Wednesday, September 06, 2006
Y desapareció como un puño cuando se abre la mano
En El halcón maltés, de Dashiell Hammett, los personajes no penden como títeres de la tensa cuerda tendida a lo largo de la trama. Tienen otra dimensión, más humana, menos acartonada, más dramática. La motivación de un personaje como Sam Spade consiste en encontrar al asesino de Miles Archer, su colega en la oficina de detectives privados que tienen en San Francisco. Ése es su impulso: se trata de una cuestión de principio y el hecho de que Spade ande con la mujer de Archer pertenece a otro orden moral –el de las relaciones periféricas— y no cuenta.
Si Dashiell Hammett –que conocía bien el oficio de investigador porque trabajó durante los años 20 en la agencia Pinkerton— aportó al género policiaco la dimensión psicológica y estética de que carecía fue porque antes que un “autor policiaco” era un novelista a secas. Podría pensarse, desde la perspectiva de nuestro tiempo mexicano, que en el fondo era un maniático de la ética y que por tanto su protagonista, su alter ego, Sam Spade, actuaba en consecuencia.
Más que una idea de la venganza, en un tramo final de la novela se esboza un sentido de la justicia o de la solidaridad cuyo texto podría colocarse a la entrada de todas las agrupaciones de periodistas: “Cuando a uno le matan a su socio se supone que hay que hacer algo al respecto. No tiene importancia la opinión que uno tenga de él. Era tu colega y se supone que debes hacer algo (He was your partner and you´re supposed to do something about it).” Con estas líneas quiere explicarle a Brigid O´Shaughnessy por qué, a pesar de que tal vez la ame, no puede dejarla escapar.
En una escena anterior, en el capítulo VII, Hammett ya había puesto a los dos personajes en interlocución. Mientras esperan a que vuelva Cairo con el enigmático pájaro negro, Sam Spade empieza a contarle una historia a Brigid que aparentemente no tiene nada que ver con su situación en ese momento. Es una bonita historia, un cuento dentro de la novela: Un hombre llamado Flitcraft salió un día de sus oficinas en Tacoma y nunca se volvió a saber de él. Su esposa y sus hijos nunca volvieron a verlo. Cuando Spade se encontraba en Seattle trabajando para una de las grandes agencias de detectives en 1927 le encargaron que buscara a Flitcraft: lo encontró en Spokane. Ya habían transcurrido siete años de su desaparición.
El señor Flitcraft le explicó a Spade que una mañana pasó delante de un edificio en demolición del que sólo quedaba el esqueleto y que de pronto, desde unos diez pisos de altura, cayó, rozándole, una viga. “Sintió como si alguien hubiera alzado la tapa que recubre la vida, permitiéndole ver su mecanismo.”
El mecanismo de su fragilidad.
La vida que conocía era un asunto limpio, ordenado, cuerdo, responsable. Ahora, una viga despendida le demostraba que la vida no era fundamentalmente ninguna de esas cosas. Él, el buen ciudadano, el buen esposo, el buen padre, podía ser borrado del mundo entre su oficina y el restaurante, merced a la interpolación de una viga desprendida. Comprendió entonces que los hombres morían por azar y vivían sólo mientras la ciega casualidad los respetaba.
Sintió que vivía en desacuerdo con la vida. Y que nunca volvería a conocer la paz hasta no haber ajustado u conducta a ese nuevo vislumbre de la esencia de la vida. “Su vida podía concluir por el azar de una viga caída: él cambiaría su vida por el azar de una mera huida.”
El párrafo ilustra lo que otro autor, Marshall Berman, piensa en Todo lo sólido se desvanece en el aire: quienes están más felices en sus casas pueden ser los más vulnerables a los demonios que los rondan; la rutina cotidiana de los parques y las bicicletas, las compras, las comidas y las limpiezas, los abrazos y los besos habituales, puede ser no sólo infinitamente gozosa y bella sino también infinitamente precaria y frágil, pero “mantener esta vida puede costar luchas desesperadas y heroicas, y a veces perdemos”.
Pero lo que más le intrigaba a Brigid en el curso de su conversación con Sam Spade, en aquella primera escena de El halcón maltés, era el sentido de la historia: a cuento de qué venía. “Brigid lo escuchaba, evidentemente más sorprendida por el hecho de que contara esa historia que interesada en ella, más intrigada por el propósito que tenía Spade al contarla que por la historia misma.”
