Wednesday, September 06, 2006

 

El policía que todos llevamos dentro

Sería una exageración y una inexactitud pero sobre todo una ingenuidad estatuir que en todos sus casos la novela criminal comporta una crítica del poder.
Al contrario: abundan más las muestras en que –como en las series televisivas norteamericanas, que por cierto han pasado un poco de moda— lo que se procura ideológicamente es reforzar el sistema de justicia imperante y las instituciones que constituyen su aparato. Lo más frecuente es que –de manera superficial y maniquea, según el nítido esquema de los buenos y los malos— los agentes policiacos encarnen el bien y que la criminalidad sólo asome en personajes “enfermos”, de carácter “delincuencial”, de conducta “antisocial”, “pobres diablos” y miserables. No se va en esta novela boba –producida en cadena y a veces confeccionada por mercenarios— más allá de lo que sería la injusticia y el abuso del poder, ni se completa el cuadro social de las causas y las relaciones de dominación que se practican en la sociedad.
Son menos por desgracia las novelas criminales que sí se emplean a fondo y tocan frecuencias de indiscutible excelencia literaria y dramática. Basta recordar Cosecha roja, de Dashiell Hammett; El largo adiós, de Raymond Chandler; Disparen contra el pianista, de David Goodis; o Lady Killer, de Masako Togawa.
Buenas o malas (a veces no discriminamos), las novelas policiacas ejercen en nosotros una fascinación especial. Su misterio es como el enigma de la realidad y de la vida. ¿Por qué las leemos? ¿Ponemos nuestra fe en un policía? ¿Nos identificamos con él? ¿Qué opción tenemos en el caso mexicano de la policía delincuente?
Vivimos tiempos policiacos.
Habitamos una novela policiaca.
La propensión al chisme, la desconfianza esporádica o permanente en el prójimo –ese principio de realidad que consiste en no confiar en nadie—, la curiosidad por los motivos de las acciones de los seres humanos que nos circundan, podrían significar nuestro desasosiego ante la hipocresía que a veces empaña las relaciones humanas.
No vayamos aquí a caer en el ridículo de hacer una especie de filosofía de la novela policiaca pero, como simple conjetura, podría pensarse que todos llevamos un policía adentro –como el Mister Jekyll que llevaba a Mister Hyde, en esa gran metáfora sobre la manía depresiva, la doblez o el ser escindido o esquizoide que es la novela de Stevenson— y que al descubrirlo nos sentimos más que culpables: aterrorizados. Si el contorno social nos afecta y determina reactivamente algunas de nuestras conductas, podría decirse, en la perspectiva de la novela criminal, que nos intriga ver reflejados en el espejo de la narración los misterios de la vida pública y justificada nuestra desconfianza en la averiguación estatal de la justicia.
Al policía lo podemos tener en casa: en nosotros mismos, pues tal vez sin querer desarrollamos una personalidad policiaca. Tender preguntas capciosas y aparentemente inocentes es policiaco. Por su carácter vigilante y persecutorio, la inquisición de este policía que llevamos dentro sin saberlo difiere del interrogatorio del reportero o del psicoanalista o del gastroenterólogo; lo mismo indagar e intentar corroborar lo que nos dicen las personas más cercanas a nosotros, porque ponemos en práctica un espíritu de suspicacia y de persecución. Nos volvemos autoritarios e intolerantes. Esta situación, que en lo individual puede ponernos al borde de la paranoia y en lo social en la degradación de la convivencia civil, se exacerba aún más en los regímenes donde el propio poder del Estado es paranoico, propicia la delación y la intransigencia.
Víctima o victimario, el lector encontrará en el espacio fantástico de la ficción policiaca el misterio que le convenga, la caricatura de su propia vida empequeñecida o engrandecida según el territorio social, existencial y político que le toque en suerte ocupar... en la vida real.
No pocas veces, sobre todo en las declaraciones públicas, el lenguaje se utiliza más para ocultar la realidad que para aclararla. Más para disfrazar la verdad que para exhibirla. Más para escamotearla que para desnudarla. Todos tenemos la necesidad de conocer la verdad, pero no queremos que se nos haga ver ni que se nos mencione. Debe estar oculta, latente, enmascarada por el lenguaje. En ese sentido hay un parentesco entre el discurso de la novela policiaca y el discurso político. En la novela se nos va dando la información poco a poco, dosificadamente. En la política, el poder nos habla para ocultarnos algo, para eludirnos, para tender una coartada de humo entre las palabras. Por tanto, la única ventaja de la novela policiaca frente a la realidad y el misterio político (por ejemplo: los crímenes de Estado, las personas desaparecidas, los entendimientos con el hampa, el fraude electoral), es que a fin de cuentas, al final, a la hora de la hora, sí ofrece una respuesta. Su juego es un poco más limpio.
Y tal vez resida allí una de las posibles razones por las cuales el lector de novelas criminales se fascina y concentra en el misterio, porque en el país de la impunidad todo es enigma y abuso de poder. Y porque en la novela, como en el deporte y nunca en la política, sí se respetan las reglas del juego.


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