele a promover la justicia, salvar al débil, devengar el poco o el suficiente dinero que le pagan por sus servicios.
La California de los años 40 que pinta Chandler, Los Ángeles, la estación del ferrocarril de San Diego, el ambiente en que se desenvuelven sus criaturas relacionadas por distintas formas del poder (la riqueza, el lujo, la política institucional, la capacidad de intriga y la conspiración), la ternura con la que aparecen trazados algunos personajes mexicanos de Los Ángeles, nos acercan a un micromundo representativo de las fuerzas que operan en la realidad (cada clase defiende sus propios intereses) y en el inconsciente de hombres y mujeres.
Un años antes de morir en La Jolla, Raymond Chandler dio a la imprenta (en 1958) la versión novelística de lo que había sido un guión no filmado: Playback. Allí, por primera vez en su trayectoria como personaje que también envejece, Philip Marlowe considera la posibilidad de casarse... con Linda Loring.
Muerta su esposa en 1954, que le llevaba 18 años de edad, Chandler sobrevivió a un intento de suicidio que antecedió a la elaboración de Playback. En un relato póstumo, The Poodle Springs Story, inconcluso (como la sinfonía de Schubert), Marlowe aparece casado con Linda Loring, aquella señorita de Los Ángeles con quien compartía los gimlets. Pero poco refulge esta última novela corta entre las obras mayores del inmortal Chandler.
El Philip Marlow que pervive es el detective solterón inmerso en una época que lo aplasta y ahoga. Como solitario representa la soledad del lector. Como investigador significa la mente inquisitiva del niño o del científico. Y como testigo de su tiempo hace referencia indirecta a la descomposición del poder en una sociedad en la que la hipocresía y la mentira parecen necesarias para sobrevivir.
Allí está, pues, el detective solterón que en las actuales circunstancias trágicas de nuestro tiempo no tiene interés ni tal vez posibilidad de perseguir un ideal amoroso. Su pasión está en la lucha, en la búsqueda pertinaz de la “verdad” y la dignidad.
Su descanso es el pelear, como decía el amigo de Sancho.
Esta característica del investigador privado –impensable en nuestro ámbito mexicano, donde no existe el Estado y, por tanto, el sistema de administración de la justicia es impredecible—, movido por la curiosidad ante lo desconocido, no quiere ser fiel a un propósito que rechace lo sentimental sino, sencillamente (otro adverbio terminado en mente), a una exigencia del género.
(Lo que se dice entre paréntesis suele ser un susurro: un “aquí entre nos” dirigido al lector—cómplice.)
“Un detective verdaderamente bueno nunca se casa”, estatuye Raymond Chandler, a riesgo de parecer misógino. Y se explica, tiene que explicarlo, nos debe una explicación: “El interés por lo amoroso casi siempre debilita la obra policiaca, pues introduce un tipo de suspenso que resulta antagónico con la lucha del detective por resolver el problema.” Se trata, pues, de razones técnicas del novelista que no quiere distraernos del primordial objetivo de su historia. Ya podemos nosotros inferir la infelicidad sexual de este tipo de investigador independiente (del Estado) o su contenida alegría en sus momentos de particular alborozo. Generalmente vive solo, tiene más de 40 años, fuma (en ese entonces el cigarro todavía no daba cáncer), bebe whisky, y la calidad de su deseo –a diferencia del cónyuge permanente— se mantiene al tiro: viva, fresca, ante la súbita o dilatada presencia de una mujer... ancha y ajena.
Todo esto lo podemos ver o intuir desde afuera sin que el narrador nos lo haga implícito, según nuestra proyección personal o nuestras necesidades imaginativas. Porque la sensualidad del detective se despliega sobre todo en el placer de la mente que desarma un misterio, en la concentración del analista profundo que va atando los cabos y componiendo el rostro de la “verdad”. La suya es la sensibilidad del investigador científico. La suya es la curiosidad del niño que juega. Y tal parece que es esta idea fija su motor y no tanto un afán de índole ética que lo impele a promover la justicia, salvar al débil, devengar el poco o el suficiente dinero que le pagan por sus servicios.
La California de los años 40 que pinta Chandler, Los Ángeles, la estación del ferrocarril de San Diego, el ambiente en que se desenvuelven sus criaturas relacionadas por distintas formas del poder (la riqueza, el lujo, la política institucional, la capacidad de intriga y la conspiración), la ternura con la que aparecen trazados algunos personajes mexicanos de Los Ángeles, nos acercan a un micromundo representativo de las fuerzas que operan en la realidad (cada clase defiende sus propios intereses) y en el inconsciente de hombres y mujeres.
Un años antes de morir en La Jolla, Raymond Chandler dio a la imprenta (en 1958) la versión novelística de lo que había sido un guión no filmado: Playback. Allí, por primera vez en su trayectoria como personaje que también envejece, Philip Marlowe considera la posibilidad de casarse... con Linda Loring.
Muerta su esposa en 1954, que le llevaba 18 años de edad, Chandler sobrevivió a un intento de suicidio que antecedió a la elaboración de Playback. En un relato póstumo, The Poodle Springs Story, inconcluso (como la sinfonía de Schubert), Marlowe aparece casado con Linda Loring, aquella señorita de Los Ángeles con quien compartía los gimlets. Pero poco refulge esta última novela corta entre las obras mayores del inmortal Chandler.
El Philip Marlow que pervive es el detective solterón inmerso en una época que lo aplasta y ahoga. Como solitario representa la soledad del lector. Como investigador significa la mente inquisitiva del niño o del científico. Y como testigo de su tiempo hace referencia indirecta a la descomposición del poder en una sociedad en la que la hipocresía y la mentira parecen necesarias para sobrevivir.
Allí está, pues, el detective solterón que en las actuales circunstancias trágicas de nuestro tiempo no tiene interés ni tal vez posibilidad de perseguir un ideal amoroso. Su pasión está en la lucha, en la búsqueda pertinaz de la “verdad” y la dignidad.
Su descanso es el pelear, como decía el amigo de Sancho.
Política de la novela
—Pobrecito, nunca ha entendido lo que es
la política.
—Sí, pero usted tampoco entiende lo que es
la literatura.
-Anónimo
No es un calificativo, el de política, suficientemente catalogado aún en las historias de la literatura; al menos, no está tan arraigado como el adjetivo que compone expresiones como “novela rosa”, “novela policiaca”, “novela histórica”. No se sabe a quién se le ocurrió un día ponerle color a las novelas, pero es un hecho que etiquetas como “novela rosa” o “novela negra” se han incorporado ya sin el menor cuestionamiento al catálogo de la crítica literaria o a los textos de uso didáctico. De la novela política no se habla mucho, tal vez porque puede parecer poco delicado y un tanto irrespetuoso insinuar con el adjetivo que se está calificando a una novela de panfletaria o, cuando menos, de vehículo en el que tratan de hacerse pasar de contrabando (escondidas entre las líneas) algunas ideas políticas.
Irwing Howe, en un ensayo muy estimado en los años sesenta, The politics and the novel, adelanta que la novela política es aquella en la que “predominan las ideas políticas y se construye un clima político, con la posibilidad de conseguir algún resultado en el plano crítico”.
Para los lectores de nuestro tiempo, nuestros contemporáneos, a unos años de que concluya este siglo, es muy posible que la novela política sea aquella en la que se explora una reflexión sobre el poder y sus perversiones en la sociedad política. Sea policiaco el esquema formal, sea histórico o satírico, a lo que nos invita el autor de una novela implícita o explícitamente política, es a una meditación sobre el poder y sus mecanismos, sobre la tragedia, los equívocos, las manipulaciones de un poder que, en última instancia, necesaria y ontológicamente, siempre es criminal. En la sustancia misma del Estado, desde los tiempos de Licurgo o de Julio César, pervive el germen de su criminalidad.
El adjetivo que por no se sabe qué manía clasificatoria o definitoria se ensarta a una novela podría ser, pues, una invención e los lectores y no tanto una categorización inapelable que los profesores de literatura esgrimen con fines didácticos.
La adjetivación es tan caprichosa como la que patrocinó un menú para bibliófilos (o bibliófagos) que querían a la carta una novela rosa, una novela histórica, una novela costumbrista, una novela psicológica, una novela de espionaje, una novela urbana, una novela policiaca, y a quienes ahora se les antoja –alucinados por una concepción antropológica, sociológica o periodística de la literatura— una novela como la que aquí nos convoca: la novela política.
