Wednesday, September 06, 2006
La ficción policiaca
A veces se descalifica a la novela porque no cuenta “historias verdaderas”, sucesos que realmente hayan sucedido, ni incluye a personas que existan o hayan existido. El ensayo y la crónica sí valen, se dice, porque lo que relatan “sí sucedió”; pero la literatura de ficción suele ser más sutil, más verdadera y auténtica, más descarnada que la que quiere engañarnos mediante la advertencia de que “ésta sí es una historia real sacada de la realidad”.
Se trata de una parodia, de un juego organizado que no podría darse sin los componentes más determinantes de la vida, puesto que nada se crea a partir de la nada... ni siquiera una novela policiaca. Hace falta el dato real que el escritor va a convertir en símbolo o en alegoría. Y si el lector no quiere hacerse el ingenuo, sabrá (como lo sabe) que le están hablando de sí mismo y del mundo material y concreto en el que ama, sufre o goza. Al fin y al cabo la fantasía tiene un límite: el espacio humano, según pensaba Juan Rulfo.
En el fondo es la bufonada literaria, “la forma más alta del desprecio”, según Jan Kott. Seguimos viviendo, a fines del siglo XX, tiempos policiacos. No detectivescos: vigilantes, persecutorios, fiscalizantes, intolerantes, no sólo a cargo del Estado impersonal e irresponsable: también por parte del poder transnacional del caital onopólico y de la tecnología militar que despliega su estrategia en un mundo dispuesto como un ajedrez esférico. Por eso no es extravagante, ni exagerado, ni altisonante, reparar, como lo hace Román Gubern, en que en la novela policiaca no sólo hay elementos marxistas sino también ácratas. A través de un criminal como el sheriff de 1280 almas, la novela de Jim Thompson, el poder que encarna en el mismo agente de la ley y el orden “establecido” se manifiesta de tal manera que puede aniquilar “sucesivamente y de forma muy racional, no sentimental, los conceptos de familia, Estado, religión, propiedad privada y sociedad burguesa”.
Los políticos son los “escritores” más prolíficos de nuestra época o, al menos, los sujetos de enunciados más frecuentes e insistentes. Nunca antes de la política—espectáculo habían hablado tanto. Nunca como ahora habían dicho tantos discursos ni hecho tantas declaraciones. Más dictadores que escritores de frases, todos los días emanan de sus roncos pechos verdaderas novelas policiacas y una selección de sus discursos en no pocos casos podría ser una verdadera antología del crimen: circunloquios del discurso esquizoide, tan ambivalente como las señales de un semáforo que al mismo tiempo enciende el rojo y el verde.
El lenguaje político se mueve con base en coartadas, exclusiones, explicaciones la mayor parte de las veces no solicitadas para encubrir su culpa, y camina de enigma en enigma. Vivimos en un mundo de interrogantes. Habitamos una novela policiaca. ¿Qué otra cosa son si no eso el misterio del 10 de junio de 1971 (cuando con la perversa complacencia de la policía, esbirros del gobierno asesinaron públicamente a varias decenas de estudiantes en la ciudad de México), las coartadas oficiales del 2 de octubre de 1968 (fecha de la matanza de Tlatelolco), la evaporización de las personas “desaparecidas” que en los años setenta fueron más de 500, los asesinatos de Manuel Buendía y de Héctor Félix Miranda, mejor conocido en Tijuana como El Gato Félix?
La fascinación del lector ante el enigma tiene motivaciones de orden psicológico muy difíciles de dilucidar y en todo caso poco importantes. Lo que parece ser es que ese misterio es esencial a la misma vida humana: no sabemos quiénes somos ni nunca lo sabremos. No sabemos qué estamos haciendo aquí en la Tierra, ni lo vamos a saber nunca. Nos vamos a ir con la duda a la tumba. Y por ello, probablemente, por la seducción que en sí mismo ejerce un misterio, vemos con igual terror esas escenificaciones criminales que en cada país son las políticas nacionales, las formas en que el poder aplica la fuerza o las maneras en que la fuerza bruta y legal ejerce el poder.
Dígase si no es un misterio aparente la muerte de aquellos tres amotinados en la cárcel de Mérida en 1980. Cientos de testigos e innumerables pruebas fotográficas hicieron ver que los presidiarios salieron por su propio pie de la prisión. Uno de ellos, como se ve en las fotografías, llevaba el pecho descubierto y limpio de heridas. Sin embargo, más tarde, la policía mostró su cadáver con dos o tres orificios mortales en el pecho. Allí el misterio no es el asesinato, sino la identidad de los asesinos miembros de la policía y las motivaciones o las necesidades que tuvieron para privar de la vida a quienes, por lo menos en este país “legal”, tenían derecho a un juicio en los tribunales.
La ficción es ficción pero no por ello deja de ser verdadera. A veces un libro de memorias, con datos y fechas y nombres propios de personas que viven, resulta más falso y aburrido e insincero que una buena novela que está incidiendo en el corazón mismo del poder. El lector lo sabe y también el escritor, que es su cómplice. Tras su carácter esencialmente subversivo, la novela policiaca busca instrumentar con su lenguaje una velada crítica del poder. Quiere desmantelar en lo posible los mecanismos que hacen funcionar a ese poder legal o extralegal, público o privado, gubernamental o industrial, y desactivar sus dispositivos.
