Friday, February 11, 2011
La insurrección despolitizada
No fue tanto la idea fácil de la “colombianización” del país lo que disgustó al gobierno mexicano hace unas semanas a raíz de las declaraciones de la secretaria de Estado Hillary Clinton sino el empleo de otra palabra: insurrección, que hoy como siempre tiene una connotación militar y política. En todo caso la comparación con Colombia acarrearía muchas cosas que no son malas: las elecciones electorales limpias, por ejemplo; los festivales de poesía a los que asisten miles de espectadores, la consignación efectiva de funcionarios públicos por motivos de corrupción, el desempeño de los jueces civiles y penales que no se someten a los intereses políticos del Ejecutivo, cosas que en México aún no podemos tener.
Por lo menos hasta este tramo de la historia una insurrección equivale a un levantamiento, a una sublevación o a la rebelión de un pueblo como la que protagonizaron los franceses con la toma de la Bastilla. Otro concepto está en la palabra subversión, que es el acto de declarase en contra de la autoridad constituida y de combatirla.
Los escritores de Hillary Cinton evidentemente pensaron en concordancia con los expertos militares del Pentágono que han interpretado el problema del narcotráfico en México como si de una rebelión política se tratara. Hay que usar, en consecuencia, las tácticas de la antiguerrilla. Pero ¿qué tal que la supuesta subversión carece de motivación política? Estamos entonces, probablemente, ante un fenómeno nuevo en el transcurso de la historia: el acoso al Estado por parte de una criminalidad tan organizada como despolitizada. No una revolución con un programa político sustituto o una ideología sino un desplante armado desde el poder exclusivamente criminal que, por otra parte, hace cosas (como el bloqueo de avenidas) que nunca pudo hacer la guerrilla de los años 70.
Algo así sucedió en un pueblo del Japón medieval tomado por unos malhechores y que sólo consigue su liberación gracias a Los siete samuráis, según el título de la obra maestra de Akira Kurosawa.
Por lo demás, hay y ha habido países que han convivido con la criminalidad, en una coexistencia no necesariamente pacífica y muy tensa. Colombia, por ejemplo. En Italia se dio un momento en que, luego de los asesinatos de los jueces Falcone y Borsellino, en 1992, el Estado se dio cuenta de que ya no podía ser sometido por activistas mafiosos que además no tenían ninguna preparación intelectual o política.
Y procedió en consecuencia. Nunca como en la primera década del siglo el Estado italiano había diezmado tanto a la mafia siciliana. Como se preveía, no se extirpó del todo porque su origen mismo está en el corazón de la familia siciliana, pero se acabaron las complicidades con los partidos políticos y con los servicios secretos.
Un funcionario de la ONU que ha vivido en México, Bernardo Basaglia, dice que son más de 900 las zonas del país en las que el Estado ya no pinta. Afirmar que ya son 400 los municipios que el Estado ya no controla, como lo declaró el secretario de Gobernación, en cierto modo equivale a una capitulación. Si son 2500 los municipios del país, quiere decir que cerca de una quinta parte está a la deriva: una superficie en la que cabrían juntas, por lo menos, las penínsulas de Baja California y Yucatán.
Por lo menos hasta este tramo de la historia una insurrección equivale a un levantamiento, a una sublevación o a la rebelión de un pueblo como la que protagonizaron los franceses con la toma de la Bastilla. Otro concepto está en la palabra subversión, que es el acto de declarase en contra de la autoridad constituida y de combatirla.
Los escritores de Hillary Cinton evidentemente pensaron en concordancia con los expertos militares del Pentágono que han interpretado el problema del narcotráfico en México como si de una rebelión política se tratara. Hay que usar, en consecuencia, las tácticas de la antiguerrilla. Pero ¿qué tal que la supuesta subversión carece de motivación política? Estamos entonces, probablemente, ante un fenómeno nuevo en el transcurso de la historia: el acoso al Estado por parte de una criminalidad tan organizada como despolitizada. No una revolución con un programa político sustituto o una ideología sino un desplante armado desde el poder exclusivamente criminal que, por otra parte, hace cosas (como el bloqueo de avenidas) que nunca pudo hacer la guerrilla de los años 70.
Algo así sucedió en un pueblo del Japón medieval tomado por unos malhechores y que sólo consigue su liberación gracias a Los siete samuráis, según el título de la obra maestra de Akira Kurosawa.
Por lo demás, hay y ha habido países que han convivido con la criminalidad, en una coexistencia no necesariamente pacífica y muy tensa. Colombia, por ejemplo. En Italia se dio un momento en que, luego de los asesinatos de los jueces Falcone y Borsellino, en 1992, el Estado se dio cuenta de que ya no podía ser sometido por activistas mafiosos que además no tenían ninguna preparación intelectual o política.
Y procedió en consecuencia. Nunca como en la primera década del siglo el Estado italiano había diezmado tanto a la mafia siciliana. Como se preveía, no se extirpó del todo porque su origen mismo está en el corazón de la familia siciliana, pero se acabaron las complicidades con los partidos políticos y con los servicios secretos.
Un funcionario de la ONU que ha vivido en México, Bernardo Basaglia, dice que son más de 900 las zonas del país en las que el Estado ya no pinta. Afirmar que ya son 400 los municipios que el Estado ya no controla, como lo declaró el secretario de Gobernación, en cierto modo equivale a una capitulación. Si son 2500 los municipios del país, quiere decir que cerca de una quinta parte está a la deriva: una superficie en la que cabrían juntas, por lo menos, las penínsulas de Baja California y Yucatán.
Thursday, February 19, 2009
Revelaciones de Máscara Negra
por Vicente Alfonso
En Pacto de sangre, James M. Cain ofrece tres elementos esenciales para un asesinato perfecto. El primero es la ayuda: nadie mata solo. En segundo lugar enlista lo que los manuales de derecho conocen como alevosía, y que consiste básicamente en que el procedimiento, el sitio y la hora de la muerte sean conocidos de antemano por los verdugos. Sin embargo, lo que realmente distingue a los profesionales de los advenedizos es la audacia. El crimen perfecto no es aquel cuyo autor jamás llega a descubrirse, sino la ejecución pública donde los homicidas tienen preparada una colección de coartadas infalibles, a prueba de investigación, con lo que dejan fuera la menor posibilidad de probarles nada. El crimen perfecto es, por ejemplo, el del gángster sentenciado por la banda. Cain escribe:
“Allí mismo, en plena luz, delante de doscientas personas, hacen el trabajo. [La víctima] no tiene escapatoria ninguna. Veinte tiros dan en el blanco, disparados por cuatro o cinco pistolas automáticas. La víctima cae, los asesinos corren al coche, se alejan velozmente… y luego ¿quién los descubre? Tienen las coartadas listas de antemano; fueron vistos tan sólo durante un segundo por gente tan asustada que no sabe lo que veía… y no hay la menor posibilidad de probarles nada. Claro que la policía sabe quiénes son y los encierra, sometiéndolos a la cura del agua; pero viene el pedido de habeas corpus y salen en libertad. No hay manera de condenarlos”.
Así pues, el asesino ideal no evita las leyes porque puede torcerlas en su favor. El poder es, siempre, poder matar. La resaca viene cuando se hace conciencia de que estas seis palabras, que en el papel aparecen como fórmula ingeniosa, son además regla no escrita en el México de nuestros días. De allí que esas seis palabras sean también una de las premisas de Máscara negra, volumen integrado por una selección de sesenta y seis artículos de Federico Campbell.
Como el autor aclara en el texto introductorio, Máscara negra nació como un espacio periodístico en las páginas de La Jornada entre 1989 y 1993. En un principio los contenidos se movían en la esfera de la literatura policíaca: entre ellos se encuentran lo mismo precisas disecciones de los clásicos del género que valiosos análisis acerca de las diferencias entre la forma de escribir estas ficciones en América Latina, en Estados Unidos y en Europa. Los inquilinos habituales de estas páginas se llaman Edgar Allan Poe, Wilkie Collins, Patricia Highsmith, Raymond Chandler y Dashiell Hammet. El nombre mismo de la columna es un tributo a Black mask, la publicación norteamericana de historias policiacas fundada por en abril de 1920 por H. L. Mencken y George Jean Nathan.
