Wednesday, September 06, 2006
Composición de lugar
El talento es una cuestión de
cantidad. El talento no es
escribir una página: es
escribir trescientas.
-Jules Renard, Journal
Durante 1981 escribí para Radio Universidad de México tres series de nueve programas que yo mismo leí en cabina y se transmitieron en cadena nacional:
. La novela policiaca y el poder.
. La novela de espionaje y el poder.
. Crimen y poder.
En ellos hablaba con la misma “naturalidad” de asuntos provenientes tanto de la literatura como del mundo real, como si las cosas de la vida y las de los libros de ficción fueran las mismas, en un tono que espero haya sido eficaz en sus pretensiones de malicia e ironía. Si reseñaba algunos de los cuentos más célebres del género negro publicados en Black Mask –la revista que fundaron en Nueva York H.L. Mencken y George Jean Nathan a principios de 1920—, procuraba al mismo tiempo referirme a crímenes de la crónica política o de la nota roja mexicana de esos días que aún resonaban en los oídos de los radioescuchas. Si entraba en no ociosas disquisiciones sobre la novela de espionaje, y rendía tributo a los grandes escritores de esa especie, como Somerset Maugham, Graham Greene, Eric Ambler y John Le Carré, me demoraba asimismo en los quehaceres propios de los servicios de información reales (la KGB, la CIA, el MI5 británico, el servicio de información y contraespionaje francés, la Orquesta Roja de la segunda guerra europea) y de otras inteligencias secretas, como las que Jim Philby supo reclutar en la Universidad de Cambridge.
A muchos de estos programas les ponía, sin ningún derecho, música de Ennio Morricone u otros compositores de bandas sonoras recogidas en disco. Cuando se trató de “musicalizar” la serie “Crimen y poder” se me ocurrió presentarle con un himno de la Alemania nazi que tuvo un gran efecto, una suerte de contrapunto temático suministrado más por el azar que por mi educación musical. Los temas de esta última emisión colgaban directamente de un libro muy leído por la gente de mi generación en los años 60, Política y delito, de Hans Magnus Enzensberger, cuyos principales capítulos se dieron a conocer primero como programas radiofónicos por la Hessische Rundfunk y la Süddeutsche Rundfunk hacia finales de los años 50. Más de una idea de esta Máscara negra se debe a la percepción del poeta y ensayista alemán de que la impunidad criminal y el poder vienen juntos y se consiguen con el mismo boleto.
De esa experiencia me quedaron muchos apuntes y una obsesión por los archivos –recortes de periódicos y revistas, libros subrayados, copias xerox, notas en servilletas— que se volvió archivomanía, una enfermedad que se inventa uno para no escribir y que no le deseo a nadie. Quise entonces, animado por mi amigo Jorge Aguilar Mora (cuando entre sus planes traía la idea de escribir un libro sobre doce presidentes mexicanos parodiando Los doce césares de Suetonio), ensayar unas “notas sobre algunas expresiones del poder en la literatura” que adelanté en la revista Dialéctica de la Universidad de Puebla y serían el eje de ese libro interminable que uno se pasa la vida escribiendo.
Ya había redactado tres o cuatro capítulos cuando en septiembre de 1989 se me ocurrió proponerle a Roger Bartra, director de La Jornada Semanal, la publicación de una columna hebdomadaria dedicada a la novela policiaca. El título sería Máscara negra, en obvio homenaje a Black Mask, cuyo logotipo se ilustraba con un antifaz y una daga, en la que se engendró el género de la “novela negra” y se dieron a conocer Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Horace McCoy, Erle Stanley Gardner, Frederick Nebel, entre otros. Cada domingo comparecerían en mi columna Jim Thompson, Chester Himes, David Goodis, Ed McBain, James Cain, Donald Westlake, Georges Simenon, pero también Patricia Highsmith, Truman Capote, Rubem Fonseca y Leonardo Sciascia que, parodiándola, han conseguido para la narrativa criminal –por la creación de atmósferas, el desmenuzamiento de la mente asesina, la visión de la violencia y el poder, y un tono de amarga ironía— otra densidad.
