Wednesday, September 06, 2006
Un buen detective nunca se casa
Representante del lector en la trama, obsesivo perseguidor de la “verdad” (vocablo que ya no se puede escribir sin comillas), el detective de casi todas las novelas de Raymond Chandler rescata de la tradición romántica el carácter del héroe solitario. Sin embargo, y a diferencia el caballero quijotesco que sí combina un ideal de justicia con una ilusión amorosa, Philip Marlowe –el protagonista chandleriano de El largo adiós, El sueño eterno, La dama del lago— no relaciona su mundo íntimo con su quehacer profesional. Lo contemplamos desde afuera, muy pocas veces tenemos acceso a su vida emocional y mental, salvo en los instantes en que discurre con inteligencia deductiva, asociativa, en torno al problema de un asesinato o al desactivar los componentes de un enigma.
Esta característica del investigador privado –impensable en nuestro ámbito mexicano, donde no existe el Estado y, por tanto, el sistema de administración de la justicia es impredecible—, movido por la curiosidad ante lo desconocido, no quiere ser fiel a un propósito que rechace lo sentimental sino, sencillamente (otro adverbio terminado en mente), a una exigencia del género.
(Lo que se dice entre paréntesis suele ser un susurro: un “aquí entre nos” dirigido al lector—cómplice.)
“Un detective verdaderamente bueno nunca se casa”, estatuye Raymond Chandler, a riesgo de parecer misógino. Y se explica, tiene que explicarlo, nos debe una explicación: “El interés por lo amoroso casi siempre debilita la obra policiaca, pues introduce un tipo de suspenso que resulta antagónico con la lucha del detective por resolver el problema.” Se trata, pues, de razones técnicas del novelista que no quiere distraernos del primordial objetivo de su historia. Ya podemos nosotros inferir la infelicidad sexual de este tipo de investigador independiente (del Estado) o su contenida alegría en sus momentos de particular alborozo. Generalmente vive solo, tiene más de 40 años, fuma (en ese entonces el cigarro todavía no daba cáncer), bebe whisky, y la calidad de su deseo –a diferencia del cónyuge permanente— se mantiene al tiro: viva, fresca, ante la súbita o dilatada presencia de una mujer... ancha y ajena.
Todo esto lo podemos ver o intuir desde afuera sin que el narrador nos lo haga implícito, según nuestra proyección personal o nuestras necesidades imaginativas. Porque la sensualidad del detective se despliega sobre todo en el placer de la mente que desarma un misterio, en la concentración del analista profundo que va atando los cabos y componiendo el rostro de la “verdad”. La suya es la sensibilidad del investigador científico. La suya es la curiosidad del niño que juega. Y tal parece que es esta idea fija su motor y no tanto un afán de índole ética que lo impele a promover la justicia, salvar al débil, devengar el poco o el suficiente dinero que le pagan por sus servicios.
La California de los años 40 que pinta Chandler, Los Ángeles, la estación del ferrocarril de San Diego, el ambiente en que se desenvuelven sus criaturas relacionadas por distintas formas del poder (la riqueza, el lujo, la política institucional, la capacidad de intriga y la conspiración), la ternura con la que aparecen trazados algunos personajes mexicanos de Los Ángeles, nos acercan a un micromundo representativo de las fuerzas que operan en la realidad (cada clase defiende sus propios intereses) y en el inconsciente de hombres y mujeres.
Un años antes de morir en La Jolla, Raymond Chandler dio a la imprenta (en 1958) la versión novelística de lo que había sido un guión no filmado: Playback. Allí, por primera vez en su trayectoria como personaje que también envejece, Philip Marlowe considera la posibilidad de casarse... con Linda Loring.
Muerta su esposa en 1954, que le llevaba 18 años de edad, Chandler sobrevivió a un intento de suicidio que antecedió a la elaboración de Playback. En un relato póstumo, The Poodle Springs Story, inconcluso (como la sinfonía de Schubert), Marlowe aparece casado con Linda Loring, aquella señorita de Los Ángeles con quien compartía los gimlets. Pero poco refulge esta última novela corta entre las obras mayores del inmortal Chandler.
El Philip Marlow que pervive es el detective solterón inmerso en una época que lo aplasta y ahoga. Como solitario representa la soledad del lector. Como investigador significa la mente inquisitiva del niño o del científico. Y como testigo de su tiempo hace referencia indirecta a la descomposición del poder en una sociedad en la que la hipocresía y la mentira parecen necesarias para sobrevivir.