Como invariablemente sucede en la mejor literatura, la realidad no tardó en asomarse como componente esencial de estas páginas. No cabe aquí el viejo esquema que concibe a la ficción como contrapunto de la realidad. Ya en la página treinta, Campbell nos recuerda que la ficción policíaca es una parodia, “un juego organizado que no podría darse sin los componentes más determinantes de la vida, puesto que nada se crea a partir de la nada”. En las ficciones –asegura el autor de Pretexta– los lectores se reconocen a sí mismos y al mundo que los rodea. Un ejemplo: escritos en su mayoría en una época marcada por la guerra fría, los textos que componen Máscara negra se internan en los laberintos de la novela de espionaje, género que nació en el siglo pasado como una forma de incorporar en la trama la política y “meditar veladamente” acerca de que estaba ocurriendo en el plano internacional. Se equivoca quien piensa que las novelas de espionaje eran consideradas inofensivas: muchos de ellos ex agentes, los autores de novela de espionaje eran auténticos expertos en cuestiones de inteligencia. No en vano tanto la CIA como la KGB sostienen desde esa época centros de investigación literaria que analizan los volúmenes del género en busca de filtraciones.
Pero el mejor ejemplo, quién lo niega, lo tenemos en México: vivimos inmersos en un ambiente hostil, persecutorio, intolerante. Un ambiente de novela criminal. Una novela que se caracteriza porque muy pocas veces se solucionan los misterios y casi nunca se encuentra a los culpables. En el mejor de los casos a los mexicanos siempre nos falta una pieza del rompecabezas. Las historias del México actual que Federico Campbell consigna en este libro están llenas de vacíos e interrogantes porque en la vida real no existen certezas completas, perfectas. Seguimos preguntándonos quién ordenó las muertes de Luis Donaldo Colosio, de Francisco Ruiz Massieu, del cardenal Posadas Ocampo. Seguimos esperando que se proceda contra los autores intelectuales de los asesinatos de periodistas como Héctor “el Gato” Félix, codirector del semanario Zeta, acribillado en Tijuana la mañana del 20 de abril de 1988. O Manuel Buendía, ejecutado en la avenida Insurgentes de la capital durante la noche del 30 de mayo de 1984.
Máscara negra narra también los alcances del poder corruptor que deriva del crimen organizado. Poder capaz de invertir los papeles: militares y policías que fabrican culpables, que venden impunidad y protección, carceleros que se quejan ante las comisiones de Derechos Humanos porque sufren maltrato por parte de internos todopoderosos que –como hizo “El Chapo” Guzmán en Puente Grande– controlan la vida en el penal. Policías que se vuelven traficantes, sicarios que se disfrazan de agentes, “madrinas” que dialogan sólo con el argumento de las armas, militares de alto rango que persiguen a un capo para proteger a otro.
En México esto sucede con frecuencia: todos los días atestiguamos crímenes que quedarán impunes. Los noticieros y los diarios están llenos de sangrientos enigmas que nadie solucionará, porque los encargados de realizar las investigaciones y de hacer respetar la ley son a menudo quienes primero la infringen. Si esto sucede es porque en México las autoridades son, en muchos casos, aquellos perfectos asesinos que definió James M. Cain. Es decir: tienen la ayuda necesaria para torcer la ley en su favor y ejercer el poder con brutalidad y alevosía. Porque, como dice Federico Campbell en este gran libro que es Máscara negra, en México el poder es, siempre, poder matar.
En Pacto de sangre, James M. Cain ofrece tres elementos esenciales para un asesinato perfecto. El primero es la ayuda: nadie mata solo. En segundo lugar enlista lo que los manuales de derecho conocen como alevosía, y que consiste básicamente en que el procedimiento, el sitio y la hora de la muerte sean conocidos de antemano por los verdugos. Sin embargo, lo que realmente distingue a los profesionales de los advenedizos es la audacia. El crimen perfecto no es aquel cuyo autor jamás llega a descubrirse, sino la ejecución pública donde los homicidas tienen preparada una colección de coartadas infalibles, a prueba de investigación, con lo que dejan fuera la menor posibilidad de probarles nada. El crimen perfecto es, por ejemplo, el del gángster sentenciado por la banda. Cain escribe:
“Allí mismo, en plena luz, delante de doscientas personas, hacen el trabajo. [La víctima] no tiene escapatoria ninguna. Veinte tiros dan en el blanco, disparados por cuatro o cinco pistolas automáticas. La víctima cae, los asesinos corren al coche, se alejan velozmente… y luego ¿quién los descubre? Tienen las coartadas listas de antemano; fueron vistos tan sólo durante un segundo por gente tan asustada que no sabe lo que veía… y no hay la menor posibilidad de probarles nada. Claro que la policía sabe quiénes son y los encierra, sometiéndolos a la cura del agua; pero viene el pedido de habeas corpus y salen en libertad. No hay manera de condenarlos”.
Así pues, el asesino ideal no evita las leyes porque puede torcerlas en su favor. El poder es, siempre, poder matar. La resaca viene cuando se hace conciencia de que estas seis palabras, que en el papel aparecen como fórmula ingeniosa, son además regla no escrita en el México de nuestros días. De allí que esas seis palabras sean también una de las premisas de Máscara negra, volumen integrado por una selección de sesenta y seis artículos de Federico Campbell.
Como el autor aclara en el texto introductorio, Máscara negra nació como un espacio periodístico en las páginas de La Jornada entre 1989 y 1993. En un principio los contenidos se movían en la esfera de la literatura policíaca: entre ellos se encuentran lo mismo precisas disecciones de los clásicos del género que valiosos análisis acerca de las diferencias entre la forma de escribir estas ficciones en América Latina, en Estados Unidos y en Europa. Los inquilinos habituales de estas páginas se llaman Edgar Allan Poe, Wilkie Collins, Patricia Highsmith, Raymond Chandler y Dashiell Hammet. El nombre mismo de la columna es un tributo a Black mask, la publicación norteamericana de historias policiacas fundada por en abril de 1920 por H. L. Mencken y George Jean Nathan.
Como invariablemente sucede en la mejor literatura, la realidad no tardó en asomarse como componente esencial de estas páginas. No cabe aquí el viejo esquema que concibe a la ficción como contrapunto de la realidad. Ya en la página treinta, Campbell nos recuerda que la ficción policíaca es una parodia, “un juego organizado que no podría darse sin los componentes más determinantes de la vida, puesto que nada se crea a partir de la nada”. En las ficciones –asegura el autor de Pretexta– los lectores se reconocen a sí mismos y al mundo que los rodea. Un ejemplo: escritos en su mayoría en una época marcada por la guerra fría, los textos que componen Máscara negra se internan en los laberintos de la novela de espionaje, género que nació en el siglo pasado como una forma de incorporar en la trama la política y “meditar veladamente” acerca de que estaba ocurriendo en el plano internacional. Se equivoca quien piensa que las novelas de espionaje eran consideradas inofensivas: muchos de ellos ex agentes, los autores de novela de espionaje eran auténticos expertos en cuestiones de inteligencia. No en vano tanto la CIA como la KGB sostienen desde esa época centros de investigación literaria que analizan los volúmenes del género en busca de filtraciones.
Pero el mejor ejemplo, quién lo niega, lo tenemos en México: vivimos inmersos en un ambiente hostil, persecutorio, intolerante. Un ambiente de novela criminal. Una novela que se caracteriza porque muy pocas veces se solucionan los misterios y casi nunca se encuentra a los culpables. En el mejor de los casos a los mexicanos siempre nos falta una pieza del rompecabezas. Las historias del México actual que Federico Campbell consigna en este libro están llenas de vacíos e interrogantes porque en la vida real no existen certezas completas, perfectas. Seguimos preguntándonos quién ordenó las muertes de Luis Donaldo Colosio, de Francisco Ruiz Massieu, del cardenal Posadas Ocampo. Seguimos esperando que se proceda contra los autores intelectuales de los asesinatos de periodistas como Héctor “el Gato” Félix, codirector del semanario Zeta, acribillado en Tijuana la mañana del 20 de abril de 1988. O Manuel Buendía, ejecutado en la avenida Insurgentes de la capital durante la noche del 30 de mayo de 1984.
Máscara negra narra también los alcances del poder corruptor que deriva del crimen organizado. Poder capaz de invertir los papeles: militares y policías que fabrican culpables, que venden impunidad y protección, carceleros que se quejan ante las comisiones de Derechos Humanos porque sufren maltrato por parte de internos todopoderosos que –como hizo “El Chapo” Guzmán en Puente Grande– controlan la vida en el penal. Policías que se vuelven traficantes, sicarios que se disfrazan de agentes, “madrinas” que dialogan sólo con el argumento de las armas, militares de alto rango que persiguen a un capo para proteger a otro.