Naturalmente la primera columna publicada el domingo 1ro de octubre de 1989, “Negro es el color de la novela”, quiso identificarse y anunciar de qué iba la cosa. Más tarde, el 22 de octubre, la línea se hizo más explícita con el título “Antes y después de Black Mask”, pero de pronto, impensadamente, el tema de las relaciones entre el crimen y el poder empezó a fugarse de la literatura estrictamente policiaca –que no se descartaría del todo— y ni siquiera el autor sabía por dónde iba a saltar la liebre siete días después. La columna cedió entonces a la tentación de incorporar temas de la realidad más inmediata e importar a autores de otras provincias literarias: el ensayo de reflexión política, los textos clásicos sobre el Estado y el poder (Maquiavelo, Hobbes, Canetti, la justicia y la tortura, los delitos y las penas, la policía y el hampa), la novela y el análisis de la mafia siciliana, la ficción y la crónica del espionaje, con no menos entusiasmo que los reportajes que daban cuenta de nuestra cultura criminal.
Poco a poco, pues, el título de la columna se fue desprendiendo de su significado original y abrió su abanico en la percepción de los lectores. Quienes no leyeron la primera entrega, o no recordaban la alusión a Black Mask, se atuvieron a lo que el par de palabras por sí mismo sugiere en castellano: algo enigmático u oculto relacionado vaga o descaradamente con el crimen: el antifaz negro de los carnavales, la máscara como un aditamento que desfigura el rostro, distorsiona la identidad y la disimula dotándola de una libertad sin sujeto, anónima, irresponsable.
Entre los griegos se usaba la palabra faz en lugar de persona, que en latín significa disfraz o, como apuntaba Thomas Hobbes, “apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la máscara o el antifaz”. Octavio Paz, por su parte, recuerda en La llama doble que “la palabra persona es de origen etrusco y designaba en Roma a la máscara del actor teatral. ¿Qué hay detrás de la máscara, qué es aquello que anima al personaje?”
La combinación de las dos palabras, Máscara negra, como cabeza de la columna, y la connotación que iba engendrando en la mente del desocupado lector, me permitió incurrir en expedientes como el de la administración de la justicia mexicana, la policía, la propaganda, la cultura de la prefabricación o la fabricación de culpables típica de nuestro sistema de injusticia penal, la mafia siciliana y su transnacionalización, la mafia y el Estado o la inexistencia del Estado en muchas de nuestras sociedades “modernas”, la tortura y la confesión (la “reina de las pruebas”), la autoría intelectual en los asesinatos de periodistas (Manuel Buendía, Héctor Félix Miranda, et al), la épica de la droga en el corrido norteño, la criminalidad difusa y anónima que protagonizan por igual policías y malandrines, la distancia esquizoide entre el país legal (de leyes escritas) y el país real (de leyes no escritas) y, en fin, por extensión, los misterios que el poder va dejando pendientes.
Este mimetismo, que en la columna quería fundir en un solo asunto las cosas de la novela criminal y las de la vida “real”, transitó siempre por senderos que invariablemente encontraban como trasfondo el mismo contexto: el de las relaciones de poder y sus subterfugios.
Sin embargo, el cumplimiento de un compromiso hebdomadario como el de una columna tiene el efecto de que el escritor neurótico que la redacta curse su jornada inmerso en un código que afecta su modo de leer, su misma manera de escribir y de pensar, es decir: semiahogado en el lenguaje de la información más que en el de la imaginación, en la eterna glosa de ideas ajenas, en la cortesía que obliga al entrecomillado, restringiéndose la mayor parte de las veces a un papel de intermediario u organizador de los datos.
