Wednesday, September 06, 2006

 

Política de la novela

Pobrecito, nunca ha entendido lo que es
la política.
—Sí, pero usted tampoco entiende lo que es
la literatura.
-Anónimo


No es un calificativo, el de política, suficientemente catalogado aún en las historias de la literatura; al menos, no está tan arraigado como el adjetivo que compone expresiones como “novela rosa”, “novela policiaca”, “novela histórica”. No se sabe a quién se le ocurrió un día ponerle color a las novelas, pero es un hecho que etiquetas como “novela rosa” o “novela negra” se han incorporado ya sin el menor cuestionamiento al catálogo de la crítica literaria o a los textos de uso didáctico. De la novela política no se habla mucho, tal vez porque puede parecer poco delicado y un tanto irrespetuoso insinuar con el adjetivo que se está calificando a una novela de panfletaria o, cuando menos, de vehículo en el que tratan de hacerse pasar de contrabando (escondidas entre las líneas) algunas ideas políticas.
Irwing Howe, en un ensayo muy estimado en los años sesenta, The politics and the novel, adelanta que la novela política es aquella en la que “predominan las ideas políticas y se construye un clima político, con la posibilidad de conseguir algún resultado en el plano crítico”.
Para los lectores de nuestro tiempo, nuestros contemporáneos, a unos años de que concluya este siglo, es muy posible que la novela política sea aquella en la que se explora una reflexión sobre el poder y sus perversiones en la sociedad política. Sea policiaco el esquema formal, sea histórico o satírico, a lo que nos invita el autor de una novela implícita o explícitamente política, es a una meditación sobre el poder y sus mecanismos, sobre la tragedia, los equívocos, las manipulaciones de un poder que, en última instancia, necesaria y ontológicamente, siempre es criminal. En la sustancia misma del Estado, desde los tiempos de Licurgo o de Julio César, pervive el germen de su criminalidad.
El adjetivo que por no se sabe qué manía clasificatoria o definitoria se ensarta a una novela podría ser, pues, una invención e los lectores y no tanto una categorización inapelable que los profesores de literatura esgrimen con fines didácticos.
La adjetivación es tan caprichosa como la que patrocinó un menú para bibliófilos (o bibliófagos) que querían a la carta una novela rosa, una novela histórica, una novela costumbrista, una novela psicológica, una novela de espionaje, una novela urbana, una novela policiaca, y a quienes ahora se les antoja –alucinados por una concepción antropológica, sociológica o periodística de la literatura— una novela como la que aquí nos convoca: la novela política.
Si en cierto momento del siglo XIX, hace poco más de cien años, Edgar Allan Poe articuló lo que más tarde habría de catalogarse como relato policiaco (y, por extensión, novela policiaca), lo cierto es que también inventó –como anota Jorge Luis Borges— un nuevo tipo de lectores: los lectores de novela policiaca. Siguiendo esta lógica borgeana –si es que se le puede llamar lógica a lo que no es sino una provocación nacida de la malicia literaria de Borges—, podríamos permitirnos la licencia de proponer, aquí y ahora, que en cierto modo nosotros los lectores somos los autores de los géneros novelísticos. El adjetivo calificativo, reductor y limitante, depende pues de la lectura que hagamos de una novela o de cualquier otra forma de la producción literaria.
El suspicaz lector del siglo XX bien podría dilucidar una intriga policiaca en la historia que se cuenta en Edipo rey, de Sófocles. Pero otro lector no menos malicioso también podría experimentar esa tragedia como una obra política, en la medida en que allí se dramatiza una toma individual e incestuosa del poder. Otro lector, o el mismo, con los lentes deformantes o microscópicos del politizado, podría asimismo ver en las tragedias históricas de Shakespeare una no disimulada reflexión del drama que es en sí mismo el poder, una sangrienta tragedia política –como en Ricardo III— donde aparentemente sólo se pone en escena el tema clásico de la ambición.
En los últimos años ha cobrado fuerza la sospecha de que en toda novela policiaca se pasa de contrabando una novela política, es decir: una reacción frente al poder; es decir: una crítica del sistema de injusticia imperante; es decir: una puesta en tela de juicio de la legitimidad misma de las instituciones: el Estado, la propiedad privada, el matrimonio, la familia, el Poder Judicial que siempre es Ejecutivo y que se confunde con el hampa (que es su par).
Novela política sería entonces la policiaca. Novela política sería asimismo la novela de espionaje, esa dilatada narrativa sobre lo policiaco transnacional.
Sin embargo, por mucho que nos seduzca la proposición de Borges, en el sentido de que nuestra lectura es la que hace el género de la novela, no es un secreto que se han escrito novelas explícita y descaradamente políticas, ficciones que se quieren políticas desde su planteamiento, su tema, sus personajes y su intención.
Los pasillos del poder, del británico C.P. Snow, desde su mismo título anuncia su campo de acción narrativa: la competencia por el poder en Londres, el rito de la abyección, la degradación humana que comporta el disfrute y el ejercicio del poder, de ese poder que en el viaje de la política se precipita o se convierte –para usar una metáfora procedente de la química— en la cocaína de los políticos.
Otro ámbito del quehacer político –más serio, más comprometido, más trágico— se indaga en La condición humana, de André Malraux: el destino del guerrero revolucionario, su relación con la muerte, la decisión del asesinato. “El que no ha matado es virgen.”
La lista no es infinita, pero resulta inabarcable en una recensión como la que aquí aventuramos. Piénsese sobre todo en El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez; El contexto, de Leonardo Sciascia; El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa; Los novios, de Alessandro Manzoni; Los virreyes, de Federico de Roberto; Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia. Y piénsese especialmente en Pedro Páramo, de nuestro querido e inolvidable Juan Rulfo, que acaso sin saberlo elaboró la meditación más profunda sobre el poder mexicano, es decir: sobre el presidencialismo. Y no se olvide, por supuesto, al más trabajador de esa materia impura que es la política: José Revueltas.
Es obvio que se me escapan muchísimos otros autores, pero la memoria es editora y seleccionadora, y el hecho mismo de recordar unos títulos y excluir otros habla de una sabiduría de la memoria colectiva que, como vuelve a decir nuestro querido Borges, va construyendo una biblioteca dispar.


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