En México esto sucede con frecuencia: todos los días atestiguamos crímenes que quedarán impunes. Los noticieros y los diarios están llenos de sangrientos enigmas que nadie solucionará, porque los encargados de realizar las investigaciones y de hacer respetar la ley son a menudo quienes primero la infringen. Si esto sucede es porque en México las autoridades son, en muchos casos, aquellos perfectos asesinos que definió James M. Cain. Es decir: tienen la ayuda necesaria para torcer la ley en su favor y ejercer el poder con brutalidad y alevosía. Porque, como dice Federico Campbell en este gran libro que es Máscara negra, en México el poder es, siempre, poder matar.
Tuesday, December 11, 2007
La era de la criminalidad
Tal vez tengan que pasar varios años para discernir si a nuestra época se le identificará históricamente con la criminalidad. Las nociones de Estado, país, nación, gobernabilidad, tanto como los indicadores económicos, cambian de matiz o sustancialmente y es probable que necesitemos nuevas categorías para entenderlos. Porque hay un factor que siempre ha estado en las sociedad pero que nunca había tenido una beligerancia tan portentosa como la de ahora: la delincuencia organizada.
Somos contemporáneos de la mundialización del delito.
Las estadísticas que tratan de establecer el producto interno bruto, el ingreso per capita, el índice de las remesas procedentes del exterior, la cantidad de millones de dólares que los mexicanos guardan o invierten en otros países, se distorsionan porque no se pueden calcular los flujos de la economía criminal.
Hemos transitado de la era de las ideologías a la criminal porque, a pesar del desarrollo tecnológico o gracias a él, estamos asistiendo a una cada vez mayor criminalización del mundo. Esta toma de conciencia (más que una sospecha) no es nueva. Ya en los años 70 se hablaba, por lo menos entre los escritores, de una “sicilianización” del planeta, como si el modus operandi de la mafia hubiera permeado las formas de hacer política y de gobernar. Había ya la sensación de que se mezclaba la actividad delincuencial con el ejercicio del poder formal del Estado, en todas sus dimensiones: ejecutiva, legislativa y judicial. En esta transformación los jueces (los magistrados que llevan la toga pretexta) son tan importantes como los legisladores y los funcionarios administrativos. Y la policía, por supuesto. Sobre todo la policía y el ejército. El interés general (o el llamado bien común) se ha perdido de vista y se gobierna para proteger a los diversos grupos hegemónicos de cada país. En el caso de México es evidente: un país saqueado, en manos de unos veinticinco grupos de compadres, empresarios y políticos. Mientras los narcotraficantes hacen su rancho aparte.
No estaríamos hablando de estas cosas si no fuera por un libro recientemente aparecido: El G-9 de las mafias en el mundo (Editorial Urano, 2007), obra del criminólogo francés Jean-François Gayraud.
“Las mafias no son un fenómeno marginal, sino un poder oculto y configurador del escenario mundial que maneja cifras de dinero mareantes”, dice Fernando Martínez Laínez en el suplemento literario del diario madrileño ABC.
“Se trata de una realidad geopolítica instalada en la médula del entramado político y económico de la sociedad.”
El autor señala que fundamentalmente actúan en el mundo nueve mafias: la siciliana Cosa Nostra por supuesto, la Cosa Nostra estadounidense, la Camorra de Nápoles, la N’drangheta de Calabria, la Sacra Corona Unita de la Puglia, la Mafyya turca, la Mafia albanesa, la Yakuza japonesa y las Tríadas chinas. (Tal vez le faltó la mafia rusa.) De hecho estas organizaciones de algún modo gobiernan, especialmente en regiones de un país a donde no llega el poder del Estado. Si hay un vacío, la mafia lo llena. Manejan cada año miles de millones de euros o de dólares que se funden en el amasijo de las finanzas internacionales: bancos, casas de cambio, casinos, books de apuestas, paraísos fiscales, industria de la construcción, hotelería.
Casi todas esas mafias tienen sus ritos secretos, son muy rituales y el pacto de sangre —al jurar fidelidad a Cosa Nostra, por ejemplo— no es infrecuente. Y su poder se ejerce, para mantenerlo, mediante una estructura criminal que mata y esconde los cadáveres (en toneles de ácido, por ejemplo). Si se necesitara otra palabra para denominar a la mafia ésa palabra sería sangre. En muchos lugares del mundo, las mafias llegan a tener una capacidad de fuego superior a la del ejército oficial y dominan territorios y poblaciones no necesariamente pequeñas. Llegan incluso en el continente americano a cobrar el pizzo, la extorsión a los negocios típicamente siciliana. Se dice que en México, en algunas regiones, ya se empieza esta práctica.
Y es que todo empezó en Sicilia, hará unos 150 años, hacia mediados del siglo XX, cuando en las enormes extensiones para el cultivo de cítricos, ciertos guardias blancas empezaron a apropiarse de las haciendas y a extorsionar hasta hacer que la protección se incluyera como un insumo imprescindible (como el capital y el trabajo) en la producción. A partir de allí, todo fue imitación, contagio colectivo, y exportación de esa cultura criminal hacia Nueva York, por ejemplo.
Si en México los espacios del crimen no hubieran estado cubiertos por los políticos y los militares, seguramente también la mafia hubiera sentado sus reales entre nosotros.
Entonces, más que la “era de la información”, como le gusta llamarla a Manuel Castells, estaríamos viviendo ya en la “era de la criminalidad” como nunca antes en la historia, por su profusión, por su fuerza, por su liga secreta y solapada con representantes del Estado, los partidos políticos y los jueces de la más alta investidura, como los de la Suprema Corte.
hppt://horalelobo.blogspot.com/
Somos contemporáneos de la mundialización del delito.
Las estadísticas que tratan de establecer el producto interno bruto, el ingreso per capita, el índice de las remesas procedentes del exterior, la cantidad de millones de dólares que los mexicanos guardan o invierten en otros países, se distorsionan porque no se pueden calcular los flujos de la economía criminal.
Hemos transitado de la era de las ideologías a la criminal porque, a pesar del desarrollo tecnológico o gracias a él, estamos asistiendo a una cada vez mayor criminalización del mundo. Esta toma de conciencia (más que una sospecha) no es nueva. Ya en los años 70 se hablaba, por lo menos entre los escritores, de una “sicilianización” del planeta, como si el modus operandi de la mafia hubiera permeado las formas de hacer política y de gobernar. Había ya la sensación de que se mezclaba la actividad delincuencial con el ejercicio del poder formal del Estado, en todas sus dimensiones: ejecutiva, legislativa y judicial. En esta transformación los jueces (los magistrados que llevan la toga pretexta) son tan importantes como los legisladores y los funcionarios administrativos. Y la policía, por supuesto. Sobre todo la policía y el ejército. El interés general (o el llamado bien común) se ha perdido de vista y se gobierna para proteger a los diversos grupos hegemónicos de cada país. En el caso de México es evidente: un país saqueado, en manos de unos veinticinco grupos de compadres, empresarios y políticos. Mientras los narcotraficantes hacen su rancho aparte.
No estaríamos hablando de estas cosas si no fuera por un libro recientemente aparecido: El G-9 de las mafias en el mundo (Editorial Urano, 2007), obra del criminólogo francés Jean-François Gayraud.
“Las mafias no son un fenómeno marginal, sino un poder oculto y configurador del escenario mundial que maneja cifras de dinero mareantes”, dice Fernando Martínez Laínez en el suplemento literario del diario madrileño ABC.
“Se trata de una realidad geopolítica instalada en la médula del entramado político y económico de la sociedad.”
El autor señala que fundamentalmente actúan en el mundo nueve mafias: la siciliana Cosa Nostra por supuesto, la Cosa Nostra estadounidense, la Camorra de Nápoles, la N’drangheta de Calabria, la Sacra Corona Unita de la Puglia, la Mafyya turca, la Mafia albanesa, la Yakuza japonesa y las Tríadas chinas. (Tal vez le faltó la mafia rusa.) De hecho estas organizaciones de algún modo gobiernan, especialmente en regiones de un país a donde no llega el poder del Estado. Si hay un vacío, la mafia lo llena. Manejan cada año miles de millones de euros o de dólares que se funden en el amasijo de las finanzas internacionales: bancos, casas de cambio, casinos, books de apuestas, paraísos fiscales, industria de la construcción, hotelería.
