Wednesday, September 06, 2006
La novela criminal
Un misterio parece ser el punto de partida de todo intríngulis policiaco. El lector quiere ver cómo se desarrolla la acción y qué es lo que sucede finalmente con los personajes: cuál es su destino.
Como todas las obras literarias, la novela criminal parte también de una convención, de una especie de aceptada complicidad entre escritor y lector. Una suerte de amistad momentánea se establece entre ellos. Una simpatía o, al menos, una empatía. Tal vez el lector no se tome tan en serio el asunto como, por motivos del oficio, el novelista. Se necesitaría ser un psicótico, ha dicho Raymond Chandler, para creer que es verdad o real lo que no aspira sino a una representación, a una parodia del mundo en que vivimos. Eric Ambler –maestro de ese otro “género” hermano del policial, el de la novela de espionaje, y que desborda sus límites cada vez más desparramándose en lo que podríamos reconocer como lo policiaco trasnacional— dice que ahora que los thrillers adquieren mayor respetabilidad que antes, sus novelas parecen tener alguna relevancia –o pertinencia— por su contexto social, por lo menos si se las compara con muchas de las novelas “serias” que actualmente se escriben. Si los críticos se interesan en ellas, razona Ambler, es porque dicen más sobre la forma en que piensa la gente y obran los gobiernos que muchas de las novelas convencionales.
Esta última observación de Ambler apunta –se puede inferir sin mucha dificultad— al tema del poder.
Sin embargo, no habría que hacerse demasiadas ilusiones acerca de que en todos los casos de la novela negra emana necesariamente un discurso sobre el poder, como podría deducirse fácilmente y sin mucho margen de error de buena parte de la obra cinematográfica de Francesco Rosi. Cuando se quiere demostrar una hipótesis, acudiendo a la acumulación de ejemplos –que los hay para todos los gustos— y al engaño de la manipulación estadística, casi se puede comprobar cualquier cosa mediante el atiborramiento de citas y datos. Proclamar tajantemente que la novela policiaca tiene como único tema el poder o que es esencial y sutilmente marxista sería una estupidez tan grotesca como aseverar que es positivista lógica o neokantiana. No se puede atribuir a ningún tipo de literatura un significado único que entronque cómodamente en algún esquema ideológico o teórico previo. Justamente, la aspiración de la literatura es desideologizar el lenguaje, las motivaciones y el comportamiento de los personajes. De ninguna novela se puede inferir que corresponde a algún código significativo filosófico o doctrinario cierto porque siempre se resbalaría hacia el error o a la imprecisión. La literatura juega con sus propias leyes y se mueve en una ambigüedad de personajes y situaciones, y a nadie se le ocurriría comprometer una obra como el vehículo exacto o aproximado de algún mensaje. En todo caso, son múltiples sus significados y sus matices.
Pero no debería abrumarnos tanto el escollo metodológico si lo que buscamos son algunas expresiones del poder en la literatura criminal (la de la tradición negra norteamericana, la de los planteamientos alternativos de Leonardo Sciascia, la del ensayo sobre política y delito de Hans Magnus Enzensberger, la de las reflexiones sobre el poder de Elías Canetti, la de las derivaciones hacia el bandolerismo social de E.J. Hobsbawm) y una posibilidad de lectura que discierna la ruta –a través de la novela y el ensayo social, político e histórico— que va del crimen al poder.
No obstante, para eludir el atajo arbitrario que nos pusiera de un salto súbito en la zona de una “conclusión” irrecusable, habría que atender a ciertas desviaciones necesarias que son producto de una imaginación o, en todo caso, de una elaboración teórica nada desdeñable.
Hay quienes creen que la novela negra o policiaca ha asumido “reflejos” del marxismo al imponer el realismo crítico en la narrativa sobre el crimen y “al haber evolucionado a tenor de los sucesivos acontecimientos históricos y sociales”.
Juan Marsé –el autor de Últimas tardes con Teresa y El embrujo de Shangai— se resiste a aceptar una relación automática entre el marxismo y la novela policiaca porque en buena parte “el detective privado está al servicio de la comunidad y de un orden convencional, de un orden al mismo tiempo al servicio de un sistema establecido, en contraposición”.
A Juan Carlos Martini también le resulta muy forzado encajonar a la novela, sea del color que sea, en un proyecto ideológico previo como el marxismo o cualquier otra concepción del mundo. Y es que ni las grandes novelas, dice Martini, “ni ninguna literatura... se pueden plantear en una fidelidad a ultranza hacia una teoría o incluso una práctica política, y ni siquiera hacia una interpretación filosófica del mundo, por científica que sea. Porque si no, estaríamos hablando de otra cosa que no sería literatura”.
La idea de Martini es que el objeto que se produce a través del hecho de escribir “tiene características y leyes propias”. El lenguaje de la novela no casualmente es la ambigüedad. Es ambivalente. Las cosas quieren decir una y otra cosa o varias cosas al mismo tiempo, según la época del escritor y según el lector.
En la novela negra “hay una puesta en funcionamiento del mundo en que vivimos y una actitud crítica indudable”, pero la literatura conjuga una serie de fenómenos estrictamente individuales que le hacen ser un producto en sí mismo contradictorio.
“Un escritor no es un profesional de la ideología y como persona es un ser humano contradictorio”, dice Martini. También coincide con Juan Marsé en la apreciación de que el investigador privado es un servidor del orden establecido. Por lo común quien lo contrata es un general o un industrial o un alto ejecutivo o un señor vinculado, por supuesto, al dinero y al poder. Para ese poder trabaja el detective aunque en lo más íntimo de su ser desee dinamitar ese sistema. Ricardo Muñoz Suay, por su parte, advierte un matiz importante: “El investigador privado efectivamente está al servicio de esa clase dominante y explotadora, pero lo que hace es descubrir el vicio, la crisis, de esa sociedad”.