Si en cierto momento del siglo XIX, hace poco más de cien años, Edgar Allan Poe articuló lo que más tarde habría de catalogarse como relato policiaco (y, por extensión, novela policiaca), lo cierto es que también inventó –como anota Jorge Luis Borges— un nuevo tipo de lectores: los lectores de novela policiaca. Siguiendo esta lógica borgeana –si es que se le puede llamar lógica a lo que no es sino una provocación nacida de la malicia literaria de Borges—, podríamos permitirnos la licencia de proponer, aquí y ahora, que en cierto modo nosotros los lectores somos los autores de los géneros novelísticos. El adjetivo calificativo, reductor y limitante, depende pues de la lectura que hagamos de una novela o de cualquier otra forma de la producción literaria.
El suspicaz lector del siglo XX bien podría dilucidar una intriga policiaca en la historia que se cuenta en Edipo rey, de Sófocles. Pero otro lector no menos malicioso también podría experimentar esa tragedia como una obra política, en la medida en que allí se dramatiza una toma individual e incestuosa del poder. Otro lector, o el mismo, con los lentes deformantes o microscópicos del politizado, podría asimismo ver en las tragedias históricas de Shakespeare una no disimulada reflexión del drama que es en sí mismo el poder, una sangrienta tragedia política –como en Ricardo III— donde aparentemente sólo se pone en escena el tema clásico de la ambición.
En los últimos años ha cobrado fuerza la sospecha de que en toda novela policiaca se pasa de contrabando una novela política, es decir: una reacción frente al poder; es decir: una crítica del sistema de injusticia imperante; es decir: una puesta en tela de juicio de la legitimidad misma de las instituciones: el Estado, la propiedad privada, el matrimonio, la familia, el Poder Judicial que siempre es Ejecutivo y que se confunde con el hampa (que es su par).
Novela política sería entonces la policiaca. Novela política sería asimismo la novela de espionaje, esa dilatada narrativa sobre lo policiaco transnacional.
Sin embargo, por mucho que nos seduzca la proposición de Borges, en el sentido de que nuestra lectura es la que hace el género de la novela, no es un secreto que se han escrito novelas explícita y descaradamente políticas, ficciones que se quieren políticas desde su planteamiento, su tema, sus personajes y su intención.
Los pasillos del poder, del británico C.P. Snow, desde su mismo título anuncia su campo de acción narrativa: la competencia por el poder en Londres, el rito de la abyección, la degradación humana que comporta el disfrute y el ejercicio del poder, de ese poder que en el viaje de la política se precipita o se convierte –para usar una metáfora procedente de la química— en la cocaína de los políticos.
Otro ámbito del quehacer político –más serio, más comprometido, más trágico— se indaga en La condición humana, de André Malraux: el destino del guerrero revolucionario, su relación con la muerte, la decisión del asesinato. “El que no ha matado es virgen.”
La lista no es infinita, pero resulta inabarcable en una recensión como la que aquí aventuramos. Piénsese sobre todo en El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez; El contexto, de Leonardo Sciascia; El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa; Los novios, de Alessandro Manzoni; Los virreyes, de Federico de Roberto; Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia. Y piénsese especialmente en Pedro Páramo, de nuestro querido e inolvidable Juan Rulfo, que acaso sin saberlo elaboró la meditación más profunda sobre el poder mexicano, es decir: sobre el presidencialismo. Y no se olvide, por supuesto, al más trabajador de esa materia impura que es la política: José Revueltas.
Es obvio que se me escapan muchísimos otros autores, pero la memoria es editora y seleccionadora, y el hecho mismo de recordar unos títulos y excluir otros habla de una sabiduría de la memoria colectiva que, como vuelve a decir nuestro querido Borges, va construyendo una biblioteca dispar.
la política.
—Sí, pero usted tampoco entiende lo que es
la literatura.
-Anónimo
No es un calificativo, el de política, suficientemente catalogado aún en las historias de la literatura; al menos, no está tan arraigado como el adjetivo que compone expresiones como “novela rosa”, “novela policiaca”, “novela histórica”. No se sabe a quién se le ocurrió un día ponerle color a las novelas, pero es un hecho que etiquetas como “novela rosa” o “novela negra” se han incorporado ya sin el menor cuestionamiento al catálogo de la crítica literaria o a los textos de uso didáctico. De la novela política no se habla mucho, tal vez porque puede parecer poco delicado y un tanto irrespetuoso insinuar con el adjetivo que se está calificando a una novela de panfletaria o, cuando menos, de vehículo en el que tratan de hacerse pasar de contrabando (escondidas entre las líneas) algunas ideas políticas.
Irwing Howe, en un ensayo muy estimado en los años sesenta, The politics and the novel, adelanta que la novela política es aquella en la que “predominan las ideas políticas y se construye un clima político, con la posibilidad de conseguir algún resultado en el plano crítico”.
Para los lectores de nuestro tiempo, nuestros contemporáneos, a unos años de que concluya este siglo, es muy posible que la novela política sea aquella en la que se explora una reflexión sobre el poder y sus perversiones en la sociedad política. Sea policiaco el esquema formal, sea histórico o satírico, a lo que nos invita el autor de una novela implícita o explícitamente política, es a una meditación sobre el poder y sus mecanismos, sobre la tragedia, los equívocos, las manipulaciones de un poder que, en última instancia, necesaria y ontológicamente, siempre es criminal. En la sustancia misma del Estado, desde los tiempos de Licurgo o de Julio César, pervive el germen de su criminalidad.
El adjetivo que por no se sabe qué manía clasificatoria o definitoria se ensarta a una novela podría ser, pues, una invención e los lectores y no tanto una categorización inapelable que los profesores de literatura esgrimen con fines didácticos.
La adjetivación es tan caprichosa como la que patrocinó un menú para bibliófilos (o bibliófagos) que querían a la carta una novela rosa, una novela histórica, una novela costumbrista, una novela psicológica, una novela de espionaje, una novela urbana, una novela policiaca, y a quienes ahora se les antoja –alucinados por una concepción antropológica, sociológica o periodística de la literatura— una novela como la que aquí nos convoca: la novela política.
Si en cierto momento del siglo XIX, hace poco más de cien años, Edgar Allan Poe articuló lo que más tarde habría de catalogarse como relato policiaco (y, por extensión, novela policiaca), lo cierto es que también inventó –como anota Jorge Luis Borges— un nuevo tipo de lectores: los lectores de novela policiaca. Siguiendo esta lógica borgeana –si es que se le puede llamar lógica a lo que no es sino una provocación nacida de la malicia literaria de Borges—, podríamos permitirnos la licencia de proponer, aquí y ahora, que en cierto modo nosotros los lectores somos los autores de los géneros novelísticos. El adjetivo calificativo, reductor y limitante, depende pues de la lectura que hagamos de una novela o de cualquier otra forma de la producción literaria.
El suspicaz lector del siglo XX bien podría dilucidar una intriga policiaca en la historia que se cuenta en Edipo rey, de Sófocles. Pero otro lector no menos malicioso también podría experimentar esa tragedia como una obra política, en la medida en que allí se dramatiza una toma individual e incestuosa del poder. Otro lector, o el mismo, con los lentes deformantes o microscópicos del politizado, podría asimismo ver en las tragedias históricas de Shakespeare una no disimulada reflexión del drama que es en sí mismo el poder, una sangrienta tragedia política –como en Ricardo III— donde aparentemente sólo se pone en escena el tema clásico de la ambición.
En los últimos años ha cobrado fuerza la sospecha de que en toda novela policiaca se pasa de contrabando una novela política, es decir: una reacción frente al poder; es decir: una crítica del sistema de injusticia imperante; es decir: una puesta en tela de juicio de la legitimidad misma de las instituciones: el Estado, la propiedad privada, el matrimonio, la familia, el Poder Judicial que siempre es Ejecutivo y que se confunde con el hampa (que es su par).
Novela política sería entonces la policiaca. Novela política sería asimismo la novela de espionaje, esa dilatada narrativa sobre lo policiaco transnacional.
