Wednesday, September 06, 2006

 

Política del enigma

El misterio, la curiosidad por lo desconocido, la impotencia fundamental ante los crímenes de un Estado que no se juzga ni se procesa a sí mismo, remueven en nuestra conciencia (o inconciencia) una inescapable relación perturbadora con la autoridad –paternal, maternal, estatal, laboral— y con el poder difuminado tanto en los jardines del Príncipe (gobierno, ejército, policía) como en los recovecos del capital monopólico (industrial, financiero, comercial, televisivo) y del crimen organizado que se confunde con el “complejo burocrático empresarial”.
En sus novelas Raymond Chandler no se limita a presentar la descripción de un delito simplemente por la ociosidad de contar una historia y producir un libro de consumo. Detrás de la apariencia primera de las cosas surgen, al fondo del corredor, a derecha e izquierda, otras recámaras de la conciencia humana que lindan con la tragedia clásica: se pone en evidencia la complejidad de un mundo social que con todas sus contradicciones aplasta al individuo y exhibe sus mecanismos más macabros: los del poder. “Rayan en la tragedia y nunca son completamente trágicas”, dice Chandler respecto a las novelas policiacas. En La dama del lago, del propio Chandler, el jefe de la policía se lamenta de la calidad profesional y moral de sus subordinados: “Los asuntos policiales son un verdadero problema. Se parecen a los asuntos de la política. Exigen hombres de calidad, pero no ofrecen nada lo suficientemente interesante como para atraerlos.”
Gramsci creía, por su parte, que la novela policiaca está coloreada por la ideología popular en torno a la administración de la justicia, especialmente si se entrelaza con ella la pasión política.
“Volé a casa desde Mazatlán un miércoles en la tarde. Cuando nos aproximábamos a Los Ángeles, el avión de Mexicana perdió altura volando sobre el mar y vi por primera vez la mancha de petróleo”, escribe Ross MacDonald al principio de La bella durmiente, una de sus mejores ficciones criminales.
En las fascinantes páginas de esta novela el lector se sumerge cuando se va enterando de los pormenores del caso que tiene lugar alrededor de un pozo petrolífero averiado en la costa sur de California. Generaciones van y generaciones vienen, pero la familia multimillonaria de apellido Lennox sigue usufructuando la propiedad de los pozos cuando la joven heredera de la familia desaparece misteriosamente.
Archer, el detective de casi todas las novelas de MacDonald, se emplea en su búsqueda e irrumpe así, como en un viaje retrospectivo, en el horrible pasado de las ocultas vidas de una familia que se debate entre el dinero, el poder, y “un instinto casi compulsivo hacia la infidelidad entre maridos y esposas, entre padres e hijos, amigos, subalternos y jefes, en pocas palabras: una infidelidad hacia la vida misma”.
No es ésta por supuesto la única novela policiaca de este autor de California a quien muchos consideraban continuador directo y natural de Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Sam Spade, el detective creado por Hammett (1894—1961) y Philip Marlowe, imaginado por Chandler (1888—1959), son los antecedentes de este Lew Archer que se ve envuelto en la tarea de esclarecer una u otra historia complicada que esconde otras historias menores o colaterales a veces más complejas y turbias.
Justamente al caso de Ross MacDonald se aplican estas palabras de Roman Gubern que, al considerar a la novela policiaca como el espacio del detective privado “cuya función principal es perseguir y desenmascarar a quienes han atentado contra la vida o la fortuna de los poderosos”, intenta desmitificar la figura del “héroe” policiaco como tradicional luchador en pro de los derechos de los humildes.
No, explica Gubern, no se trata de eso. Hay que hacer otra lectura: si bien el investigador privado obra en función de ciertas ideas sobre la propiedad privada y las estructuras de dominación en la sociedad, lo que hay que hacer es leer tal circunstancia, dice Gubern, “como una involuntaria crónica de la jungla capitalista, en donde la delincuencia a la caza de fortunas es una desviación patológica de la ortodoxa lucha de clases”.
Si se considera a la novela policiaca como una consecuencia, dice Gubern,
de la codicia económica y de la institución de la propiedad privada, como la crónica negra y la antiepopeya del capitalismo, esquematizando y quintaesenciando el gran drama stendhaliano y balzaciano de la ambición, podría explicarse tal vez la pobreza de este género en los países socialistas, aunque sospecho que existen además otras razones para explicar este fenómeno.
No es fácil, y probablemente tampoco útil, sacar conclusiones tan recortadas a partir de ciertos esquemas novelísticos como quieren algunos intérpretes de la literatura. Es difícil postular con certeza si la fascinación por las novelas policiacas obedece siempre a la desconfianza en el sistema de justicia predominante, según el cual el poder lo tienen los agentes sueltos en la calle más que los funcionarios de escritorio que no se ensucian las manos. Se ha creído a veces que la fe en un investigador privado –inexistente en la realidad mexicana, por lo demás— deriva del repudio lógico a los policías oficiales o a su venalidad, pero siempre resultan guangas estas aproximaciones. Sin embargo, es posible que la novela policiaca ejerza en nuestro inconsciente una cierta influencia en relación con la autoridad y el poder representado tanto por el Estado como por las otras ramificaciones de la clase acumuladora del capital.

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