Se trata de una parodia, de un juego organizado que no podría darse sin los componentes más determinantes de la vida, puesto que nada se crea a partir de la nada... ni siquiera una novela policiaca. Hace falta el dato real que el escritor va a convertir en símbolo o en alegoría. Y si el lector no quiere hacerse el ingenuo, sabrá (como lo sabe) que le están hablando de sí mismo y del mundo material y concreto en el que ama, sufre o goza. Al fin y al cabo la fantasía tiene un límite: el espacio humano, según pensaba Juan Rulfo.
En el fondo es la bufonada literaria, “la forma más alta del desprecio”, según Jan Kott. Seguimos viviendo, a fines del siglo XX, tiempos policiacos. No detectivescos: vigilantes, persecutorios, fiscalizantes, intolerantes, no sólo a cargo del Estado impersonal e irresponsable: también por parte del poder transnacional del caital onopólico y de la tecnología militar que despliega su estrategia en un mundo dispuesto como un ajedrez esférico. Por eso no es extravagante, ni exagerado, ni altisonante, reparar, como lo hace Román Gubern, en que en la novela policiaca no sólo hay elementos marxistas sino también ácratas. A través de un criminal como el sheriff de 1280 almas, la novela de Jim Thompson, el poder que encarna en el mismo agente de la ley y el orden “establecido” se manifiesta de tal manera que puede aniquilar “sucesivamente y de forma muy racional, no sentimental, los conceptos de familia, Estado, religión, propiedad privada y sociedad burguesa”.
Los políticos son los “escritores” más prolíficos de nuestra época o, al menos, los sujetos de enunciados más frecuentes e insistentes. Nunca antes de la política—espectáculo habían hablado tanto. Nunca como ahora habían dicho tantos discursos ni hecho tantas declaraciones. Más dictadores que escritores de frases, todos los días emanan de sus roncos pechos verdaderas novelas policiacas y una selección de sus discursos en no pocos casos podría ser una verdadera antología del crimen: circunloquios del discurso esquizoide, tan ambivalente como las señales de un semáforo que al mismo tiempo enciende el rojo y el verde.
El lenguaje político se mueve con base en coartadas, exclusiones, explicaciones la mayor parte de las veces no solicitadas para encubrir su culpa, y camina de enigma en enigma. Vivimos en un mundo de interrogantes. Habitamos una novela policiaca. ¿Qué otra cosa son si no eso el misterio del 10 de junio de 1971 (cuando con la perversa complacencia de la policía, esbirros del gobierno asesinaron públicamente a varias decenas de estudiantes en la ciudad de México), las coartadas oficiales del 2 de octubre de 1968 (fecha de la matanza de Tlatelolco), la evaporización de las personas “desaparecidas” que en los años setenta fueron más de 500, los asesinatos de Manuel Buendía y de Héctor Félix Miranda, mejor conocido en Tijuana como El Gato Félix?
La fascinación del lector ante el enigma tiene motivaciones de orden psicológico muy difíciles de dilucidar y en todo caso poco importantes. Lo que parece ser es que ese misterio es esencial a la misma vida humana: no sabemos quiénes somos ni nunca lo sabremos. No sabemos qué estamos haciendo aquí en la Tierra, ni lo vamos a saber nunca. Nos vamos a ir con la duda a la tumba. Y por ello, probablemente, por la seducción que en sí mismo ejerce un misterio, vemos con igual terror esas escenificaciones criminales que en cada país son las políticas nacionales, las formas en que el poder aplica la fuerza o las maneras en que la fuerza bruta y legal ejerce el poder.
Dígase si no es un misterio aparente la muerte de aquellos tres amotinados en la cárcel de Mérida en 1980. Cientos de testigos e innumerables pruebas fotográficas hicieron ver que los presidiarios salieron por su propio pie de la prisión. Uno de ellos, como se ve en las fotografías, llevaba el pecho descubierto y limpio de heridas. Sin embargo, más tarde, la policía mostró su cadáver con dos o tres orificios mortales en el pecho. Allí el misterio no es el asesinato, sino la identidad de los asesinos miembros de la policía y las motivaciones o las necesidades que tuvieron para privar de la vida a quienes, por lo menos en este país “legal”, tenían derecho a un juicio en los tribunales.
La ficción es ficción pero no por ello deja de ser verdadera. A veces un libro de memorias, con datos y fechas y nombres propios de personas que viven, resulta más falso y aburrido e insincero que una buena novela que está incidiendo en el corazón mismo del poder. El lector lo sabe y también el escritor, que es su cómplice. Tras su carácter esencialmente subversivo, la novela policiaca busca instrumentar con su lenguaje una velada crítica del poder. Quiere desmantelar en lo posible los mecanismos que hacen funcionar a ese poder legal o extralegal, público o privado, gubernamental o industrial, y desactivar sus dispositivos.