Sin embargo, por mucho que nos seduzca la proposición de Borges, en el sentido de que nuestra lectura es la que hace el género de la novela, no es un secreto que se han escrito novelas explícita y descaradamente políticas, ficciones que se quieren políticas desde su planteamiento, su tema, sus personajes y su intención.
Los pasillos del poder, del británico C.P. Snow, desde su mismo título anuncia su campo de acción narrativa: la competencia por el poder en Londres, el rito de la abyección, la degradación humana que comporta el disfrute y el ejercicio del poder, de ese poder que en el viaje de la política se precipita o se convierte –para usar una metáfora procedente de la química— en la cocaína de los políticos.
Otro ámbito del quehacer político –más serio, más comprometido, más trágico— se indaga en La condición humana, de André Malraux: el destino del guerrero revolucionario, su relación con la muerte, la decisión del asesinato. “El que no ha matado es virgen.”
La lista no es infinita, pero resulta inabarcable en una recensión como la que aquí aventuramos. Piénsese sobre todo en El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez; El contexto, de Leonardo Sciascia; El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa; Los novios, de Alessandro Manzoni; Los virreyes, de Federico de Roberto; Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia. Y piénsese especialmente en Pedro Páramo, de nuestro querido e inolvidable Juan Rulfo, que acaso sin saberlo elaboró la meditación más profunda sobre el poder mexicano, es decir: sobre el presidencialismo. Y no se olvide, por supuesto, al más trabajador de esa materia impura que es la política: José Revueltas.
Es obvio que se me escapan muchísimos otros autores, pero la memoria es editora y seleccionadora, y el hecho mismo de recordar unos títulos y excluir otros habla de una sabiduría de la memoria colectiva que, como vuelve a decir nuestro querido Borges, va construyendo una biblioteca dispar.
Borges y la literatura policiaca
Borges intentó alguna vez el género policial, aunque no se sentía “demasiado orgulloso” de lo que había escrito. Tuvo siempre la sensación de haber llevado lo policiaco “a un terreno simbólico que no sé si cuadra”. Escribió “La muerte y la brújula” y un volumen de relatos compartiendo la autoría y el pseudónimo con Adolfo Bioy Casares: Cuentos de H. Bustos Domecq. (Bustos era el apellido materno del padre de Borges.)
Se sabe asimismo que Bioy y Borges concibieron y enlistaron los títulos que dieron cuerpo a la colección del Séptimo Círculo (de novelas policiacas) en la editorial Emecé de Buenos Aires.
Cuando en 1978 Borges dio aquella serie de conferencias en la Universidad de Belgrano, y que luego se reunieron en Borges oral, trató el tema del cuento judicial.
En su propia obra se había acercado al género, así fuera de forma simbólica, como solía decir, y utilizando hasta cierto punto el tono o el esquema convencional (o mejor: clásico) de la novela detectivesca.
Ilán Stavans ha reparado muy bien en esta irresistible tentación de Borges al acometer la confección de, por ejemplo, “El acercamiento a Almotásim” y “La muerte y la brújula”.
El primero “no es un relato detectivesco, pues el crimen jamás se soluciona; sí es un experimento exquisitamente planeado, pues la deducción intelectiva se compara al camino ascético de la revelación”, dice Stavans, y puntualiza:
“Algo parecido ocurre en ´La muerte y la brújula´: en vez de un trasfondo hermético, este relato está montado sobre un escenario filosófico: Eric Lonnrot, un detective, tiene un archienemigo, Red Scharlach, quien ha jurado asesinarlo. En una ciudad dada suceden tras asesinatos consecutivos, simétricos en tiempo y espacio”, de tal manera que el cuarto homicidio consecuente será en una cierta fecha en el único lugar de la rosa que falta: el Sur. Una especie de concepción geométrica –es decir, spinoziana— de fatalidad.
“Para crearse su propia mentira, la razón ha seguido los lineamientos estrictos de lo deductivo”, dice Stavans.
Pero lo que Borges tenía que decir sobre el género policiaco está más bien en su conferencia transcrita de Belgrano: dice allí que la novela policial no necesita defensa: “Leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden.”
Y es que en nuestro tiempo, piensa Borges, la literatura tiende a lo caótico. Es muy fácil hacer versos libres y antinovelas, intentar improvisaciones novedosas o superficiales. Sin embargo, en este caos “hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial, ya que no se entiende un cuento policial sin principio, sin medio y sin fin”.
Borges reivindica el valor y la dificultad de la trama y nos recuerda que se ha olvidado el origen intelectual del relato policial (un invento de Edgar Allan Poe).
Poe no sólo concibió, como quien imagina una operación matemática, el cuento policial: también creó un nuevo tipo de lector: el que bucea en el texto de ficción policiaca.
Podemos pensar –dice Borges— que los argumentos de Poe son tan tenues que parecen transparentes. Lo son para nosotros que ya los conocemos, pero no para los primeros lectores de ficciones policiales; no estaban educados como nosotros, no eran una invención de Poe como lo somos nosotros. Nosotros, al leer una novela policial, somos una invención de Edgar Allan Poe.
El primer detective en la historia de la literatura, el caballero Auguste Dupin, es también un invención de Poe en “Los crímenes de la Rue Morgue”, con el que Poe inaugura el misterio de la pieza cerrada con llave.
El narrador, degustando un bocadillo de la inteligencia, recorre en la noche las calles desiertas, empedradas y mojadas de París, acompañando a Auguste Dupin (en el que se desdobla) y en busca del infinito azul que sólo da una ciudad cuando duerme: la sensación al mismo tiempo de lo multitudinario y la soledad, que estimulan el pensamiento.
Se sabe asimismo que Bioy y Borges concibieron y enlistaron los títulos que dieron cuerpo a la colección del Séptimo Círculo (de novelas policiacas) en la editorial Emecé de Buenos Aires.
Cuando en 1978 Borges dio aquella serie de conferencias en la Universidad de Belgrano, y que luego se reunieron en Borges oral, trató el tema del cuento judicial.
En su propia obra se había acercado al género, así fuera de forma simbólica, como solía decir, y utilizando hasta cierto punto el tono o el esquema convencional (o mejor: clásico) de la novela detectivesca.
Ilán Stavans ha reparado muy bien en esta irresistible tentación de Borges al acometer la confección de, por ejemplo, “El acercamiento a Almotásim” y “La muerte y la brújula”.
El primero “no es un relato detectivesco, pues el crimen jamás se soluciona; sí es un experimento exquisitamente planeado, pues la deducción intelectiva se compara al camino ascético de la revelación”, dice Stavans, y puntualiza:
“Algo parecido ocurre en ´La muerte y la brújula´: en vez de un trasfondo hermético, este relato está montado sobre un escenario filosófico: Eric Lonnrot, un detective, tiene un archienemigo, Red Scharlach, quien ha jurado asesinarlo. En una ciudad dada suceden tras asesinatos consecutivos, simétricos en tiempo y espacio”, de tal manera que el cuarto homicidio consecuente será en una cierta fecha en el único lugar de la rosa que falta: el Sur. Una especie de concepción geométrica –es decir, spinoziana— de fatalidad.
“Para crearse su propia mentira, la razón ha seguido los lineamientos estrictos de lo deductivo”, dice Stavans.
Pero lo que Borges tenía que decir sobre el género policiaco está más bien en su conferencia transcrita de Belgrano: dice allí que la novela policial no necesita defensa: “Leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden.”
Y es que en nuestro tiempo, piensa Borges, la literatura tiende a lo caótico. Es muy fácil hacer versos libres y antinovelas, intentar improvisaciones novedosas o superficiales. Sin embargo, en este caos “hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial, ya que no se entiende un cuento policial sin principio, sin medio y sin fin”.
Borges reivindica el valor y la dificultad de la trama y nos recuerda que se ha olvidado el origen intelectual del relato policial (un invento de Edgar Allan Poe).
Poe no sólo concibió, como quien imagina una operación matemática, el cuento policial: también creó un nuevo tipo de lector: el que bucea en el texto de ficción policiaca.
Podemos pensar –dice Borges— que los argumentos de Poe son tan tenues que parecen transparentes. Lo son para nosotros que ya los conocemos, pero no para los primeros lectores de ficciones policiales; no estaban educados como nosotros, no eran una invención de Poe como lo somos nosotros. Nosotros, al leer una novela policial, somos una invención de Edgar Allan Poe.