Infinitas, la tela y la estela del poder, luego de tres años, daban materia para mil ensayos más y tal vez un libro inacabable, pero tuve que interrumpir la columna en su mejor momento, no porque el tema se hubiera desgastado, como digo, sino todo lo contrario: porque se multiplicaba como las familias de los conejos y me constreñía mentalmente a girar en un solo lenguaje: el del artículo y la lógica informativa del discurso periodístico que no me dejaba entrar en la escritura de cuentos y novelas, ya que el trabajo de la ficción literaria exige –al menos en mi caso personal, puesto que cada quien tiene sus manías o sus modos de matar pulgas; no puedo, por ejemplo, escribir varias cosas de distinto género al mismo tiempo: tengo que ir pelando papa por papa— de un cierto ritmo y de una concentración exclusiva y persistente.
Me hubiera gustado mucho hablar de Hannah Arendt (cosa que finalmente hago en otro libro: en La invención del poder), cuyas meditaciones sobre el poder y la violencia han sido de las más importantes en lo que va del siglo; de Norberto Bobbio, que a los 80 años concentra su sabiduría en el estudio de otro gran pensador del poder: Thomas Hobbes. Me hubiera encantado también detenerme en las siempre penetrantes y fecundas ideas de Max Weber y en algunas páginas de Du pouvoir, el libro que Bertrand de Jouvenel confeccionó durante la segunda posguerra. Pero ya no me era posible. Todos los días de la semanas andaba pensando en la siguiente “máscara” y mi libreta de apuntes se abultaba con ideas o frases que se me metían en la cabeza luego de leer el periódico o a partir de una conversación. Me llené de máscaras y ya no sabía quién era. Me quitaba una y abajo aparecía otra distanciándome cada vez más de mis, acaso improbables, ilusiones novelísticas, haciéndome ver, con una sonrisa macabra, que escribía las máscaras por miedo a la ficción... y sus demonios.
Todo escritor de oficio sabe que cuando está escribiendo y deja de hacerlo –porque se va a comer o a dormir, a meterse debajo de la regadera o a transportarse en un taxi— hay otro escritor que sigue escribiendo. Ése es el verdadero escritor fantasma que, como el perico en el hombro del pirata, tiene todo escritor. Este “papagaio de pirata” –según me decía mi amigo brasileño Wladir Dupont— sigue escribiendo en las noches de insomnio o de sueño profundo. Es el escritor automático que no pocas veces soluciona los mejores párrafos.
Se sabe que precisamente por sus lenguajes particulares existen las especialidades literarias (la novela, el reportaje, el ensayo, el cuento, la poesía, el drama o la comedia), pero el escritor requiere de tiempo y serenidad para salir de una y entrar en otra. Necesita concentrarse en el lenguaje de cada género e incorporar el tono elegido a su ritmo mental de todos los días, vivirlo, excluyendo todos los demás, a fin de que su escritor fantasma e inconsciente (el pensamiento irrefrenable que sólo los monjes zen, con la mente en blanco, saben detener) se ocupe de la continuidad de la obra y vigile su metabolismo. El perico de pirata trabaja, pero a condición de que se le mantenga en un cierto lenguaje... y en el mismo canal. No puede andar brincando de uno a otro.
Así, pues, para pasar a otro lenguaje (el de la novela siempre postergada) tuve que tomar –no sin tristeza— la difícil decisión de renunciar al placer de armar un artículo cada semana, de decirles adiós y darles las gracias a mis 25 lectores, a mis amigos, y a la afición en general: atreverme al punto final que fija la imprenta y encomendarme la “tumba sin sosiego” que, con suerte, puede llegar a ser un libro. De no escribirlo y publicarlo, podía correr el riesgo, como razonaba Alfonso Reyes, de que se me fuera “la vida en rehacerlo”. Por eso, como todas las cosas felices de este mundo, el domingo 24 de enero de 1993 Máscara negra tuvo que desaparecer, “como un puño cuando se abre la mano”.
cantidad. El talento no es
escribir una página: es
escribir trescientas.