Y es que, sin venir aparentemente al caso, sin ninguna observación preliminar, Sam Spade empezó a relatar a la muchacha el episodio de Flitcraft.
“Se fue así nomás”, dijo Spade, “como un puño cuando uno abre la mano”.
Si Dashiell Hammett –que conocía bien el oficio de investigador porque trabajó durante los años 20 en la agencia Pinkerton— aportó al género policiaco la dimensión psicológica y estética de que carecía fue porque antes que un “autor policiaco” era un novelista a secas. Podría pensarse, desde la perspectiva de nuestro tiempo mexicano, que en el fondo era un maniático de la ética y que por tanto su protagonista, su alter ego, Sam Spade, actuaba en consecuencia.
Más que una idea de la venganza, en un tramo final de la novela se esboza un sentido de la justicia o de la solidaridad cuyo texto podría colocarse a la entrada de todas las agrupaciones de periodistas: “Cuando a uno le matan a su socio se supone que hay que hacer algo al respecto. No tiene importancia la opinión que uno tenga de él. Era tu colega y se supone que debes hacer algo (He was your partner and you´re supposed to do something about it).” Con estas líneas quiere explicarle a Brigid O´Shaughnessy por qué, a pesar de que tal vez la ame, no puede dejarla escapar.
En una escena anterior, en el capítulo VII, Hammett ya había puesto a los dos personajes en interlocución. Mientras esperan a que vuelva Cairo con el enigmático pájaro negro, Sam Spade empieza a contarle una historia a Brigid que aparentemente no tiene nada que ver con su situación en ese momento. Es una bonita historia, un cuento dentro de la novela: Un hombre llamado Flitcraft salió un día de sus oficinas en Tacoma y nunca se volvió a saber de él. Su esposa y sus hijos nunca volvieron a verlo. Cuando Spade se encontraba en Seattle trabajando para una de las grandes agencias de detectives en 1927 le encargaron que buscara a Flitcraft: lo encontró en Spokane. Ya habían transcurrido siete años de su desaparición.
El señor Flitcraft le explicó a Spade que una mañana pasó delante de un edificio en demolición del que sólo quedaba el esqueleto y que de pronto, desde unos diez pisos de altura, cayó, rozándole, una viga. “Sintió como si alguien hubiera alzado la tapa que recubre la vida, permitiéndole ver su mecanismo.”
El mecanismo de su fragilidad.
La vida que conocía era un asunto limpio, ordenado, cuerdo, responsable. Ahora, una viga despendida le demostraba que la vida no era fundamentalmente ninguna de esas cosas. Él, el buen ciudadano, el buen esposo, el buen padre, podía ser borrado del mundo entre su oficina y el restaurante, merced a la interpolación de una viga desprendida. Comprendió entonces que los hombres morían por azar y vivían sólo mientras la ciega casualidad los respetaba.
Sintió que vivía en desacuerdo con la vida. Y que nunca volvería a conocer la paz hasta no haber ajustado u conducta a ese nuevo vislumbre de la esencia de la vida. “Su vida podía concluir por el azar de una viga caída: él cambiaría su vida por el azar de una mera huida.”
El párrafo ilustra lo que otro autor, Marshall Berman, piensa en Todo lo sólido se desvanece en el aire: quienes están más felices en sus casas pueden ser los más vulnerables a los demonios que los rondan; la rutina cotidiana de los parques y las bicicletas, las compras, las comidas y las limpiezas, los abrazos y los besos habituales, puede ser no sólo infinitamente gozosa y bella sino también infinitamente precaria y frágil, pero “mantener esta vida puede costar luchas desesperadas y heroicas, y a veces perdemos”.
Pero lo que más le intrigaba a Brigid en el curso de su conversación con Sam Spade, en aquella primera escena de El halcón maltés, era el sentido de la historia: a cuento de qué venía. “Brigid lo escuchaba, evidentemente más sorprendida por el hecho de que contara esa historia que interesada en ella, más intrigada por el propósito que tenía Spade al contarla que por la historia misma.”
Y es que, sin venir aparentemente al caso, sin ninguna observación preliminar, Sam Spade empezó a relatar a la muchacha el episodio de Flitcraft.
“Se fue así nomás”, dijo Spade, “como un puño cuando uno abre la mano”.