El primer detective en la historia de la literatura, el caballero Auguste Dupin, es también un invención de Poe en “Los crímenes de la Rue Morgue”, con el que Poe inaugura el misterio de la pieza cerrada con llave.
El narrador, degustando un bocadillo de la inteligencia, recorre en la noche las calles desiertas, empedradas y mojadas de París, acompañando a Auguste Dupin (en el que se desdobla) y en busca del infinito azul que sólo da una ciudad cuando duerme: la sensación al mismo tiempo de lo multitudinario y la soledad, que estimulan el pensamiento.
La novela roja
Fiel a una absurda manía clasificadora, o académica, alguien quiso alguna vez ponerle color a las novelas. La novela “negra” es la que se empezó a conocer en Francia hacia 1946, apenas terminada la guerra, y no era otra que la novela policiaca norteamericana. El primer editor de la serie “negra” en la casa Gallimard fue Marcel Duhamel y su “Serie Noire” tuvo tanto pegue que pronto surgieron imitaciones: “Angle Noir”, en la editorial Arthaud; “Chat Noir”, en las ediciones de Cherdon; “Collection Noir Franco—Américaine”, en la editorial del Globe; la “Main Noir”, en Dumas, etcétera.
Según esta concepción editorial, la primera novela “negra” francesa –por aquello del componente criminal y norteamericano— fue Escupiré sobre sus tumbas, de “Vernon Sullivan”, es decir: Boris Vian. Al disimularse tras un pseudónimo, Boris Vian logró muy bien tomarles el pelo a los lectores franceses que, entre noviembre de 1946 y diciembre de 1947, compraron 500 mil ejemplares de esta novela cuya trama sucede en el sur de los Estados Unidos.
Prefabricó, pues, una novela negra, casi de receta. Parodió la forma y tuvo éxito. El adjetivo “noir” (negra) hizo furor y la imitación paso al otro lado de los Pirineos y en las editoriales de Barcelona dieron también por llamarle a la criminal “novela negra”. (Ya se sabe que a los españoles les encanta imitar todo lo que hacen los franceses, así como a los argentinos emular lo que conciben los italianos, y a los mexicanos todo lo que hacen los gringos.) Pero al pasar de España a México uno siente que el adjetivo “negra” es falso. No funciona. Parecería más lógico llamarle a la criminal mexicana “novela roja”.
La calificación es tan arbitraria como la que en Italia se usa para designar a las novelas “amarillas”, es decir, a las policiacas. Todo porque una vez la editorial Mondadori lanzó en una colección de canto amarillo los thrillers más famosos de los años cincuenta.
Pero en México asociamos más con el rojo la sangre y los hechos de sangre, cométanse por arma blanca o de fuego. Así, las páginas policiacas de los periódicos se reconocen como de “nota roja”. A nadie se le ocurriría decir que Fulano, el que cubre la fuente policiaca en un diario, es un estupendo redactor de “nota negra”.
Por otro lado, una novela como Por otra parte, la muerte, del norteamericano Richard Stevenson, resulta ser una novela policiaca gay. El detective, Donald Strachey, tiene su pareja y se conduce con toda naturalidad y dignidad mientras hace sus investigaciones. ¿Qué color habría que ponerle a este tipo de novela? ¿Lila?
En todo caso imaginemos que viene ya gestándose la novela roja mexicana. Dentro de unos años, hacia finales del siglo y principios del XXI, los historiadores de la literatura escribirán sobre la “novela roja mexicana” de los años noventa.
La novela roja sería hiperrealista, es decir: imitaría en lo posible la dimensión trágica de la realidad, competiría con ella, y tendría como característica fundamental la no solución del misterio.
Llevaría títulos como Personas desaparecidas, El autor intelectual, Cárceles clandestinas, La reina de las pruebas.
En la novela roja mexicana nunca se encontraría al culpable: el que la hace nunca la paga, sobre todo si pertenece directa o indirectamente a la clase gobernante o a una de las corporaciones policiacas. En la novela roja mexicana tener poder equivaldría a tener impunidad. Pero por encima de todas las cosas, la regla de oro de la novela roja mexicana sería que nunca se hiciera justicia: la novela de la impunidad.
En la novela roja habría una identidad intercambiable entre policías y delincuentes. O mejor: los criminales serían los policías y no habría nadie que los persiguiera porque el hampa misma estaría en la administración de la justicia –como en M, la película de Fritz Lang—, desde las primeras instancias del Poder Ejecutivo (los policías y sus madrinas) y del Judicial hasta la Suprema Corte de Justicia.
Este hiperrealismo como el de los murales de Los Ángeles, California, que son más reales y realistas que su modelo, obligaría a los novelistas rojos a llamarles a las cosas y a los hombres y a las mujeres por su verdadero nombre. No cometerían ellos la prudencia de Luis Spota de no llamarles a las personas por sus nombres, ni a las ciudades, ni a Los Pinos (la casa presidencial), ni a los funcionarios.
“Spota no se atrevía a ponerle nombre propio a los personajes”, había dicho una vez Vicente Leñero, y se preguntaba en aquel entonces:
¿Qué sucedería si esta novelística política toma el toro por los cuernos y empiezan a hablarnos de los personajes reales y tal como son? [...] ¿Qué pasaría si en lugar de inventar un nombre para el presidente del partido oficial, que en la novela se puede llamar Bok, esa novela hablara de un partido oficial que se llama PRI y del jefe del partido que se llama Luis Donaldo Colosio? [...] ¿Qué pasaría si nosotros los novelistas empezamos a tomar la realidad como tema de las novelas y ya sin abstracciones, ya sin simulaciones, ya sin derivaciones (que son, por supuesto, legítimas, pero no suficientemente valientes, digámoslos así), acometiéramos la realidad mexicana con su propio nombre?
POST SCRIPTUM
¿Tendríamos también que hablar de “Máscara roja”?
Según esta concepción editorial, la primera novela “negra” francesa –por aquello del componente criminal y norteamericano— fue Escupiré sobre sus tumbas, de “Vernon Sullivan”, es decir: Boris Vian. Al disimularse tras un pseudónimo, Boris Vian logró muy bien tomarles el pelo a los lectores franceses que, entre noviembre de 1946 y diciembre de 1947, compraron 500 mil ejemplares de esta novela cuya trama sucede en el sur de los Estados Unidos.
Prefabricó, pues, una novela negra, casi de receta. Parodió la forma y tuvo éxito. El adjetivo “noir” (negra) hizo furor y la imitación paso al otro lado de los Pirineos y en las editoriales de Barcelona dieron también por llamarle a la criminal “novela negra”. (Ya se sabe que a los españoles les encanta imitar todo lo que hacen los franceses, así como a los argentinos emular lo que conciben los italianos, y a los mexicanos todo lo que hacen los gringos.) Pero al pasar de España a México uno siente que el adjetivo “negra” es falso. No funciona. Parecería más lógico llamarle a la criminal mexicana “novela roja”.
La calificación es tan arbitraria como la que en Italia se usa para designar a las novelas “amarillas”, es decir, a las policiacas. Todo porque una vez la editorial Mondadori lanzó en una colección de canto amarillo los thrillers más famosos de los años cincuenta.
Pero en México asociamos más con el rojo la sangre y los hechos de sangre, cométanse por arma blanca o de fuego. Así, las páginas policiacas de los periódicos se reconocen como de “nota roja”. A nadie se le ocurriría decir que Fulano, el que cubre la fuente policiaca en un diario, es un estupendo redactor de “nota negra”.
Por otro lado, una novela como Por otra parte, la muerte, del norteamericano Richard Stevenson, resulta ser una novela policiaca gay. El detective, Donald Strachey, tiene su pareja y se conduce con toda naturalidad y dignidad mientras hace sus investigaciones. ¿Qué color habría que ponerle a este tipo de novela? ¿Lila?
En todo caso imaginemos que viene ya gestándose la novela roja mexicana. Dentro de unos años, hacia finales del siglo y principios del XXI, los historiadores de la literatura escribirán sobre la “novela roja mexicana” de los años noventa.
La novela roja sería hiperrealista, es decir: imitaría en lo posible la dimensión trágica de la realidad, competiría con ella, y tendría como característica fundamental la no solución del misterio.
