Wednesday, September 06, 2006

 

Crucitrama

Si la peripecia es la solución de continuidad –es decir: una interrupción en el circuito narrativo—, la trama, entonces, es una relación de causa a efecto. Y si el escenario del crimen son los pulidos corredores del poder, se piensa aquí, pues, al hablar de la novela criminal gruesa (o “negra”, como dicen en París), no en una novela bobalicona entretenida en ir regando las piezas de un crucigrama o una “crucitrama”, como se permite decir Javier Coma, sino en una narración con todas las de la ley literaria: una novela “negra” no sobre el crimen sino en torno al crimen contemporáneo, que no pocas veces se gesta en las instancias más altas y delirantes del poder, en las recámaras menos sospechosas de la dirección del Estado o en los recovecos menos obvios e imaginables del poder financiero local, trasnacional o eclesiástico.
Nada cierto, nada contundente, nada comprobable, pero siempre útil para el regodeo en la hipótesis de que el género negro derivado del policiaco es, cuando menos, una de las muchas formas de provocación que procrea la literatura. A fin de cuentas se trata de una novela provocadora. De lo contrario, no valdría la pena. En ella pasa de contrabando un discurso subversivo.
Estas inferencias especulativas entran en la órbita de esa centrifugación de la “realidad” (otra palabra que ya no quiere decir nada sin comillas) que es el crimen –un asesinato, por ejemplo— como factor desencadenante narrativo. El cadáver, dice Sciascia, actúa como centrifugación de la realidad: como un disparadero narrativo.
Punto de partida, el cadáver despide una serie de emanaciones circulares –como la piedra que cae en un lago— que a uno, sin deberla ni temerla, lo hacen sentir sucio, culpable, avergonzado de su especie humana.
En La novela negra, la disquisición abiertamente crítica de Javier Coma, aparece una pseudonimografía imprescindible, dada la multitud de pseudónimos que han utilizado los especialistas de la novela criminal. Cada autor se expresa a través de muchos pseudónimos, como Fernando Pessoa, para desdoblarse tal vez o por la creencia de que el autor forma parte de la historia que se narra.
Dashiell Hammett alguna vez firmó en la revista Black Mask como Peter Collins (en la jerga de las cárceles de los años 20 “Collins” quería decir “nadie”) y el verdadero nombre de Ross MacDonald era Kenneth Millar, mientras que Donald Westlake ha firmado indistintamente (ya no quisiera utilizar adverbios terminados en mente) con los nombres de Richard Stark y Trucker Coe. (Sería bueno averiguar qué se traen los autores criminales con tanto pseudónimo, parecen una bandada de locos, con problemas de identidad: nunca se deciden cómo han de llamarse. Hay algo psicopatológico común a todos ellos, o de pirandelliano. Me acabo de enterar de que Ed McBain renunció a su eufórico auténtico nombre: Salvatore Lombino.)
Si se ha juzgado, entonces, subliteratura u obra ajena a la literatura “significativa”, la novela criminal ha aceptado ese desdén porque no es mucha su sed de aceptación; ha contemporizado con ese calificativo académico de “infraliteraria” porque quiere permanecer inadvertida, quiere seguir siendo popular, no quiere la gloria de los premios ni los prestigios literarios ni la convalidación del mercado cultural, no le importa que no la invitan a la fiesta, debido a su soterrada voluntad de mantenerse como discurso subversivo.
(Vivimos tiempos policiacos, pero hay que advertir que las más terribles disquisiciones literarias sobre el crimen de Estado, la mafia y sus desmanes, la dilución de los dólares del narcotráfico en las campañas electorales, las relaciones de complicidad entre funcionarios públicos y representantes del hampa, tienen la apariencia de juegos de niños frente a lo que está ocurriendo ahora en México.)
¿Subversión de la inofensiva literatura? Hasta cierto punto y de manera tal vez pueril, pero de algún modo irónico presente, reflejante, burlesco, macabro. Cuando se empieza a sospechar que, en un sentido obviamente muy figurado, la novela criminal es una bomba de tiempo y nada más (y nada menos), sin mayores pretensiones transformadoras, se refuerza la sospecha de que disimula una articulación subversiva: una cadena de ideas explosivas. Pone en entredicho la legitimidad misma del poder político e intenta que la gente entienda por sus propios medios “de qué burla se le hace objeto por parte de quien posee y administra el poder en su nombre”, según nos hizo ver un autor napolitano (Franceso Rosi). Es decir que, como escribía Sciascia:

“Nessuna veritá si saprá mai riguardo a fatti delittuosi che abbiano, anche minimamente, atienza con la gestione del potere.”

Comments: Post a Comment



<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?