-Jules Renard, Journal
Durante 1981 escribí para Radio Universidad de México tres series de nueve programas que yo mismo leí en cabina y se transmitieron en cadena nacional:
. La novela policiaca y el poder.
. La novela de espionaje y el poder.
. Crimen y poder.
En ellos hablaba con la misma “naturalidad” de asuntos provenientes tanto de la literatura como del mundo real, como si las cosas de la vida y las de los libros de ficción fueran las mismas, en un tono que espero haya sido eficaz en sus pretensiones de malicia e ironía. Si reseñaba algunos de los cuentos más célebres del género negro publicados en Black Mask –la revista que fundaron en Nueva York H.L. Mencken y George Jean Nathan a principios de 1920—, procuraba al mismo tiempo referirme a crímenes de la crónica política o de la nota roja mexicana de esos días que aún resonaban en los oídos de los radioescuchas. Si entraba en no ociosas disquisiciones sobre la novela de espionaje, y rendía tributo a los grandes escritores de esa especie, como Somerset Maugham, Graham Greene, Eric Ambler y John Le Carré, me demoraba asimismo en los quehaceres propios de los servicios de información reales (la KGB, la CIA, el MI5 británico, el servicio de información y contraespionaje francés, la Orquesta Roja de la segunda guerra europea) y de otras inteligencias secretas, como las que Jim Philby supo reclutar en la Universidad de Cambridge.
A muchos de estos programas les ponía, sin ningún derecho, música de Ennio Morricone u otros compositores de bandas sonoras recogidas en disco. Cuando se trató de “musicalizar” la serie “Crimen y poder” se me ocurrió presentarle con un himno de la Alemania nazi que tuvo un gran efecto, una suerte de contrapunto temático suministrado más por el azar que por mi educación musical. Los temas de esta última emisión colgaban directamente de un libro muy leído por la gente de mi generación en los años 60, Política y delito, de Hans Magnus Enzensberger, cuyos principales capítulos se dieron a conocer primero como programas radiofónicos por la Hessische Rundfunk y la Süddeutsche Rundfunk hacia finales de los años 50. Más de una idea de esta Máscara negra se debe a la percepción del poeta y ensayista alemán de que la impunidad criminal y el poder vienen juntos y se consiguen con el mismo boleto.
De esa experiencia me quedaron muchos apuntes y una obsesión por los archivos –recortes de periódicos y revistas, libros subrayados, copias xerox, notas en servilletas— que se volvió archivomanía, una enfermedad que se inventa uno para no escribir y que no le deseo a nadie. Quise entonces, animado por mi amigo Jorge Aguilar Mora (cuando entre sus planes traía la idea de escribir un libro sobre doce presidentes mexicanos parodiando Los doce césares de Suetonio), ensayar unas “notas sobre algunas expresiones del poder en la literatura” que adelanté en la revista Dialéctica de la Universidad de Puebla y serían el eje de ese libro interminable que uno se pasa la vida escribiendo.
Ya había redactado tres o cuatro capítulos cuando en septiembre de 1989 se me ocurrió proponerle a Roger Bartra, director de La Jornada Semanal, la publicación de una columna hebdomadaria dedicada a la novela policiaca. El título sería Máscara negra, en obvio homenaje a Black Mask, cuyo logotipo se ilustraba con un antifaz y una daga, en la que se engendró el género de la “novela negra” y se dieron a conocer Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Horace McCoy, Erle Stanley Gardner, Frederick Nebel, entre otros. Cada domingo comparecerían en mi columna Jim Thompson, Chester Himes, David Goodis, Ed McBain, James Cain, Donald Westlake, Georges Simenon, pero también Patricia Highsmith, Truman Capote, Rubem Fonseca y Leonardo Sciascia que, parodiándola, han conseguido para la narrativa criminal –por la creación de atmósferas, el desmenuzamiento de la mente asesina, la visión de la violencia y el poder, y un tono de amarga ironía— otra densidad.