Llevaría títulos como Personas desaparecidas, El autor intelectual, Cárceles clandestinas, La reina de las pruebas.
En la novela roja mexicana nunca se encontraría al culpable: el que la hace nunca la paga, sobre todo si pertenece directa o indirectamente a la clase gobernante o a una de las corporaciones policiacas. En la novela roja mexicana tener poder equivaldría a tener impunidad. Pero por encima de todas las cosas, la regla de oro de la novela roja mexicana sería que nunca se hiciera justicia: la novela de la impunidad.
En la novela roja habría una identidad intercambiable entre policías y delincuentes. O mejor: los criminales serían los policías y no habría nadie que los persiguiera porque el hampa misma estaría en la administración de la justicia –como en M, la película de Fritz Lang—, desde las primeras instancias del Poder Ejecutivo (los policías y sus madrinas) y del Judicial hasta la Suprema Corte de Justicia.
Este hiperrealismo como el de los murales de Los Ángeles, California, que son más reales y realistas que su modelo, obligaría a los novelistas rojos a llamarles a las cosas y a los hombres y a las mujeres por su verdadero nombre. No cometerían ellos la prudencia de Luis Spota de no llamarles a las personas por sus nombres, ni a las ciudades, ni a Los Pinos (la casa presidencial), ni a los funcionarios.
“Spota no se atrevía a ponerle nombre propio a los personajes”, había dicho una vez Vicente Leñero, y se preguntaba en aquel entonces:
¿Qué sucedería si esta novelística política toma el toro por los cuernos y empiezan a hablarnos de los personajes reales y tal como son? [...] ¿Qué pasaría si en lugar de inventar un nombre para el presidente del partido oficial, que en la novela se puede llamar Bok, esa novela hablara de un partido oficial que se llama PRI y del jefe del partido que se llama Luis Donaldo Colosio? [...] ¿Qué pasaría si nosotros los novelistas empezamos a tomar la realidad como tema de las novelas y ya sin abstracciones, ya sin simulaciones, ya sin derivaciones (que son, por supuesto, legítimas, pero no suficientemente valientes, digámoslos así), acometiéramos la realidad mexicana con su propio nombre?
POST SCRIPTUM
¿Tendríamos también que hablar de “Máscara roja”?
A sangre fría
Cuando a Truman Capote se le ocurrió que el periodismo podría ser otro de los géneros literarios tuvo la inmediata tentación de escribir una novela periodística que tuviera la verosimilitud de los hechos, la inmediatez del cine, la profundidad y la libertad de la prosa, la precisión de la poesía.
Entre los 35 y los 42 años de edad –entre 1959 y 1966— Capote se concentró en la investigación de un enigmático y múltiple homicidio que tuvo lugar en un pueblo del estado de Kansas, crimen presumiblemente sin ningún motivo, sin móvil, como si pudiera haber crimen gratuito. El resultado fue un reportaje novelado, una novela “sin ficción” en la que el autor desaparecía –ni se insinuaba ni brillaba por su ausencia—, contada toda desde la distante perspectiva de una tercera persona implacable y despiadada: A sangre fría.
Si bien es cierto que Truman Capote reivindicó el realismo y fundió la novela y el reportaje en un solo género, hay quienes piensan que la suya no fue sino otra novela realista y que la distancia que se sigue dando entre el periodismo y la literatura es la misma que se tiende entre la información y la imaginación. En última instancia toda historia, por real que sea: una autobiografía, por ejemplo, un hecho histórico –es decir, cualquier acontecimiento ajeno—, es ficción para los demás, y de los equívocos que procrea la lectura se encargan las trampas y los juegos de la memoria.
Con esta gran obra maestra (su “pequeña” obra maestra sería “Ataúdes labrados a mano”) Capote da un salto cualitativo en la historia de la novela policiaca o de ambiente judicial. La exprime, la lleva hasta sus últimas consecuencias, en términos estéticos, de intensidad y belleza.
Desde las primeras páginas el lector sabe quiénes son los asesinos –Dick Hickock y Perry Smith— y las víctimas –los Clutter y sus dos hijos, una muchacha y un muchacho— y se entrega a conocer los pormenores de una muerte anunciada desde la primera página. La aportación de Capote, su gesto literario como escritor, su contribución al debate imaginativo (como dice Colin White), es hacerle ver a quien lo lea que la literatura no es algo ajeno a la vida de todos los días, que cualquiera, así sea como lector, puede incorporar a su cotidianidad la experiencia del quehacer literario, y que esa realidad sólo despreciada por la estupidez es la única que cuenta.
Una decisión de escritor es la de colocar los hechos en el orden progresivo en que aparecen los tramos narrativos. Otra capacidad es la de conmover sin emitir ni insinuar juicios, la de hacer ver cómo la vida de Perry Smith –un joven treintón que tenía el cuerpo y las piernas cortas como de jockey, un constante chupador de aspirinas y bebedor insaciable de root beer –había sido una sucesión patética de espejismos.
La destreza, la elegancia, la malicia propiamente literaria de Capote se despliega al más alto grado de intensidad dramática cuando, en el trayecto de Las Vegas (donde fueron aprehendidos los homicidas) a Kansas City, a toda velocidad en un chevrolet, Perry Smith, esposado, junto al detective que lo detesta pero e tiene que encenderle el cigarrillo para poder escucharlo, en medio del desierto y de la noche, va contando cómo entraron él y Dick en la casa de los Clutter para saquear una caja fuerte inexistente y mataron a cuchilladas y escopetazos a toda la familia, “sin ningún motivo”.
Para bien o parra mal, la novela no es criminología ni medicina forense ni psicología y los detalles que circundan al asesinato inmotivado (que no existe si se atiende a los impulsos inconscientes) quedan de lado en A sangre fría. En manos de Capote los hechos hablan por sí mismos. El infierno de todos –el horror de las víctimas en los últimos instantes de la vida, la abismal soledad de los condenados a muerte, el transcurso ocioso de una vida que no comprendieron— puede comunicarse al lector cuando en toda la operación literaria hay la mano de un genio.
Capote sí tuvo la impresión de que había inventado algo nuevo, la refundición de lo novelesco y lo reporteril, y que había reelaborado de tal manera (y repetidas veces, como los alquimistas o los panaderos) esa masa informativa del periodismo hasta trocarla en algo que, como decía Henry James, corresponde a la demencia del arte.
La plasticidad magistral, por otra parte, de “Ataúdes labrados a mano”, el relato incluido en Música para camaleones, es el colmo ya de la perfección narrativa. Los asesinatos en serie (una pareja de ancianos que muere mordida por nueve víboras inyectadas con anfetaminas, el viejo gastrítico que ingiere de su botella de Melox Plus una buena ración de nicotina líquida y mortal, el ranchero que no ve rodar su cabeza cortada por un hilo invisible y de acero tendido entre dos árboles y a la altura de su cuello mientras navega en su boogy) sólo conducen al misterio y, aunque el lector se dé muy bien cuenta de quién es el imaginativo asesino que regala a sus próximas víctimas un estuchito en forma de ataúd con una fotografía de ellas dentro, el crimen no logra probarse nunca.
Más sabio que la tramposa criminología, más sugerente que la esquemática psicología, más humilde que los enunciados de la proposición sociológica, el discurso de esta novela criminal a veces se ríe de sí mismo y no cree en una verdad posible: cree en la demencia de la escritura, en la amarga ironía.
Entre los 35 y los 42 años de edad –entre 1959 y 1966— Capote se concentró en la investigación de un enigmático y múltiple homicidio que tuvo lugar en un pueblo del estado de Kansas, crimen presumiblemente sin ningún motivo, sin móvil, como si pudiera haber crimen gratuito. El resultado fue un reportaje novelado, una novela “sin ficción” en la que el autor desaparecía –ni se insinuaba ni brillaba por su ausencia—, contada toda desde la distante perspectiva de una tercera persona implacable y despiadada: A sangre fría.
Si bien es cierto que Truman Capote reivindicó el realismo y fundió la novela y el reportaje en un solo género, hay quienes piensan que la suya no fue sino otra novela realista y que la distancia que se sigue dando entre el periodismo y la literatura es la misma que se tiende entre la información y la imaginación. En última instancia toda historia, por real que sea: una autobiografía, por ejemplo, un hecho histórico –es decir, cualquier acontecimiento ajeno—, es ficción para los demás, y de los equívocos que procrea la lectura se encargan las trampas y los juegos de la memoria.