Casi todas esas mafias tienen sus ritos secretos, son muy rituales y el pacto de sangre —al jurar fidelidad a Cosa Nostra, por ejemplo— no es infrecuente. Y su poder se ejerce, para mantenerlo, mediante una estructura criminal que mata y esconde los cadáveres (en toneles de ácido, por ejemplo). Si se necesitara otra palabra para denominar a la mafia ésa palabra sería sangre. En muchos lugares del mundo, las mafias llegan a tener una capacidad de fuego superior a la del ejército oficial y dominan territorios y poblaciones no necesariamente pequeñas. Llegan incluso en el continente americano a cobrar el pizzo, la extorsión a los negocios típicamente siciliana. Se dice que en México, en algunas regiones, ya se empieza esta práctica.
Y es que todo empezó en Sicilia, hará unos 150 años, hacia mediados del siglo XX, cuando en las enormes extensiones para el cultivo de cítricos, ciertos guardias blancas empezaron a apropiarse de las haciendas y a extorsionar hasta hacer que la protección se incluyera como un insumo imprescindible (como el capital y el trabajo) en la producción. A partir de allí, todo fue imitación, contagio colectivo, y exportación de esa cultura criminal hacia Nueva York, por ejemplo.
Si en México los espacios del crimen no hubieran estado cubiertos por los políticos y los militares, seguramente también la mafia hubiera sentado sus reales entre nosotros.
Entonces, más que la “era de la información”, como le gusta llamarla a Manuel Castells, estaríamos viviendo ya en la “era de la criminalidad” como nunca antes en la historia, por su profusión, por su fuerza, por su liga secreta y solapada con representantes del Estado, los partidos políticos y los jueces de la más alta investidura, como los de la Suprema Corte.
hppt://horalelobo.blogspot.com/
La coartada de la legalidad
El poder es la capacidad
de una clase para
defender sus intereses.
—Nicos Poulantzas
La reciente exoneración que la Suprema Corte de Justicia “obsequió” al gobernador de Puebla Mario Marín nos ha puesto a reflexionar en el sentido de la justicia. Vemos, una vez más que —en última instancia, que es la de la SCJ— esa justicia depende de la subjetividad de los jueces. Y en esa subjetividad caben la debilidad humana, las emociones, la ideología, la biografía personal, el estado de ánimo, las creencias políticas y religiosas, las relaciones de poder, los intereses políticos y económicos, e inclusive los altos sueldos con los que se les remunera.
La política de los sueldos altos ilustra muy bien algo que parece ser una contradicción en los términos: la corrupción legalizada.
Unos magistrados pueden decidir que no hubo una acción concertada entre funcionarios tendiente a violar las garantías individuales de la periodista Lydia Cacho y que no deben sancionar como prueba válida una grabación conseguida de manera ilegal. Otros —que saben tanto derecho y cuentan con tanta experiencia judicial como los otros— sostienen que sí hubo elementos de sobra para estatuir que fueron violadas las garantías individuales de la autora de Los demonios del Edén y que la grabación, en el contexto de la pederastria, era una hipótesis que adquiriría valor probatorio si otros hechos (como los recogidos por la Comisión de Investigación) la refrendaban.
En la investigación, en su carácter de ministro instructor, Juan Silva Meza planteó la responsabilidad de treinta funcionarios y exfuncionarios de los poderes Ejecutivo y Judicial de Puebla y Quintana Roo por haberse concertado para violar las garantías de Lydia Cacho. Hubo un aprovechamiento y un uso ilegítimo del aparato de gobierno en contra de una persona y a satisfacción de otra. Todavía más: se trató de una componenda en la que se violaron los principios de división de poderes, del federalismo y de la independencia judicial.
En contra del dictamen estuvieron:
Sergio Aguirre Anguiano: “Para mí no existe probado, con prueba idónea, en la especie, que la señora Cacho haya sufrido violación grave de sus garantías individuales.”
Mariano Azuela Güitron: “No está probada la violación gravísima de garantías individuales.”
Margarita Luna Ramos: “Sí pudo haber violaciones a sus garantías individuales, pero violaciones posiblemente resarcibles… a través de los medios jurídicos que establece nuestro propio sistema jurídico.”
Olga Sánchez Cordero: “Es inexacto lo que se afirma en el sentido de que existen elementos suficientes para tener por demostrada la injerencia del funcionario…”
Guillermo Ortiz Mayagoitia: La grabación “demuestra una intervención aislada para que se llevara adelante un proceso penal, cuyas irregularidades… Yo diría que son irregularidades menores… en todo caso una señal mal interpretada por parte de quienes ejecutaron los restantes actos”.
Sergio Valls Hernández: “No se acredita de manera fehaciente violaciones graves a las garantías individuales de la señora Lydia Cacho.”
A favor se pronunciaron:
José Ramón Cossío: De las llamadas telefónicas se desprenden ciertos patrones “que permiten comprobar una violación grave derivada de un concierto de autoridades”.
Genaro Góngora Pimentel: “Para mí sí quedó probada la violación grave. Para mí sí hubo concierto de autoridades.”
José de Jesús Gudiño Pelayo: “Yo creo que sí hubo violación grave de garantías individuales. Considero que sí hubo concierto de autoridades.”
Juan Silva Meza: “Sí queda probada la violación grave de garantías individuales… Sí existió concierto de autoridades para llevar a cabo esa violación… Tengo la convicción plena de que en un Estado constitucional y democrático de derecho, la impunidad no tiene cabida”.
Se cancela también con esta resolución la posibilidad de que en otras instancias del poder judicial algún juez federal se atreva a proceder en contra del gobernador Mario Marín sabiendo cuál fue el parecer de la Corte. Y con todo ello puede darse por finiquitado el asunto, como cosa juzgada. Una vez establecida la “verdad jurídica” se entiende que ya se hizo justicia. Ya no hay instancia más arriba. Todo se encomienda a la “interpretación”. Y con esa “verdad técnica” se cierra el circuito de la legalidad.
Lo que fue un golpe bajo por parte de la Corte ha sido la omisión de las redes de pornografía infantil y el abuso sexual de menores que están en el trasfondo y respecto de los cuales la Comisión de Investigación recogió no pocos testimonios. En términos prácticos, no necesariamente jurídicos, esa exclusión equivale a un encubrimiento.
Ha sucedido como en Rashomon, la película de Akira Kurosawa: cinco personas presencian un asesinato (desde cinco puntos de vista o lugares diferentes) y cada una ve algo distinto. Con otras palabras, Luigi Pirandello venía a decir más o menos lo mismo: en este mundo cada quien ve la “realidad” que le conviene.
Este golpe bajo a quienes querían creer en la justicia ha significado también —por las componendas electorales del candidato del PAN a la presidencia en 2006— un descrédito para el régimen actual. Siempre los jueces que visten la toga pretexta encontrarán una justificación legal para decidir una cosa o su contrario, como se pudo entrever el año pasado en el Tribunal Federal Electoral que dejó la estela de unas elecciones sospechosas. Está en la naturaleza misma del acto de juzgar. Por lo mismo, en Estados Unidos se habla de jueces “conservadores” y jueces “liberales” al considerar como inevitable la subjetividad ideológica. Y en México todo se hace dentro de la “normatividad”, todo es legal. Todos los días alguien se roba algo del erario público, pero ha de documentarse dentro de la legalidad para el caso de que haya una auditoría. Nadie roba fuera de la ley. Es una de las contribuciones más originales de México a la cultura de la corrupción.
Monday, November 13, 2006
Máscara negra, Índice
Los mexicanos son los seres más bellos de
la Tierra. País adorable. El gobierno mexi—
cano todavía parece controlado por Sata—
nás: eso es lo único malo. Todos los mexi—
canos lo saben, lo temen y, a fin de cuentas,
no hacen nada por remediarlo, a pesar de
las revoluciones...