Allí está, pues, el detective solterón que en las actuales circunstancias trágicas de nuestro tiempo no tiene interés ni tal vez posibilidad de perseguir un ideal amoroso. Su pasión está en la lucha, en la búsqueda pertinaz de la “verdad” y la dignidad.
Su descanso es el pelear, como decía el amigo de Sancho.
Esta característica del investigador privado –impensable en nuestro ámbito mexicano, donde no existe el Estado y, por tanto, el sistema de administración de la justicia es impredecible—, movido por la curiosidad ante lo desconocido, no quiere ser fiel a un propósito que rechace lo sentimental sino, sencillamente (otro adverbio terminado en mente), a una exigencia del género.
(Lo que se dice entre paréntesis suele ser un susurro: un “aquí entre nos” dirigido al lector—cómplice.)
“Un detective verdaderamente bueno nunca se casa”, estatuye Raymond Chandler, a riesgo de parecer misógino. Y se explica, tiene que explicarlo, nos debe una explicación: “El interés por lo amoroso casi siempre debilita la obra policiaca, pues introduce un tipo de suspenso que resulta antagónico con la lucha del detective por resolver el problema.” Se trata, pues, de razones técnicas del novelista que no quiere distraernos del primordial objetivo de su historia. Ya podemos nosotros inferir la infelicidad sexual de este tipo de investigador independiente (del Estado) o su contenida alegría en sus momentos de particular alborozo. Generalmente vive solo, tiene más de 40 años, fuma (en ese entonces el cigarro todavía no daba cáncer), bebe whisky, y la calidad de su deseo –a diferencia del cónyuge permanente— se mantiene al tiro: viva, fresca, ante la súbita o dilatada presencia de una mujer... ancha y ajena.
Todo esto lo podemos ver o intuir desde afuera sin que el narrador nos lo haga implícito, según nuestra proyección personal o nuestras necesidades imaginativas. Porque la sensualidad del detective se despliega sobre todo en el placer de la mente que desarma un misterio, en la concentración del analista profundo que va atando los cabos y componiendo el rostro de la “verdad”. La suya es la sensibilidad del investigador científico. La suya es la curiosidad del niño que juega. Y tal parece que es esta idea fija su motor y no tanto un afán de índole ética que lo impele a promover la justicia, salvar al débil, devengar el poco o el suficiente dinero que le pagan por sus servicios.
La California de los años 40 que pinta Chandler, Los Ángeles, la estación del ferrocarril de San Diego, el ambiente en que se desenvuelven sus criaturas relacionadas por distintas formas del poder (la riqueza, el lujo, la política institucional, la capacidad de intriga y la conspiración), la ternura con la que aparecen trazados algunos personajes mexicanos de Los Ángeles, nos acercan a un micromundo representativo de las fuerzas que operan en la realidad (cada clase defiende sus propios intereses) y en el inconsciente de hombres y mujeres.
Un años antes de morir en La Jolla, Raymond Chandler dio a la imprenta (en 1958) la versión novelística de lo que había sido un guión no filmado: Playback. Allí, por primera vez en su trayectoria como personaje que también envejece, Philip Marlowe considera la posibilidad de casarse... con Linda Loring.
Muerta su esposa en 1954, que le llevaba 18 años de edad, Chandler sobrevivió a un intento de suicidio que antecedió a la elaboración de Playback. En un relato póstumo, The Poodle Springs Story, inconcluso (como la sinfonía de Schubert), Marlowe aparece casado con Linda Loring, aquella señorita de Los Ángeles con quien compartía los gimlets. Pero poco refulge esta última novela corta entre las obras mayores del inmortal Chandler.
El Philip Marlow que pervive es el detective solterón inmerso en una época que lo aplasta y ahoga. Como solitario representa la soledad del lector. Como investigador significa la mente inquisitiva del niño o del científico. Y como testigo de su tiempo hace referencia indirecta a la descomposición del poder en una sociedad en la que la hipocresía y la mentira parecen necesarias para sobrevivir.
Allí está, pues, el detective solterón que en las actuales circunstancias trágicas de nuestro tiempo no tiene interés ni tal vez posibilidad de perseguir un ideal amoroso. Su pasión está en la lucha, en la búsqueda pertinaz de la “verdad” y la dignidad.
Su descanso es el pelear, como decía el amigo de Sancho.