Con esta gran obra maestra (su “pequeña” obra maestra sería “Ataúdes labrados a mano”) Capote da un salto cualitativo en la historia de la novela policiaca o de ambiente judicial. La exprime, la lleva hasta sus últimas consecuencias, en términos estéticos, de intensidad y belleza.
Desde las primeras páginas el lector sabe quiénes son los asesinos –Dick Hickock y Perry Smith— y las víctimas –los Clutter y sus dos hijos, una muchacha y un muchacho— y se entrega a conocer los pormenores de una muerte anunciada desde la primera página. La aportación de Capote, su gesto literario como escritor, su contribución al debate imaginativo (como dice Colin White), es hacerle ver a quien lo lea que la literatura no es algo ajeno a la vida de todos los días, que cualquiera, así sea como lector, puede incorporar a su cotidianidad la experiencia del quehacer literario, y que esa realidad sólo despreciada por la estupidez es la única que cuenta.
Una decisión de escritor es la de colocar los hechos en el orden progresivo en que aparecen los tramos narrativos. Otra capacidad es la de conmover sin emitir ni insinuar juicios, la de hacer ver cómo la vida de Perry Smith –un joven treintón que tenía el cuerpo y las piernas cortas como de jockey, un constante chupador de aspirinas y bebedor insaciable de root beer –había sido una sucesión patética de espejismos.
La destreza, la elegancia, la malicia propiamente literaria de Capote se despliega al más alto grado de intensidad dramática cuando, en el trayecto de Las Vegas (donde fueron aprehendidos los homicidas) a Kansas City, a toda velocidad en un chevrolet, Perry Smith, esposado, junto al detective que lo detesta pero e tiene que encenderle el cigarrillo para poder escucharlo, en medio del desierto y de la noche, va contando cómo entraron él y Dick en la casa de los Clutter para saquear una caja fuerte inexistente y mataron a cuchilladas y escopetazos a toda la familia, “sin ningún motivo”.
Para bien o parra mal, la novela no es criminología ni medicina forense ni psicología y los detalles que circundan al asesinato inmotivado (que no existe si se atiende a los impulsos inconscientes) quedan de lado en A sangre fría. En manos de Capote los hechos hablan por sí mismos. El infierno de todos –el horror de las víctimas en los últimos instantes de la vida, la abismal soledad de los condenados a muerte, el transcurso ocioso de una vida que no comprendieron— puede comunicarse al lector cuando en toda la operación literaria hay la mano de un genio.
Capote sí tuvo la impresión de que había inventado algo nuevo, la refundición de lo novelesco y lo reporteril, y que había reelaborado de tal manera (y repetidas veces, como los alquimistas o los panaderos) esa masa informativa del periodismo hasta trocarla en algo que, como decía Henry James, corresponde a la demencia del arte.
La plasticidad magistral, por otra parte, de “Ataúdes labrados a mano”, el relato incluido en Música para camaleones, es el colmo ya de la perfección narrativa. Los asesinatos en serie (una pareja de ancianos que muere mordida por nueve víboras inyectadas con anfetaminas, el viejo gastrítico que ingiere de su botella de Melox Plus una buena ración de nicotina líquida y mortal, el ranchero que no ve rodar su cabeza cortada por un hilo invisible y de acero tendido entre dos árboles y a la altura de su cuello mientras navega en su boogy) sólo conducen al misterio y, aunque el lector se dé muy bien cuenta de quién es el imaginativo asesino que regala a sus próximas víctimas un estuchito en forma de ataúd con una fotografía de ellas dentro, el crimen no logra probarse nunca.
Más sabio que la tramposa criminología, más sugerente que la esquemática psicología, más humilde que los enunciados de la proposición sociológica, el discurso de esta novela criminal a veces se ríe de sí mismo y no cree en una verdad posible: cree en la demencia de la escritura, en la amarga ironía.
Justicia Highsmith
Lo que distinguía a la enorme Patricia Highsmith, que falleció el sábado 3 de febrero de 1995 en Locarno, era su capacidad de construir una atmósfera: el ambiente, la tensión de la trama, el don de establecer el miedo en el lector, el poder de un personaje para imponerse sobre otro y someterlo. Como en las obras de Harold Pinter. Más que una novelista “policiaca” era un novelista a secas, en el más serio sentido de l apalabra. O como bien lo dice Rosa Montero: “Fue enmarcada como autora de novela negra, pero el crimen era sólo una excusa para arrancar las múltiples capas de cebolla que cubren los móviles, que era su verdadero tema.” ¿Qué hubiera pensado del asesinato de Luis Donaldo Colosio? ¿Qué pensaría del homicidio de Manuel Buendía y, sobre todo, acerca de su investigación?
Si en última instancia la justicia viene a ser el tema nuclear de toda novela policiaca, hágase o no por un juez o por una fuerza divina, deus ex machina, lo cierto es que al lector le tiene sin cuidado que triunfe el bien o el mal. A veces es más verosímil, más realista, y más frecuente, que no se haga justicia. (Piénsese en nuestros recientes crímenes políticos.) Por eso para la sensacional escritora texana no había dudas sobre este principio de realidad: “La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia.”
Con esta cuchillada conceptual, Patricia Highsmith ponía momentáneamente en entredicho, y acaso sin intención, la razón misma de escribir de algunos novelistas, como Alessandro Manzoni, para quienes la literatura narrativa no tiene sentido si no se indaga con ella el tema de la justicia.
La anotación de la Highsmith comportaba, sin embargo, un saludable cinismo o acaso una suave ironía. No es ocioso insistir en que la relación entre la realidad y la ley –el país real y el país legal, el derecho a la justicia penal real— es ilusoria, sobre todo en un país donde más que un derecho penal de leyes escritas predomina un derecho consuetudinario de sobornos e influencias y un poder policiaco que ya no controlan los “procuradores”. Queda a voluntad del gobernante (en un sistema presidencialista anacrónico y perverso, como el mexicano) que se haga o no justicia, que entre en funcionamiento o no el aparato de la justicia, puesto que el Ministerio Público sigue siendo un empleado a las órdenes del Poder Ejecutivo.
Ese interés del público por la justicia es lo que conduce a la lectura de novelas policias, como las de Patricia Highsmith, aunque al mismo tiempo al lector “le gusta la brutalidad”, la sangre, y disfrutar el discurrir obsesivo de una mente asesina.
La autora de Extraños en un tren, A pleno sol (que en el cine reelaboró René Clement con Alain Delon), El temblor de la falsificación, Mar de fondo, La celda de cristal, El grito de la lechuza, Un juego para los vivos (que sucede en México y que escribió aquí en 1958) intentaba compartir con el lector cuál y cómo fue su experiencia al concebir y realizar algunas de sus novelas (para Sergio Pitol una de sus mejores es Rescate por un perro), y por eso escribió Suspense: cómo se escribe una novela de intriga (Anagrama, Barcelona, 1988).
Hay que partir de una idea original, un germen, como por ejemplo: “Dos personas desconocidas se encuentran en un tren y se ponen de acuerdo en asesinar a sus enemigos mutuos, lo cual les proporciona una coartada perfecta.” Desde allí la historia empieza a caminar hacia el vértigo del asesinato. Patricia Highsmith creía en la gota diaria, en el ladrillo sobre ladrillo que se va pegando todos los días hasta erigir la barda de la novela (cosa que no se puede hacer con el cuento que, como dice García Márquez, se parece más bien al vaciado en concreto). “Un libro es en realidad un proceso largo y continuo que, idealmente, sólo debería interrumpirse por el sueño.”
“Un libro experimenta un cambio cuando uno (o una) ya lleva escritas tres cuartas partes”, pensaba Patricia Highsmith y aludía así a lo que sería la calidad de una concentración continuada y sostenida. Al cabo de las semanas y los meses, el proceso mismo de la escritura desemboca en un tipo de concentración distinto al que se intentó y consiguió el primer día de trabajo. La novelista hablaba del valor de la reescritura, de la conveniencia de dejar dormir unos meses el primer borrador y después retomarlo. Advertía asimismo contra los engaños de la información (que conspira contra la imaginación) como si los hechos mismos de la realidad fueran anticonceptivos literarios.