Malcolm Lowry, 1947
ÍNDICE
Composición de lugar
Antes y después de Black mask
La abuela de la novela policiaca
El señor Holmes
El policía que todos llevamos dentro
Negro es el color de la novela
La ficción policiaca
Política del enigma
La novela criminal
El discurso del patíbulo
Crucitrama
Un buen detective nunca se casa
Política de la novela
Borges y la literatura policiaca
La novela roja
A sangre fría
Justicia Highsmith
Y desapareció como un puño cuando se abre la mano
La señora James
Prefabricación
Lucky Strike
El caso Fonseca
La carga de la prueba
La extraña muerte de los gemelos ginecólogos
Política y espionaje
Lo policiaco transnacional
Juan el cuadrado
El agente confidencial
La máscara de Dimitrios
Política del delito
El poder policiaco
El problema de la policía
Política y policía
El optimismo de la polémica
Puertas abiertas
El paradigma mafioso
Malgrado tutto
Memoria a futuro
Cosas de Cosa Nostra
Mafia o Estado
Salvatore Giuliano
El guión de Chinatown
El Nigromante, inspector en Pitiquito
La judicialización del norte
El avión de la muerte
El estado de la Sierra Madre
La épica de la droga
De caminos
Felis Catus
El circuito de la legitimidad
La paradoja del gángster
El poder de la familia Hank
La Suburban
Un crimen perfecto
Crimen de Estado
Las policías sueltas
La rueda de la tortura
La reina de las pruebas
Caminos sin ley
El país legal y el país real
Corona de sangre
Hombres de respeto
Misterios y secretos
¿Quién es ese hombre bañado de sangre?
Qué, quién, cómo, cuándo y dónde
El asesinato político
La criminalización del Estado
La carta robada
Después de mucho perder las cosas, de buscarlas por aquí o por allá, uno podría encomendarse no al azar sino a algo que muy frecuentemente puede suceder: que la cosa extraviada se encuentre frente a nuestras narices. Por eso siempre que pierdo algo, un libro en la caótica biblioteca, lo primero que hago es ponerme frente al librero y ver lo que me queda enfrente. Y allí está.
¿De dónde viene esta actitud? De un cuento que Edgar Allan Poe, el inventor del cuento policial, escribió en 1848, que títuló “La carta robada” y que ha pasado a la historia como un apólogo para entender la curiosa idea de que la mejor forma de esconder una cosa es poniéndola en frente de todo el mundo. Yo por mi parte pienso que este cuento nos hace ver también que muchas veces tenemos las cosas frente a nuestras narices y no las vemos.
¿En qué célebre asesinato se da esta circunstancia de que a la luz del día, a las seis de la tarde, enfrente de una multitud que va y viene por la avenida Insurgentes, ante decenas de testigos, un gatillero le encaje un balazo a su víctima? No fue ése el único misterio que emanó de la muerte de Manuel Buendía en 1984 per sí uno de sus más sutiles. ¿Por qué hubo de hacerse así cuando podrían haberlo ultimado en la oscuridad y en el descampado? ¿O venadeado? Misterio.
Poe se demora en quisquillosas conversaciones sobre el oficio policiaco; es decir, sobre el arte de buscar cosas en una casa y establece lo que técnicamente se reconoce como el “ámbito de búsqueda”: revisar cajones, examinar la tapa de una mesa por debajo, verificar si una pata de la misma está perforada o no. El agente procede por eliminación, pero sólo en el caso de que alguien haya decidido esconder algo.
En la historia que nos ocupa la sagacidad del personaje es que decide no ocultarla sino dejarla por ahí, en la mesa del centro, frente a la que pasan todos. Sin embargo, Auguste Dupin —el amigo que cuenta la anécdota a Poe, convencionalmente— sí capta la astucia del otro; descubre que no la está escondiendo y de pronto, justamente por tener dobleces y arrugas demasiado fingidos, le clava el ojo arriba de la mesa. Y en un descuido la toma y la sustituye con un facsímil. La encuentra él, no los policías.
Esa es la historia que ha sido, por lo demás, objeto de múltiples estudios en el orden de la reflexión psicoanalítica. Entre los discípulos del doctor Jacques Lacan se dice que para cada quien la carta es el inconsciente. “El fondo de todo drama humano, y en particular de todos drama teatral, radica en que hay vínculos, nudos, pactos establecidos”, dice Lacan.
La carta robada pasa a ser entonces una carta escondida y los policías no la encuentran porque no saben qué es una carta. Y no lo saben porque son policías, “Todo poder legítimo, al igual que cualquier poder, se asienta en el símbolo.”
Lo que sucede, agrega Lacan, es que sólo en la dimensión de la verdad puede haber algo escondido. “En lo real, la idea misma de un escondite es delirante: por lejos que haya ido alguien a llevar algo a las entrañas de la tierra, ese algo está escondido, porque si ese alguien llegó hasta allí también ustedes pueden llegar. Sólo se puede esconder aquello que pertenece al orden de la verdad. Es la verdad la que está escondida, no la carta. Para los policías la verdad no tiene importancia, para ellos sólo existe la realidad, y por esta razón no encuentra nada.”
Si Auguste Dupin da con la carta es porque él ha reflexionado un poco sobre al símbolo y la verdad. Los policías en general no tienen esa sensibilidad; no captan las sutilezas de la conducta humana. A veces una carta de suicida resulta falsa no por lo que dice sino por lo que no dice. O por la discordancia entre su estilo y la persona fallecida, que no se expresaría de esa manera. Pero la policía no tiene por qué saber cuestiones de estilo.
Muchas veces tenemos las cosas frente a nuestros narices y no las vemos. Ejemplos: los Halcones de 1971. Es evidente que todos están cortados con la misma tijera. Todos tienen la misa edad, 23 años más o menos y miden prácticamente lo mismo. No son gordos ni flacos. Visten el mismo tipo de ropa. Si alguien los hubiera reclutado entre jóvenes del lumpen lo natural es que habría dado con tipos físicos muy diversos, de diferentes pesos y medidas. No vimos, pues, algo que está allí en todas la fotografías: que los golpeadores parecen salidos de un regimiento profesional.
Otra evidencia invisible: las maletas de Carlos Ahumada repletas de millones de dólares. ¿De dónde los sacó? ¿Mandó un ayudante a que comprara billetes de veinte y de cincuenta a la las cajas de cambio de la Zona Rosa? ¿Por qué no había pesos mexicanos? Sólo el candor y la inocencia del general Macedo de la Concha, procurador hace unos años y ahora diplomático en Italia, impidieron que se viera en esas maletas el sello inconfundible de su procedencia.
Otra obviedad invisible, pero que pasa frente a nuestros ojos todos lo días: la loca, estúpida guerra de Irak. No había en su territorio ni armas nucleares ni químicas. No se encontraron ni se van a encontrar. No habían atacado a Estados Unidos los irakíes. Pero la invasión la hicieron los estadounidenses y los británicos, que sólo cuentan a los muertos de su lado (un poco más e 2 mil marines, dicen) y no llevan el recuento de más de 100 mil muertos civiles, sin considerar a los sobrevivientes mutilados para siempre.
Lo más efectivo, pues, es cometer los crímenes delante de todo el mundo.
¿De dónde viene esta actitud? De un cuento que Edgar Allan Poe, el inventor del cuento policial, escribió en 1848, que títuló “La carta robada” y que ha pasado a la historia como un apólogo para entender la curiosa idea de que la mejor forma de esconder una cosa es poniéndola en frente de todo el mundo. Yo por mi parte pienso que este cuento nos hace ver también que muchas veces tenemos las cosas frente a nuestras narices y no las vemos.
¿En qué célebre asesinato se da esta circunstancia de que a la luz del día, a las seis de la tarde, enfrente de una multitud que va y viene por la avenida Insurgentes, ante decenas de testigos, un gatillero le encaje un balazo a su víctima? No fue ése el único misterio que emanó de la muerte de Manuel Buendía en 1984 per sí uno de sus más sutiles. ¿Por qué hubo de hacerse así cuando podrían haberlo ultimado en la oscuridad y en el descampado? ¿O venadeado? Misterio.
Poe se demora en quisquillosas conversaciones sobre el oficio policiaco; es decir, sobre el arte de buscar cosas en una casa y establece lo que técnicamente se reconoce como el “ámbito de búsqueda”: revisar cajones, examinar la tapa de una mesa por debajo, verificar si una pata de la misma está perforada o no. El agente procede por eliminación, pero sólo en el caso de que alguien haya decidido esconder algo.
En la historia que nos ocupa la sagacidad del personaje es que decide no ocultarla sino dejarla por ahí, en la mesa del centro, frente a la que pasan todos. Sin embargo, Auguste Dupin —el amigo que cuenta la anécdota a Poe, convencionalmente— sí capta la astucia del otro; descubre que no la está escondiendo y de pronto, justamente por tener dobleces y arrugas demasiado fingidos, le clava el ojo arriba de la mesa. Y en un descuido la toma y la sustituye con un facsímil. La encuentra él, no los policías.