Naturalmente la primera columna publicada el domingo 1ro de octubre de 1989, “Negro es el color de la novela”, quiso identificarse y anunciar de qué iba la cosa. Más tarde, el 22 de octubre, la línea se hizo más explícita con el título “Antes y después de Black Mask”, pero de pronto, impensadamente, el tema de las relaciones entre el crimen y el poder empezó a fugarse de la literatura estrictamente policiaca –que no se descartaría del todo— y ni siquiera el autor sabía por dónde iba a saltar la liebre siete días después. La columna cedió entonces a la tentación de incorporar temas de la realidad más inmediata e importar a autores de otras provincias literarias: el ensayo de reflexión política, los textos clásicos sobre el Estado y el poder (Maquiavelo, Hobbes, Canetti, la justicia y la tortura, los delitos y las penas, la policía y el hampa), la novela y el análisis de la mafia siciliana, la ficción y la crónica del espionaje, con no menos entusiasmo que los reportajes que daban cuenta de nuestra cultura criminal.
Poco a poco, pues, el título de la columna se fue desprendiendo de su significado original y abrió su abanico en la percepción de los lectores. Quienes no leyeron la primera entrega, o no recordaban la alusión a Black Mask, se atuvieron a lo que el par de palabras por sí mismo sugiere en castellano: algo enigmático u oculto relacionado vaga o descaradamente con el crimen: el antifaz negro de los carnavales, la máscara como un aditamento que desfigura el rostro, distorsiona la identidad y la disimula dotándola de una libertad sin sujeto, anónima, irresponsable.
Entre los griegos se usaba la palabra faz en lugar de persona, que en latín significa disfraz o, como apuntaba Thomas Hobbes, “apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la máscara o el antifaz”. Octavio Paz, por su parte, recuerda en La llama doble que “la palabra persona es de origen etrusco y designaba en Roma a la máscara del actor teatral. ¿Qué hay detrás de la máscara, qué es aquello que anima al personaje?”
La combinación de las dos palabras, Máscara negra, como cabeza de la columna, y la connotación que iba engendrando en la mente del desocupado lector, me permitió incurrir en expedientes como el de la administración de la justicia mexicana, la policía, la propaganda, la cultura de la prefabricación o la fabricación de culpables típica de nuestro sistema de injusticia penal, la mafia siciliana y su transnacionalización, la mafia y el Estado o la inexistencia del Estado en muchas de nuestras sociedades “modernas”, la tortura y la confesión (la “reina de las pruebas”), la autoría intelectual en los asesinatos de periodistas (Manuel Buendía, Héctor Félix Miranda, et al), la épica de la droga en el corrido norteño, la criminalidad difusa y anónima que protagonizan por igual policías y malandrines, la distancia esquizoide entre el país legal (de leyes escritas) y el país real (de leyes no escritas) y, en fin, por extensión, los misterios que el poder va dejando pendientes.
Este mimetismo, que en la columna quería fundir en un solo asunto las cosas de la novela criminal y las de la vida “real”, transitó siempre por senderos que invariablemente encontraban como trasfondo el mismo contexto: el de las relaciones de poder y sus subterfugios.
Sin embargo, el cumplimiento de un compromiso hebdomadario como el de una columna tiene el efecto de que el escritor neurótico que la redacta curse su jornada inmerso en un código que afecta su modo de leer, su misma manera de escribir y de pensar, es decir: semiahogado en el lenguaje de la información más que en el de la imaginación, en la eterna glosa de ideas ajenas, en la cortesía que obliga al entrecomillado, restringiéndose la mayor parte de las veces a un papel de intermediario u organizador de los datos.
