Wednesday, September 06, 2006

 

La novela roja

Fiel a una absurda manía clasificadora, o académica, alguien quiso alguna vez ponerle color a las novelas. La novela “negra” es la que se empezó a conocer en Francia hacia 1946, apenas terminada la guerra, y no era otra que la novela policiaca norteamericana. El primer editor de la serie “negra” en la casa Gallimard fue Marcel Duhamel y su “Serie Noire” tuvo tanto pegue que pronto surgieron imitaciones: “Angle Noir”, en la editorial Arthaud; “Chat Noir”, en las ediciones de Cherdon; “Collection Noir Franco—Américaine”, en la editorial del Globe; la “Main Noir”, en Dumas, etcétera.
Según esta concepción editorial, la primera novela “negra” francesa –por aquello del componente criminal y norteamericano— fue Escupiré sobre sus tumbas, de “Vernon Sullivan”, es decir: Boris Vian. Al disimularse tras un pseudónimo, Boris Vian logró muy bien tomarles el pelo a los lectores franceses que, entre noviembre de 1946 y diciembre de 1947, compraron 500 mil ejemplares de esta novela cuya trama sucede en el sur de los Estados Unidos.
Prefabricó, pues, una novela negra, casi de receta. Parodió la forma y tuvo éxito. El adjetivo “noir” (negra) hizo furor y la imitación paso al otro lado de los Pirineos y en las editoriales de Barcelona dieron también por llamarle a la criminal “novela negra”. (Ya se sabe que a los españoles les encanta imitar todo lo que hacen los franceses, así como a los argentinos emular lo que conciben los italianos, y a los mexicanos todo lo que hacen los gringos.) Pero al pasar de España a México uno siente que el adjetivo “negra” es falso. No funciona. Parecería más lógico llamarle a la criminal mexicana “novela roja”.
La calificación es tan arbitraria como la que en Italia se usa para designar a las novelas “amarillas”, es decir, a las policiacas. Todo porque una vez la editorial Mondadori lanzó en una colección de canto amarillo los thrillers más famosos de los años cincuenta.
Pero en México asociamos más con el rojo la sangre y los hechos de sangre, cométanse por arma blanca o de fuego. Así, las páginas policiacas de los periódicos se reconocen como de “nota roja”. A nadie se le ocurriría decir que Fulano, el que cubre la fuente policiaca en un diario, es un estupendo redactor de “nota negra”.
Por otro lado, una novela como Por otra parte, la muerte, del norteamericano Richard Stevenson, resulta ser una novela policiaca gay. El detective, Donald Strachey, tiene su pareja y se conduce con toda naturalidad y dignidad mientras hace sus investigaciones. ¿Qué color habría que ponerle a este tipo de novela? ¿Lila?
En todo caso imaginemos que viene ya gestándose la novela roja mexicana. Dentro de unos años, hacia finales del siglo y principios del XXI, los historiadores de la literatura escribirán sobre la “novela roja mexicana” de los años noventa.
La novela roja sería hiperrealista, es decir: imitaría en lo posible la dimensión trágica de la realidad, competiría con ella, y tendría como característica fundamental la no solución del misterio.
Llevaría títulos como Personas desaparecidas, El autor intelectual, Cárceles clandestinas, La reina de las pruebas.
En la novela roja mexicana nunca se encontraría al culpable: el que la hace nunca la paga, sobre todo si pertenece directa o indirectamente a la clase gobernante o a una de las corporaciones policiacas. En la novela roja mexicana tener poder equivaldría a tener impunidad. Pero por encima de todas las cosas, la regla de oro de la novela roja mexicana sería que nunca se hiciera justicia: la novela de la impunidad.
En la novela roja habría una identidad intercambiable entre policías y delincuentes. O mejor: los criminales serían los policías y no habría nadie que los persiguiera porque el hampa misma estaría en la administración de la justicia –como en M, la película de Fritz Lang—, desde las primeras instancias del Poder Ejecutivo (los policías y sus madrinas) y del Judicial hasta la Suprema Corte de Justicia.
Este hiperrealismo como el de los murales de Los Ángeles, California, que son más reales y realistas que su modelo, obligaría a los novelistas rojos a llamarles a las cosas y a los hombres y a las mujeres por su verdadero nombre. No cometerían ellos la prudencia de Luis Spota de no llamarles a las personas por sus nombres, ni a las ciudades, ni a Los Pinos (la casa presidencial), ni a los funcionarios.
“Spota no se atrevía a ponerle nombre propio a los personajes”, había dicho una vez Vicente Leñero, y se preguntaba en aquel entonces:
¿Qué sucedería si esta novelística política toma el toro por los cuernos y empiezan a hablarnos de los personajes reales y tal como son? [...] ¿Qué pasaría si en lugar de inventar un nombre para el presidente del partido oficial, que en la novela se puede llamar Bok, esa novela hablara de un partido oficial que se llama PRI y del jefe del partido que se llama Luis Donaldo Colosio? [...] ¿Qué pasaría si nosotros los novelistas empezamos a tomar la realidad como tema de las novelas y ya sin abstracciones, ya sin simulaciones, ya sin derivaciones (que son, por supuesto, legítimas, pero no suficientemente valientes, digámoslos así), acometiéramos la realidad mexicana con su propio nombre?
POST SCRIPTUM
¿Tendríamos también que hablar de “Máscara roja”?


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