Esa es la historia que ha sido, por lo demás, objeto de múltiples estudios en el orden de la reflexión psicoanalítica. Entre los discípulos del doctor Jacques Lacan se dice que para cada quien la carta es el inconsciente. “El fondo de todo drama humano, y en particular de todos drama teatral, radica en que hay vínculos, nudos, pactos establecidos”, dice Lacan.
La carta robada pasa a ser entonces una carta escondida y los policías no la encuentran porque no saben qué es una carta. Y no lo saben porque son policías, “Todo poder legítimo, al igual que cualquier poder, se asienta en el símbolo.”
Lo que sucede, agrega Lacan, es que sólo en la dimensión de la verdad puede haber algo escondido. “En lo real, la idea misma de un escondite es delirante: por lejos que haya ido alguien a llevar algo a las entrañas de la tierra, ese algo está escondido, porque si ese alguien llegó hasta allí también ustedes pueden llegar. Sólo se puede esconder aquello que pertenece al orden de la verdad. Es la verdad la que está escondida, no la carta. Para los policías la verdad no tiene importancia, para ellos sólo existe la realidad, y por esta razón no encuentra nada.”
Si Auguste Dupin da con la carta es porque él ha reflexionado un poco sobre al símbolo y la verdad. Los policías en general no tienen esa sensibilidad; no captan las sutilezas de la conducta humana. A veces una carta de suicida resulta falsa no por lo que dice sino por lo que no dice. O por la discordancia entre su estilo y la persona fallecida, que no se expresaría de esa manera. Pero la policía no tiene por qué saber cuestiones de estilo.
Muchas veces tenemos las cosas frente a nuestros narices y no las vemos. Ejemplos: los Halcones de 1971. Es evidente que todos están cortados con la misma tijera. Todos tienen la misa edad, 23 años más o menos y miden prácticamente lo mismo. No son gordos ni flacos. Visten el mismo tipo de ropa. Si alguien los hubiera reclutado entre jóvenes del lumpen lo natural es que habría dado con tipos físicos muy diversos, de diferentes pesos y medidas. No vimos, pues, algo que está allí en todas la fotografías: que los golpeadores parecen salidos de un regimiento profesional.
Otra evidencia invisible: las maletas de Carlos Ahumada repletas de millones de dólares. ¿De dónde los sacó? ¿Mandó un ayudante a que comprara billetes de veinte y de cincuenta a la las cajas de cambio de la Zona Rosa? ¿Por qué no había pesos mexicanos? Sólo el candor y la inocencia del general Macedo de la Concha, procurador hace unos años y ahora diplomático en Italia, impidieron que se viera en esas maletas el sello inconfundible de su procedencia.
Otra obviedad invisible, pero que pasa frente a nuestros ojos todos lo días: la loca, estúpida guerra de Irak. No había en su territorio ni armas nucleares ni químicas. No se encontraron ni se van a encontrar. No habían atacado a Estados Unidos los irakíes. Pero la invasión la hicieron los estadounidenses y los británicos, que sólo cuentan a los muertos de su lado (un poco más e 2 mil marines, dicen) y no llevan el recuento de más de 100 mil muertos civiles, sin considerar a los sobrevivientes mutilados para siempre.
Lo más efectivo, pues, es cometer los crímenes delante de todo el mundo.
Thursday, November 09, 2006
La intimidad del desierto
A Marina Ruiz Girón
¿De qué manera el narcotráfico ha incidido en el imaginario colectivo de un pueblo sonorense? Ése es el tema de la tesis de Natalia Mendoza Rockwell:
LA INTIMIDAD DEL DESIERTO. Moral, identidad y tráfico de drogas en un lugar complicado. Reflexión etnográfica.
Su análisis de las percepciones que en el pueblo de Santa Gertrudis se tienen sobre el trabajo, el dinero, los bienes de consumo y la ostentación abre caminos interesantes para el estudio del crimen organizado y su implantación en comunidades específicas en otras ciudades del país. La misma metodología etnográfica podría transferirse a una ciudad fronteriza como Tijuana para estudiar, por ejemplo, cómo la sociedad tijuanense ha asimilado la cultura del narco e integrado en sus esferas más altas a familias y parientes de narcotraficantes. También podría imaginarse un análisis de los cambios que se han producido en la moral ambiente, en las relaciones laborales y amorosas, de todo el país: una suerte de indagación en los cambios de mentalidad a nivel nacional.
¿Qué consecuencias ha tenido la economía criminal en el imaginario colectivo del mexicano?
La estudiante del Colegio de México —que tuvo como director de su tesis a Fernando Escalante Gonzalbo— se acerca a los habitantes de Santa Gertrudis como entrevistadora de campo.
* * *
—¿Al patrón de tu papá lo has visto? ¿Lo has visto?
—Es chaparrito, siempre de trajecito. Nunca en la vida me ha tocado ver a una persona con tanto pinche dinero y que sea tan servicial, tan buena gente. A los burreros les habla de por favor, de usted. Y siempre trajeadito. Es super educado, por eso la gente luego le achaca que es joto. Lo que pasa es que es muy educado y político para hablar.
· * *
—¿Has andado con judiciales?
—Con uno, con E.
—¿Cómo era?
—Es una misma pinche cosa. Yo no hallo mucho la diferencia entre judiciales y narcos. Hacen los mismo. Lo único es que trae charolita.
—¿Cómo era?
—Buena onda, medio mamonsón, típica actitud de mafiosito mamón. Andaba en lo mismo. Aquí nada más se trata de agarrar feria, a la gente le vale madre, Nadie, menos los judiciales, ninguna ley.
* * *
—El dinero del narcotráfico se parece al dinero de las apuestas, que es el otro que no dura y tiende a crear desgracias. No se gana, porque no implica trabajo.
* * *
—El tráfico de drogas ofrece una especie de subsidio, un tiempo de gracia, al viejo estilo de vida; permite mantener ranchos que ya no son rentables, permite no migrar y, sobre todo, no incorporarse al mercado del trabajo asalariado.
* * *
—¿Te has imaginado ser tú una mafiosa?
—Pues sí, alucinando, acá…
—¿Y cómo te imaginas?
—Perrón, acá, chingona. Con un carro poca madre, arreglada con batos pesados y la chingada…
—¿Alguna vez lo has hecho?
—No mames, morra, no te puedo contar eso. Siento como si mi amá me estuviera oyendo.
* * *
—Ahora ya no encuentras quién te limpie el corral o te arregle un cerco. Prefieren aventarse tres días burreando y ganar lo de un mes.
—¿Está mal?
—Para nada, es un trabajo como cualquier otro. Tiene sus riesgos, no es tan fácil, no matas a nadie. Que lo vean mal es otra cosa. Pero dinero fácil… dinero fácil pura madre. Es una pinche putiza.
* * *
La autora se pregunta si no fue el exotismo de la narcocultura lo que la llevó a ese pueblo del norte de Sonora. En lugar de ello se encontró con la vigencia de la moral y las normas rancheras de la tradición cívica sonorense. Sea como haya sido, su conclusión es que el narcotráfico como contracultura (los narcocorridos, la violencia, el machismo) es un fenómeno relativamente marginal. “Un cambio importante es un paulatino divorcio entre el esfuerzo y el mérito, que era uno de los pilares de la sociedad ranchera de Santa Gertrudis, una progresiva devaluación del esfuerzo físico”.
La gente se va al narcotráfico hormiga para hacerse de mil o dos mil dólares en un par de días, pero sabe que el “dinero fácil” también se va fácilmente de las manos.
“El dinero de la burreada te dura una semana, y se me hace mucho. En dos o tres días ya no tienes un cinco. Es rara la gente de aquí que se dedique al narcotráfico y que tenga algo.”
En cuanto a los criterios identitarios siempre hay diferencias y clases entre los nativos de Santa Gertrudis: el peligro viene del sur y los únicos que matan son los sinaloenses. No sólo no es lo mismo un narco colombiano que uno mexicano, sino que nadie en Santa Gertrudis diría que es lo mismo un narco del pueblo que uno de Sinaloa.
Nunca había habido tanto dinero, tantas casas lujosas, pero prevalece la sensación de que todo se derrumba, de que todo y todos están corrompidos, de que el precio moral que se paga por ese auge es excesivo. Con la coca las borracheras duran más.