Infinitas, la tela y la estela del poder, luego de tres años, daban materia para mil ensayos más y tal vez un libro inacabable, pero tuve que interrumpir la columna en su mejor momento, no porque el tema se hubiera desgastado, como digo, sino todo lo contrario: porque se multiplicaba como las familias de los conejos y me constreñía mentalmente a girar en un solo lenguaje: el del artículo y la lógica informativa del discurso periodístico que no me dejaba entrar en la escritura de cuentos y novelas, ya que el trabajo de la ficción literaria exige –al menos en mi caso personal, puesto que cada quien tiene sus manías o sus modos de matar pulgas; no puedo, por ejemplo, escribir varias cosas de distinto género al mismo tiempo: tengo que ir pelando papa por papa— de un cierto ritmo y de una concentración exclusiva y persistente.
Me hubiera gustado mucho hablar de Hannah Arendt (cosa que finalmente hago en otro libro: en La invención del poder), cuyas meditaciones sobre el poder y la violencia han sido de las más importantes en lo que va del siglo; de Norberto Bobbio, que a los 80 años concentra su sabiduría en el estudio de otro gran pensador del poder: Thomas Hobbes. Me hubiera encantado también detenerme en las siempre penetrantes y fecundas ideas de Max Weber y en algunas páginas de Du pouvoir, el libro que Bertrand de Jouvenel confeccionó durante la segunda posguerra. Pero ya no me era posible. Todos los días de la semanas andaba pensando en la siguiente “máscara” y mi libreta de apuntes se abultaba con ideas o frases que se me metían en la cabeza luego de leer el periódico o a partir de una conversación. Me llené de máscaras y ya no sabía quién era. Me quitaba una y abajo aparecía otra distanciándome cada vez más de mis, acaso improbables, ilusiones novelísticas, haciéndome ver, con una sonrisa macabra, que escribía las máscaras por miedo a la ficción... y sus demonios.
Todo escritor de oficio sabe que cuando está escribiendo y deja de hacerlo –porque se va a comer o a dormir, a meterse debajo de la regadera o a transportarse en un taxi— hay otro escritor que sigue escribiendo. Ése es el verdadero escritor fantasma que, como el perico en el hombro del pirata, tiene todo escritor. Este “papagaio de pirata” –según me decía mi amigo brasileño Wladir Dupont— sigue escribiendo en las noches de insomnio o de sueño profundo. Es el escritor automático que no pocas veces soluciona los mejores párrafos.
Se sabe que precisamente por sus lenguajes particulares existen las especialidades literarias (la novela, el reportaje, el ensayo, el cuento, la poesía, el drama o la comedia), pero el escritor requiere de tiempo y serenidad para salir de una y entrar en otra. Necesita concentrarse en el lenguaje de cada género e incorporar el tono elegido a su ritmo mental de todos los días, vivirlo, excluyendo todos los demás, a fin de que su escritor fantasma e inconsciente (el pensamiento irrefrenable que sólo los monjes zen, con la mente en blanco, saben detener) se ocupe de la continuidad de la obra y vigile su metabolismo. El perico de pirata trabaja, pero a condición de que se le mantenga en un cierto lenguaje... y en el mismo canal. No puede andar brincando de uno a otro.
Así, pues, para pasar a otro lenguaje (el de la novela siempre postergada) tuve que tomar –no sin tristeza— la difícil decisión de renunciar al placer de armar un artículo cada semana, de decirles adiós y darles las gracias a mis 25 lectores, a mis amigos, y a la afición en general: atreverme al punto final que fija la imprenta y encomendarme la “tumba sin sosiego” que, con suerte, puede llegar a ser un libro. De no escribirlo y publicarlo, podía correr el riesgo, como razonaba Alfonso Reyes, de que se me fuera “la vida en rehacerlo”. Por eso, como todas las cosas felices de este mundo, el domingo 24 de enero de 1993 Máscara negra tuvo que desaparecer, “como un puño cuando se abre la mano”.