Como todas las obras literarias, la novela criminal parte también de una convención, de una especie de aceptada complicidad entre escritor y lector. Una suerte de amistad momentánea se establece entre ellos. Una simpatía o, al menos, una empatía. Tal vez el lector no se tome tan en serio el asunto como, por motivos del oficio, el novelista. Se necesitaría ser un psicótico, ha dicho Raymond Chandler, para creer que es verdad o real lo que no aspira sino a una representación, a una parodia del mundo en que vivimos. Eric Ambler –maestro de ese otro “género” hermano del policial, el de la novela de espionaje, y que desborda sus límites cada vez más desparramándose en lo que podríamos reconocer como lo policiaco trasnacional— dice que ahora que los thrillers adquieren mayor respetabilidad que antes, sus novelas parecen tener alguna relevancia –o pertinencia— por su contexto social, por lo menos si se las compara con muchas de las novelas “serias” que actualmente se escriben. Si los críticos se interesan en ellas, razona Ambler, es porque dicen más sobre la forma en que piensa la gente y obran los gobiernos que muchas de las novelas convencionales.
Esta última observación de Ambler apunta –se puede inferir sin mucha dificultad— al tema del poder.
Sin embargo, no habría que hacerse demasiadas ilusiones acerca de que en todos los casos de la novela negra emana necesariamente un discurso sobre el poder, como podría deducirse fácilmente y sin mucho margen de error de buena parte de la obra cinematográfica de Francesco Rosi. Cuando se quiere demostrar una hipótesis, acudiendo a la acumulación de ejemplos –que los hay para todos los gustos— y al engaño de la manipulación estadística, casi se puede comprobar cualquier cosa mediante el atiborramiento de citas y datos. Proclamar tajantemente que la novela policiaca tiene como único tema el poder o que es esencial y sutilmente marxista sería una estupidez tan grotesca como aseverar que es positivista lógica o neokantiana. No se puede atribuir a ningún tipo de literatura un significado único que entronque cómodamente en algún esquema ideológico o teórico previo. Justamente, la aspiración de la literatura es desideologizar el lenguaje, las motivaciones y el comportamiento de los personajes. De ninguna novela se puede inferir que corresponde a algún código significativo filosófico o doctrinario cierto porque siempre se resbalaría hacia el error o a la imprecisión. La literatura juega con sus propias leyes y se mueve en una ambigüedad de personajes y situaciones, y a nadie se le ocurriría comprometer una obra como el vehículo exacto o aproximado de algún mensaje. En todo caso, son múltiples sus significados y sus matices.
Pero no debería abrumarnos tanto el escollo metodológico si lo que buscamos son algunas expresiones del poder en la literatura criminal (la de la tradición negra norteamericana, la de los planteamientos alternativos de Leonardo Sciascia, la del ensayo sobre política y delito de Hans Magnus Enzensberger, la de las reflexiones sobre el poder de Elías Canetti, la de las derivaciones hacia el bandolerismo social de E.J. Hobsbawm) y una posibilidad de lectura que discierna la ruta –a través de la novela y el ensayo social, político e histórico— que va del crimen al poder.
No obstante, para eludir el atajo arbitrario que nos pusiera de un salto súbito en la zona de una “conclusión” irrecusable, habría que atender a ciertas desviaciones necesarias que son producto de una imaginación o, en todo caso, de una elaboración teórica nada desdeñable.
Hay quienes creen que la novela negra o policiaca ha asumido “reflejos” del marxismo al imponer el realismo crítico en la narrativa sobre el crimen y “al haber evolucionado a tenor de los sucesivos acontecimientos históricos y sociales”.
Juan Marsé –el autor de Últimas tardes con Teresa y El embrujo de Shangai— se resiste a aceptar una relación automática entre el marxismo y la novela policiaca porque en buena parte “el detective privado está al servicio de la comunidad y de un orden convencional, de un orden al mismo tiempo al servicio de un sistema establecido, en contraposición”.
A Juan Carlos Martini también le resulta muy forzado encajonar a la novela, sea del color que sea, en un proyecto ideológico previo como el marxismo o cualquier otra concepción del mundo. Y es que ni las grandes novelas, dice Martini, “ni ninguna literatura... se pueden plantear en una fidelidad a ultranza hacia una teoría o incluso una práctica política, y ni siquiera hacia una interpretación filosófica del mundo, por científica que sea. Porque si no, estaríamos hablando de otra cosa que no sería literatura”.
La idea de Martini es que el objeto que se produce a través del hecho de escribir “tiene características y leyes propias”. El lenguaje de la novela no casualmente es la ambigüedad. Es ambivalente. Las cosas quieren decir una y otra cosa o varias cosas al mismo tiempo, según la época del escritor y según el lector.
En la novela negra “hay una puesta en funcionamiento del mundo en que vivimos y una actitud crítica indudable”, pero la literatura conjuga una serie de fenómenos estrictamente individuales que le hacen ser un producto en sí mismo contradictorio.
“Un escritor no es un profesional de la ideología y como persona es un ser humano contradictorio”, dice Martini. También coincide con Juan Marsé en la apreciación de que el investigador privado es un servidor del orden establecido. Por lo común quien lo contrata es un general o un industrial o un alto ejecutivo o un señor vinculado, por supuesto, al dinero y al poder. Para ese poder trabaja el detective aunque en lo más íntimo de su ser desee dinamitar ese sistema. Ricardo Muñoz Suay, por su parte, advierte un matiz importante: “El investigador privado efectivamente está al servicio de esa clase dominante y explotadora, pero lo que hace es descubrir el vicio, la crisis, de esa sociedad”.