Lo paradójico es que Santa Gertrudis es un pueblo moderno: con una carretera que lo parte por la mitad, a una hora de la frontera con Estados Unidos, con tres cafés de internet, con una enorme densidad de automóviles, teléfonos celulares y aparatos de televisión. Un lugar con un mínimo de analfabetismo, con seis escuelas primarias laicas; un lugar cosmopolita: donde hace muchos años llegaron chinos, japoneses, franceses y un par de griegos, donde pasan diariamente miles de personas de todo México y Centroamérica y algunos de Venezuela, Brasil, y hasta de Filipinas, Rusia y China.
http://crimenypoder.blogspot.com/ [Máscara negra]
¿De qué manera el narcotráfico ha incidido en el imaginario colectivo de un pueblo sonorense? Ése es el tema de la tesis de Natalia Mendoza Rockwell:
LA INTIMIDAD DEL DESIERTO. Moral, identidad y tráfico de drogas en un lugar complicado. Reflexión etnográfica.
Su análisis de las percepciones que en el pueblo de Santa Gertrudis se tienen sobre el trabajo, el dinero, los bienes de consumo y la ostentación abre caminos interesantes para el estudio del crimen organizado y su implantación en comunidades específicas en otras ciudades del país. La misma metodología etnográfica podría transferirse a una ciudad fronteriza como Tijuana para estudiar, por ejemplo, cómo la sociedad tijuanense ha asimilado la cultura del narco e integrado en sus esferas más altas a familias y parientes de narcotraficantes. También podría imaginarse un análisis de los cambios que se han producido en la moral ambiente, en las relaciones laborales y amorosas, de todo el país: una suerte de indagación en los cambios de mentalidad a nivel nacional.
¿Qué consecuencias ha tenido la economía criminal en el imaginario colectivo del mexicano?
La estudiante del Colegio de México —que tuvo como director de su tesis a Fernando Escalante Gonzalbo— se acerca a los habitantes de Santa Gertrudis como entrevistadora de campo.
* * *
—¿Al patrón de tu papá lo has visto? ¿Lo has visto?
—Es chaparrito, siempre de trajecito. Nunca en la vida me ha tocado ver a una persona con tanto pinche dinero y que sea tan servicial, tan buena gente. A los burreros les habla de por favor, de usted. Y siempre trajeadito. Es super educado, por eso la gente luego le achaca que es joto. Lo que pasa es que es muy educado y político para hablar.
· * *
—¿Has andado con judiciales?
—Con uno, con E.
—¿Cómo era?
—Es una misma pinche cosa. Yo no hallo mucho la diferencia entre judiciales y narcos. Hacen los mismo. Lo único es que trae charolita.
—¿Cómo era?
—Buena onda, medio mamonsón, típica actitud de mafiosito mamón. Andaba en lo mismo. Aquí nada más se trata de agarrar feria, a la gente le vale madre, Nadie, menos los judiciales, ninguna ley.
* * *
—El dinero del narcotráfico se parece al dinero de las apuestas, que es el otro que no dura y tiende a crear desgracias. No se gana, porque no implica trabajo.
* * *
—El tráfico de drogas ofrece una especie de subsidio, un tiempo de gracia, al viejo estilo de vida; permite mantener ranchos que ya no son rentables, permite no migrar y, sobre todo, no incorporarse al mercado del trabajo asalariado.
* * *
—¿Te has imaginado ser tú una mafiosa?
—Pues sí, alucinando, acá…
—¿Y cómo te imaginas?
—Perrón, acá, chingona. Con un carro poca madre, arreglada con batos pesados y la chingada…
—¿Alguna vez lo has hecho?
—No mames, morra, no te puedo contar eso. Siento como si mi amá me estuviera oyendo.
* * *
—Ahora ya no encuentras quién te limpie el corral o te arregle un cerco. Prefieren aventarse tres días burreando y ganar lo de un mes.
—¿Está mal?
—Para nada, es un trabajo como cualquier otro. Tiene sus riesgos, no es tan fácil, no matas a nadie. Que lo vean mal es otra cosa. Pero dinero fácil… dinero fácil pura madre. Es una pinche putiza.
* * *
La autora se pregunta si no fue el exotismo de la narcocultura lo que la llevó a ese pueblo del norte de Sonora. En lugar de ello se encontró con la vigencia de la moral y las normas rancheras de la tradición cívica sonorense. Sea como haya sido, su conclusión es que el narcotráfico como contracultura (los narcocorridos, la violencia, el machismo) es un fenómeno relativamente marginal. “Un cambio importante es un paulatino divorcio entre el esfuerzo y el mérito, que era uno de los pilares de la sociedad ranchera de Santa Gertrudis, una progresiva devaluación del esfuerzo físico”.
La gente se va al narcotráfico hormiga para hacerse de mil o dos mil dólares en un par de días, pero sabe que el “dinero fácil” también se va fácilmente de las manos.
“El dinero de la burreada te dura una semana, y se me hace mucho. En dos o tres días ya no tienes un cinco. Es rara la gente de aquí que se dedique al narcotráfico y que tenga algo.”
En cuanto a los criterios identitarios siempre hay diferencias y clases entre los nativos de Santa Gertrudis: el peligro viene del sur y los únicos que matan son los sinaloenses. No sólo no es lo mismo un narco colombiano que uno mexicano, sino que nadie en Santa Gertrudis diría que es lo mismo un narco del pueblo que uno de Sinaloa.
Nunca había habido tanto dinero, tantas casas lujosas, pero prevalece la sensación de que todo se derrumba, de que todo y todos están corrompidos, de que el precio moral que se paga por ese auge es excesivo. Con la coca las borracheras duran más.
Lo paradójico es que Santa Gertrudis es un pueblo moderno: con una carretera que lo parte por la mitad, a una hora de la frontera con Estados Unidos, con tres cafés de internet, con una enorme densidad de automóviles, teléfonos celulares y aparatos de televisión. Un lugar con un mínimo de analfabetismo, con seis escuelas primarias laicas; un lugar cosmopolita: donde hace muchos años llegaron chinos, japoneses, franceses y un par de griegos, donde pasan diariamente miles de personas de todo México y Centroamérica y algunos de Venezuela, Brasil, y hasta de Filipinas, Rusia y China.
http://crimenypoder.blogspot.com/ [Máscara negra]
Wednesday, September 06, 2006
Composición de lugar
El talento es una cuestión de
cantidad. El talento no es
escribir una página: es
escribir trescientas.
-Jules Renard, Journal
Durante 1981 escribí para Radio Universidad de México tres series de nueve programas que yo mismo leí en cabina y se transmitieron en cadena nacional:
. La novela policiaca y el poder.
. La novela de espionaje y el poder.
. Crimen y poder.
En ellos hablaba con la misma “naturalidad” de asuntos provenientes tanto de la literatura como del mundo real, como si las cosas de la vida y las de los libros de ficción fueran las mismas, en un tono que espero haya sido eficaz en sus pretensiones de malicia e ironía. Si reseñaba algunos de los cuentos más célebres del género negro publicados en Black Mask –la revista que fundaron en Nueva York H.L. Mencken y George Jean Nathan a principios de 1920—, procuraba al mismo tiempo referirme a crímenes de la crónica política o de la nota roja mexicana de esos días que aún resonaban en los oídos de los radioescuchas. Si entraba en no ociosas disquisiciones sobre la novela de espionaje, y rendía tributo a los grandes escritores de esa especie, como Somerset Maugham, Graham Greene, Eric Ambler y John Le Carré, me demoraba asimismo en los quehaceres propios de los servicios de información reales (la KGB, la CIA, el MI5 británico, el servicio de información y contraespionaje francés, la Orquesta Roja de la segunda guerra europea) y de otras inteligencias secretas, como las que Jim Philby supo reclutar en la Universidad de Cambridge.
A muchos de estos programas les ponía, sin ningún derecho, música de Ennio Morricone u otros compositores de bandas sonoras recogidas en disco. Cuando se trató de “musicalizar” la serie “Crimen y poder” se me ocurrió presentarle con un himno de la Alemania nazi que tuvo un gran efecto, una suerte de contrapunto temático suministrado más por el azar que por mi educación musical. Los temas de esta última emisión colgaban directamente de un libro muy leído por la gente de mi generación en los años 60, Política y delito, de Hans Magnus Enzensberger, cuyos principales capítulos se dieron a conocer primero como programas radiofónicos por la Hessische Rundfunk y la Süddeutsche Rundfunk hacia finales de los años 50. Más de una idea de esta Máscara negra se debe a la percepción del poeta y ensayista alemán de que la impunidad criminal y el poder vienen juntos y se consiguen con el mismo boleto.
