Wednesday, September 06, 2006

 

El discurso del patíbulo

La manía de encontrarle una causa a todo ha conducido también a plantear la pregunta, acaso ociosa, de por qué hombres y mujeres leen novelas policiacas.
Más allá de la sublimación freudiana –el hacer una cosa por otra de manera transferencial, el quid pro quo que se da en la realización simbólica: como cuando se dice que el cazador mata animales para no exterminar a hombres o que el suicida se mata para no asesinar y cancelar así sus impulsos homicidas— podría inferirse que se devoran novelas policiacas porque, en el fondo, como decía el maestro Ronald Laing, todos somos asesinos y prostitutas.
Hans Magnus Enzensberger, en Política y delito (texto con el que en nuestra generación se inicia la cultura de la sospecha o la conciencia fiscalizadora, como le llama Fernando Savater), piensa que el asesinato juega un papel decisivo en la conciencia pública: sólo se comprende el crimen en función del carácter arquetípico del asesinato. “Las novelas y las películas policiacas, como reflejo de la conciencia popular, confirman que en ella el asesinato ocupa un lugar preferente, ya que, sin más, es equiparado al crimen.”
El verdugo es nuestro representante. Al Estado se le permite lo que le está prohibido al individuo aislado (ejerce el poder quien puede dar muerte, de manera impune, a los súbditos): la pena de muerte que antaño se llevaba a cabo en público. “El dar muerte en nombre de todos sólo puede hacerse públicamente, pues todos participamos en ello.”
El criminal, añade Enzensberger, goza de una popularidad absurda. De los titulares de los periódicos, la nota roja, los faits divers de la prensa francesa, puede deducirse que un simple caso de asesinato nos afecta y conmueve más “que una guerra a cierta distancia... tanto más si se trata de una guerra que no ha estallado aún sino que tan sólo se está incubando”.
Michel Foucault, en Vigilar y castigar, tiene su teoría. En el siglo XVIII el rito de la ejecución capital exigía que el condenado a muerte se arrepintiera en público, proclamara su culpabilidad, confesara la perfidia de sus crímenes. Antes de morir se le daba la palabra no para proclamar su inocencia sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia. Así, el “discurso del patíbulo”, como lo llama Foucault, se sentía demasiado cerca de la moral imperante en la época, aparecía en la literatura de venta ambulante e inauguraba el género “últimas palabras de un condenado”.
La administración d la justicia necesitaba, para legitimarse, de ese discurso. “Ocurría también que se publicaran relatos de crímenes y de vidas infames, a título de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar la mano de la justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante.”
Héroe negro o criminal reconciliado, el criminal de las gacetillas y los almanaques o las bibliotecas azules lleva consigo una memoria de luchas y enfrentamientos. Después de su muerte en el patíbulo se convierte en una especie de santo. No hay por qué ver en toda esta “literatura de crímenes” una expresión popular en estado puro, ni una acción concentrada de propaganda y moralización, de arriba abajo, sino el punto de encuentro de dos acometidas de la práctica penal, una especie de lucha en torno del crimen, de su castigo y de su memoria.
“Si estos relatos pueden ser impresos y puestos en circulación es porque se espera de ellos un efecto de control ideológico, fábulas verídicas de la pequeña historia.” Si forman parte de las lecturas de las clases subordinadas es porque el interés de “curiosidad” es también un interés político.
Con el paso del tiempo se vio que la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. Por eso se cancelaron las “hojas sueltas”. Desaparecieron en la medida en que se desarrollaba una literatura del crimen distinta: una literatura en la que el crimen aparece glorificado, “pero porque es una de las bellas artes, porque sólo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o de El castillo de Otranto a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen: la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles”.
Lo que se está afirmando con la literatura criminal es que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. Tener poder es tener impunidad para matar. Si no se puede matar impunemente, entonces se carece de poder.
El criminal que presenta la novela policiaca con todos sus ardides, sus sutilezas, su inteligencia, se ha vuelto libre de toda sospecha. La lucha entre dos puras inteligencias (la del asesino y la del detective) constituye la forma esencial del enfrentamiento.
En la nota roja de los periódicos, concluye Foucault, una opaca monotonía sin epopeya trivializa los crímenes y sus castigos. Mientras el pueblo se despoja del viejo orgullo de sus crímenes, los grandes asesinatos se han vuelto el juego silencioso de los cautos.


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