La historia más apasionante que te cuenta una amiga, con el fatal comentario “Sé que tú puedes escribir un relato magnífico partiendo de esto”, es casi seguro que no valdrá nada para el escritor. Si es un relato, ya lo es. No necesita la imaginación de un escritor, cuya imaginación y cerebro lo rechazan artísticamente, del mismo modo que su carne rechazaría un injerto de carne ajena.
Esto decía Highsmith y recordaba una anécdota de Henry James: “Cuando un amigo empezó a contarle una historia, Henry James lo calló al cabo de unas cuantas palabras. Ya había oído bastante y prefería dejar el resto a su imaginación.”
Es obvio que la Pinter de la novela policiaca dice lo suyo en la tradición de los novelistas que conciben a la novela como la construcción de una historia e incluso de un drama, a la manera de los dramaturgos y los autores policiacos –atendiendo a lo implícito, al subtexto, a lo meramente insinuado—, y en nada se refiere a la legalidad de otras formas novelísticas como la de la novela electrónica que se sustenta no en la sabia interrelación de los personajes y la verosimilitud de un argumento sino en la acumulación exhaustiva de datos históricos, el trabajo con fichas y el espejismo de la procesadora.
Al confeccionar sus novelas policiacas sin solución (como en la realidad mexicana: al autor intelectual de un crimen nunca se le consigna porque o bien es hijo de un secretario de Estado o no se le puede probar la relación con el asesino material, o el caso del homicidio por negligencia en el que frecuentemente caen los anestesiólogos y los médicos), lo que crea es una atmósfera, un clima, un ambiente que una vez conseguido, preludia el corte súbito: el final de la novela en cuanto se construye el personaje y se redondea la situación.
“Si alguien quiere ser escritor –y exponer al escrutinio público sus emociones, sus peculiaridades personales y su actitud ante la vida—, debe ante todo escribir bien; ése es su primer compromiso.”
Si va a ampliar su visión o la experiencia que el lector tiene del mundo, tiene que hacerse del oficio pero no sólo (si va a escribir de asesinos y víctimas) describir la crueldad y la sangre. Deberá mostrar también interés por la justicia o su ausencia en el mundo, dice Patricia Highsmith, y sus personajes inventados tienen que parecer de a de veras.
Si en última instancia la justicia viene a ser el tema nuclear de toda novela policiaca, hágase o no por un juez o por una fuerza divina, deus ex machina, lo cierto es que al lector le tiene sin cuidado que triunfe el bien o el mal. A veces es más verosímil, más realista, y más frecuente, que no se haga justicia. (Piénsese en nuestros recientes crímenes políticos.) Por eso para la sensacional escritora texana no había dudas sobre este principio de realidad: “La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia.”
Con esta cuchillada conceptual, Patricia Highsmith ponía momentáneamente en entredicho, y acaso sin intención, la razón misma de escribir de algunos novelistas, como Alessandro Manzoni, para quienes la literatura narrativa no tiene sentido si no se indaga con ella el tema de la justicia.
La anotación de la Highsmith comportaba, sin embargo, un saludable cinismo o acaso una suave ironía. No es ocioso insistir en que la relación entre la realidad y la ley –el país real y el país legal, el derecho a la justicia penal real— es ilusoria, sobre todo en un país donde más que un derecho penal de leyes escritas predomina un derecho consuetudinario de sobornos e influencias y un poder policiaco que ya no controlan los “procuradores”. Queda a voluntad del gobernante (en un sistema presidencialista anacrónico y perverso, como el mexicano) que se haga o no justicia, que entre en funcionamiento o no el aparato de la justicia, puesto que el Ministerio Público sigue siendo un empleado a las órdenes del Poder Ejecutivo.
Ese interés del público por la justicia es lo que conduce a la lectura de novelas policias, como las de Patricia Highsmith, aunque al mismo tiempo al lector “le gusta la brutalidad”, la sangre, y disfrutar el discurrir obsesivo de una mente asesina.
La autora de Extraños en un tren, A pleno sol (que en el cine reelaboró René Clement con Alain Delon), El temblor de la falsificación, Mar de fondo, La celda de cristal, El grito de la lechuza, Un juego para los vivos (que sucede en México y que escribió aquí en 1958) intentaba compartir con el lector cuál y cómo fue su experiencia al concebir y realizar algunas de sus novelas (para Sergio Pitol una de sus mejores es Rescate por un perro), y por eso escribió Suspense: cómo se escribe una novela de intriga (Anagrama, Barcelona, 1988).
Hay que partir de una idea original, un germen, como por ejemplo: “Dos personas desconocidas se encuentran en un tren y se ponen de acuerdo en asesinar a sus enemigos mutuos, lo cual les proporciona una coartada perfecta.” Desde allí la historia empieza a caminar hacia el vértigo del asesinato. Patricia Highsmith creía en la gota diaria, en el ladrillo sobre ladrillo que se va pegando todos los días hasta erigir la barda de la novela (cosa que no se puede hacer con el cuento que, como dice García Márquez, se parece más bien al vaciado en concreto). “Un libro es en realidad un proceso largo y continuo que, idealmente, sólo debería interrumpirse por el sueño.”
“Un libro experimenta un cambio cuando uno (o una) ya lleva escritas tres cuartas partes”, pensaba Patricia Highsmith y aludía así a lo que sería la calidad de una concentración continuada y sostenida. Al cabo de las semanas y los meses, el proceso mismo de la escritura desemboca en un tipo de concentración distinto al que se intentó y consiguió el primer día de trabajo. La novelista hablaba del valor de la reescritura, de la conveniencia de dejar dormir unos meses el primer borrador y después retomarlo. Advertía asimismo contra los engaños de la información (que conspira contra la imaginación) como si los hechos mismos de la realidad fueran anticonceptivos literarios.
La historia más apasionante que te cuenta una amiga, con el fatal comentario “Sé que tú puedes escribir un relato magnífico partiendo de esto”, es casi seguro que no valdrá nada para el escritor. Si es un relato, ya lo es. No necesita la imaginación de un escritor, cuya imaginación y cerebro lo rechazan artísticamente, del mismo modo que su carne rechazaría un injerto de carne ajena.
Esto decía Highsmith y recordaba una anécdota de Henry James: “Cuando un amigo empezó a contarle una historia, Henry James lo calló al cabo de unas cuantas palabras. Ya había oído bastante y prefería dejar el resto a su imaginación.”
Es obvio que la Pinter de la novela policiaca dice lo suyo en la tradición de los novelistas que conciben a la novela como la construcción de una historia e incluso de un drama, a la manera de los dramaturgos y los autores policiacos –atendiendo a lo implícito, al subtexto, a lo meramente insinuado—, y en nada se refiere a la legalidad de otras formas novelísticas como la de la novela electrónica que se sustenta no en la sabia interrelación de los personajes y la verosimilitud de un argumento sino en la acumulación exhaustiva de datos históricos, el trabajo con fichas y el espejismo de la procesadora.
Al confeccionar sus novelas policiacas sin solución (como en la realidad mexicana: al autor intelectual de un crimen nunca se le consigna porque o bien es hijo de un secretario de Estado o no se le puede probar la relación con el asesino material, o el caso del homicidio por negligencia en el que frecuentemente caen los anestesiólogos y los médicos), lo que crea es una atmósfera, un clima, un ambiente que una vez conseguido, preludia el corte súbito: el final de la novela en cuanto se construye el personaje y se redondea la situación.
“Si alguien quiere ser escritor –y exponer al escrutinio público sus emociones, sus peculiaridades personales y su actitud ante la vida—, debe ante todo escribir bien; ése es su primer compromiso.”
Si va a ampliar su visión o la experiencia que el lector tiene del mundo, tiene que hacerse del oficio pero no sólo (si va a escribir de asesinos y víctimas) describir la crueldad y la sangre. Deberá mostrar también interés por la justicia o su ausencia en el mundo, dice Patricia Highsmith, y sus personajes inventados tienen que parecer de a de veras.
Y desapareció como un puño cuando se abre la mano
En El halcón maltés, de Dashiell Hammett, los personajes no penden como títeres de la tensa cuerda tendida a lo largo de la trama. Tienen otra dimensión, más humana, menos acartonada, más dramática. La motivación de un personaje como Sam Spade consiste en encontrar al asesino de Miles Archer, su colega en la oficina de detectives privados que tienen en San Francisco. Ése es su impulso: se trata de una cuestión de principio y el hecho de que Spade ande con la mujer de Archer pertenece a otro orden moral –el de las relaciones periféricas— y no cuenta.
Si Dashiell Hammett –que conocía bien el oficio de investigador porque trabajó durante los años 20 en la agencia Pinkerton— aportó al género policiaco la dimensión psicológica y estética de que carecía fue porque antes que un “autor policiaco” era un novelista a secas. Podría pensarse, desde la perspectiva de nuestro tiempo mexicano, que en el fondo era un maniático de la ética y que por tanto su protagonista, su alter ego, Sam Spade, actuaba en consecuencia.
Más que una idea de la venganza, en un tramo final de la novela se esboza un sentido de la justicia o de la solidaridad cuyo texto podría colocarse a la entrada de todas las agrupaciones de periodistas: “Cuando a uno le matan a su socio se supone que hay que hacer algo al respecto. No tiene importancia la opinión que uno tenga de él. Era tu colega y se supone que debes hacer algo (He was your partner and you´re supposed to do something about it).” Con estas líneas quiere explicarle a Brigid O´Shaughnessy por qué, a pesar de que tal vez la ame, no puede dejarla escapar.
En una escena anterior, en el capítulo VII, Hammett ya había puesto a los dos personajes en interlocución. Mientras esperan a que vuelva Cairo con el enigmático pájaro negro, Sam Spade empieza a contarle una historia a Brigid que aparentemente no tiene nada que ver con su situación en ese momento. Es una bonita historia, un cuento dentro de la novela: Un hombre llamado Flitcraft salió un día de sus oficinas en Tacoma y nunca se volvió a saber de él. Su esposa y sus hijos nunca volvieron a verlo. Cuando Spade se encontraba en Seattle trabajando para una de las grandes agencias de detectives en 1927 le encargaron que buscara a Flitcraft: lo encontró en Spokane. Ya habían transcurrido siete años de su desaparición.
El señor Flitcraft le explicó a Spade que una mañana pasó delante de un edificio en demolición del que sólo quedaba el esqueleto y que de pronto, desde unos diez pisos de altura, cayó, rozándole, una viga. “Sintió como si alguien hubiera alzado la tapa que recubre la vida, permitiéndole ver su mecanismo.”
El mecanismo de su fragilidad.
La vida que conocía era un asunto limpio, ordenado, cuerdo, responsable. Ahora, una viga despendida le demostraba que la vida no era fundamentalmente ninguna de esas cosas. Él, el buen ciudadano, el buen esposo, el buen padre, podía ser borrado del mundo entre su oficina y el restaurante, merced a la interpolación de una viga desprendida. Comprendió entonces que los hombres morían por azar y vivían sólo mientras la ciega casualidad los respetaba.
Sintió que vivía en desacuerdo con la vida. Y que nunca volvería a conocer la paz hasta no haber ajustado u conducta a ese nuevo vislumbre de la esencia de la vida. “Su vida podía concluir por el azar de una viga caída: él cambiaría su vida por el azar de una mera huida.”
El párrafo ilustra lo que otro autor, Marshall Berman, piensa en Todo lo sólido se desvanece en el aire: quienes están más felices en sus casas pueden ser los más vulnerables a los demonios que los rondan; la rutina cotidiana de los parques y las bicicletas, las compras, las comidas y las limpiezas, los abrazos y los besos habituales, puede ser no sólo infinitamente gozosa y bella sino también infinitamente precaria y frágil, pero “mantener esta vida puede costar luchas desesperadas y heroicas, y a veces perdemos”.
Pero lo que más le intrigaba a Brigid en el curso de su conversación con Sam Spade, en aquella primera escena de El halcón maltés, era el sentido de la historia: a cuento de qué venía. “Brigid lo escuchaba, evidentemente más sorprendida por el hecho de que contara esa historia que interesada en ella, más intrigada por el propósito que tenía Spade al contarla que por la historia misma.”
Y es que, sin venir aparentemente al caso, sin ninguna observación preliminar, Sam Spade empezó a relatar a la muchacha el episodio de Flitcraft.
“Se fue así nomás”, dijo Spade, “como un puño cuando uno abre la mano”.
Si Dashiell Hammett –que conocía bien el oficio de investigador porque trabajó durante los años 20 en la agencia Pinkerton— aportó al género policiaco la dimensión psicológica y estética de que carecía fue porque antes que un “autor policiaco” era un novelista a secas. Podría pensarse, desde la perspectiva de nuestro tiempo mexicano, que en el fondo era un maniático de la ética y que por tanto su protagonista, su alter ego, Sam Spade, actuaba en consecuencia.
Más que una idea de la venganza, en un tramo final de la novela se esboza un sentido de la justicia o de la solidaridad cuyo texto podría colocarse a la entrada de todas las agrupaciones de periodistas: “Cuando a uno le matan a su socio se supone que hay que hacer algo al respecto. No tiene importancia la opinión que uno tenga de él. Era tu colega y se supone que debes hacer algo (He was your partner and you´re supposed to do something about it).” Con estas líneas quiere explicarle a Brigid O´Shaughnessy por qué, a pesar de que tal vez la ame, no puede dejarla escapar.
En una escena anterior, en el capítulo VII, Hammett ya había puesto a los dos personajes en interlocución. Mientras esperan a que vuelva Cairo con el enigmático pájaro negro, Sam Spade empieza a contarle una historia a Brigid que aparentemente no tiene nada que ver con su situación en ese momento. Es una bonita historia, un cuento dentro de la novela: Un hombre llamado Flitcraft salió un día de sus oficinas en Tacoma y nunca se volvió a saber de él. Su esposa y sus hijos nunca volvieron a verlo. Cuando Spade se encontraba en Seattle trabajando para una de las grandes agencias de detectives en 1927 le encargaron que buscara a Flitcraft: lo encontró en Spokane. Ya habían transcurrido siete años de su desaparición.
El señor Flitcraft le explicó a Spade que una mañana pasó delante de un edificio en demolición del que sólo quedaba el esqueleto y que de pronto, desde unos diez pisos de altura, cayó, rozándole, una viga. “Sintió como si alguien hubiera alzado la tapa que recubre la vida, permitiéndole ver su mecanismo.”
El mecanismo de su fragilidad.
La vida que conocía era un asunto limpio, ordenado, cuerdo, responsable. Ahora, una viga despendida le demostraba que la vida no era fundamentalmente ninguna de esas cosas. Él, el buen ciudadano, el buen esposo, el buen padre, podía ser borrado del mundo entre su oficina y el restaurante, merced a la interpolación de una viga desprendida. Comprendió entonces que los hombres morían por azar y vivían sólo mientras la ciega casualidad los respetaba.
Sintió que vivía en desacuerdo con la vida. Y que nunca volvería a conocer la paz hasta no haber ajustado u conducta a ese nuevo vislumbre de la esencia de la vida. “Su vida podía concluir por el azar de una viga caída: él cambiaría su vida por el azar de una mera huida.”
El párrafo ilustra lo que otro autor, Marshall Berman, piensa en Todo lo sólido se desvanece en el aire: quienes están más felices en sus casas pueden ser los más vulnerables a los demonios que los rondan; la rutina cotidiana de los parques y las bicicletas, las compras, las comidas y las limpiezas, los abrazos y los besos habituales, puede ser no sólo infinitamente gozosa y bella sino también infinitamente precaria y frágil, pero “mantener esta vida puede costar luchas desesperadas y heroicas, y a veces perdemos”.
Pero lo que más le intrigaba a Brigid en el curso de su conversación con Sam Spade, en aquella primera escena de El halcón maltés, era el sentido de la historia: a cuento de qué venía. “Brigid lo escuchaba, evidentemente más sorprendida por el hecho de que contara esa historia que interesada en ella, más intrigada por el propósito que tenía Spade al contarla que por la historia misma.”
Y es que, sin venir aparentemente al caso, sin ninguna observación preliminar, Sam Spade empezó a relatar a la muchacha el episodio de Flitcraft.
“Se fue así nomás”, dijo Spade, “como un puño cuando uno abre la mano”.