De esa experiencia me quedaron muchos apuntes y una obsesión por los archivos –recortes de periódicos y revistas, libros subrayados, copias xerox, notas en servilletas— que se volvió archivomanía, una enfermedad que se inventa uno para no escribir y que no le deseo a nadie. Quise entonces, animado por mi amigo Jorge Aguilar Mora (cuando entre sus planes traía la idea de escribir un libro sobre doce presidentes mexicanos parodiando Los doce césares de Suetonio), ensayar unas “notas sobre algunas expresiones del poder en la literatura” que adelanté en la revista Dialéctica de la Universidad de Puebla y serían el eje de ese libro interminable que uno se pasa la vida escribiendo.
Ya había redactado tres o cuatro capítulos cuando en septiembre de 1989 se me ocurrió proponerle a Roger Bartra, director de La Jornada Semanal, la publicación de una columna hebdomadaria dedicada a la novela policiaca. El título sería Máscara negra, en obvio homenaje a Black Mask, cuyo logotipo se ilustraba con un antifaz y una daga, en la que se engendró el género de la “novela negra” y se dieron a conocer Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Horace McCoy, Erle Stanley Gardner, Frederick Nebel, entre otros. Cada domingo comparecerían en mi columna Jim Thompson, Chester Himes, David Goodis, Ed McBain, James Cain, Donald Westlake, Georges Simenon, pero también Patricia Highsmith, Truman Capote, Rubem Fonseca y Leonardo Sciascia que, parodiándola, han conseguido para la narrativa criminal –por la creación de atmósferas, el desmenuzamiento de la mente asesina, la visión de la violencia y el poder, y un tono de amarga ironía— otra densidad.
Naturalmente la primera columna publicada el domingo 1ro de octubre de 1989, “Negro es el color de la novela”, quiso identificarse y anunciar de qué iba la cosa. Más tarde, el 22 de octubre, la línea se hizo más explícita con el título “Antes y después de Black Mask”, pero de pronto, impensadamente, el tema de las relaciones entre el crimen y el poder empezó a fugarse de la literatura estrictamente policiaca –que no se descartaría del todo— y ni siquiera el autor sabía por dónde iba a saltar la liebre siete días después. La columna cedió entonces a la tentación de incorporar temas de la realidad más inmediata e importar a autores de otras provincias literarias: el ensayo de reflexión política, los textos clásicos sobre el Estado y el poder (Maquiavelo, Hobbes, Canetti, la justicia y la tortura, los delitos y las penas, la policía y el hampa), la novela y el análisis de la mafia siciliana, la ficción y la crónica del espionaje, con no menos entusiasmo que los reportajes que daban cuenta de nuestra cultura criminal.
Poco a poco, pues, el título de la columna se fue desprendiendo de su significado original y abrió su abanico en la percepción de los lectores. Quienes no leyeron la primera entrega, o no recordaban la alusión a Black Mask, se atuvieron a lo que el par de palabras por sí mismo sugiere en castellano: algo enigmático u oculto relacionado vaga o descaradamente con el crimen: el antifaz negro de los carnavales, la máscara como un aditamento que desfigura el rostro, distorsiona la identidad y la disimula dotándola de una libertad sin sujeto, anónima, irresponsable.
Entre los griegos se usaba la palabra faz en lugar de persona, que en latín significa disfraz o, como apuntaba Thomas Hobbes, “apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la máscara o el antifaz”. Octavio Paz, por su parte, recuerda en La llama doble que “la palabra persona es de origen etrusco y designaba en Roma a la máscara del actor teatral. ¿Qué hay detrás de la máscara, qué es aquello que anima al personaje?”
La combinación de las dos palabras, Máscara negra, como cabeza de la columna, y la connotación que iba engendrando en la mente del desocupado lector, me permitió incurrir en expedientes como el de la administración de la justicia mexicana, la policía, la propaganda, la cultura de la prefabricación o la fabricación de culpables típica de nuestro sistema de injusticia penal, la mafia siciliana y su transnacionalización, la mafia y el Estado o la inexistencia del Estado en muchas de nuestras sociedades “modernas”, la tortura y la confesión (la “reina de las pruebas”), la autoría intelectual en los asesinatos de periodistas (Manuel Buendía, Héctor Félix Miranda, et al), la épica de la droga en el corrido norteño, la criminalidad difusa y anónima que protagonizan por igual policías y malandrines, la distancia esquizoide entre el país legal (de leyes escritas) y el país real (de leyes no escritas) y, en fin, por extensión, los misterios que el poder va dejando pendientes.
Este mimetismo, que en la columna quería fundir en un solo asunto las cosas de la novela criminal y las de la vida “real”, transitó siempre por senderos que invariablemente encontraban como trasfondo el mismo contexto: el de las relaciones de poder y sus subterfugios.
Sin embargo, el cumplimiento de un compromiso hebdomadario como el de una columna tiene el efecto de que el escritor neurótico que la redacta curse su jornada inmerso en un código que afecta su modo de leer, su misma manera de escribir y de pensar, es decir: semiahogado en el lenguaje de la información más que en el de la imaginación, en la eterna glosa de ideas ajenas, en la cortesía que obliga al entrecomillado, restringiéndose la mayor parte de las veces a un papel de intermediario u organizador de los datos.
Infinitas, la tela y la estela del poder, luego de tres años, daban materia para mil ensayos más y tal vez un libro inacabable, pero tuve que interrumpir la columna en su mejor momento, no porque el tema se hubiera desgastado, como digo, sino todo lo contrario: porque se multiplicaba como las familias de los conejos y me constreñía mentalmente a girar en un solo lenguaje: el del artículo y la lógica informativa del discurso periodístico que no me dejaba entrar en la escritura de cuentos y novelas, ya que el trabajo de la ficción literaria exige –al menos en mi caso personal, puesto que cada quien tiene sus manías o sus modos de matar pulgas; no puedo, por ejemplo, escribir varias cosas de distinto género al mismo tiempo: tengo que ir pelando papa por papa— de un cierto ritmo y de una concentración exclusiva y persistente.
Me hubiera gustado mucho hablar de Hannah Arendt (cosa que finalmente hago en otro libro: en La invención del poder), cuyas meditaciones sobre el poder y la violencia han sido de las más importantes en lo que va del siglo; de Norberto Bobbio, que a los 80 años concentra su sabiduría en el estudio de otro gran pensador del poder: Thomas Hobbes. Me hubiera encantado también detenerme en las siempre penetrantes y fecundas ideas de Max Weber y en algunas páginas de Du pouvoir, el libro que Bertrand de Jouvenel confeccionó durante la segunda posguerra. Pero ya no me era posible. Todos los días de la semanas andaba pensando en la siguiente “máscara” y mi libreta de apuntes se abultaba con ideas o frases que se me metían en la cabeza luego de leer el periódico o a partir de una conversación. Me llené de máscaras y ya no sabía quién era. Me quitaba una y abajo aparecía otra distanciándome cada vez más de mis, acaso improbables, ilusiones novelísticas, haciéndome ver, con una sonrisa macabra, que escribía las máscaras por miedo a la ficción... y sus demonios.
Todo escritor de oficio sabe que cuando está escribiendo y deja de hacerlo –porque se va a comer o a dormir, a meterse debajo de la regadera o a transportarse en un taxi— hay otro escritor que sigue escribiendo. Ése es el verdadero escritor fantasma que, como el perico en el hombro del pirata, tiene todo escritor. Este “papagaio de pirata” –según me decía mi amigo brasileño Wladir Dupont— sigue escribiendo en las noches de insomnio o de sueño profundo. Es el escritor automático que no pocas veces soluciona los mejores párrafos.
Se sabe que precisamente por sus lenguajes particulares existen las especialidades literarias (la novela, el reportaje, el ensayo, el cuento, la poesía, el drama o la comedia), pero el escritor requiere de tiempo y serenidad para salir de una y entrar en otra. Necesita concentrarse en el lenguaje de cada género e incorporar el tono elegido a su ritmo mental de todos los días, vivirlo, excluyendo todos los demás, a fin de que su escritor fantasma e inconsciente (el pensamiento irrefrenable que sólo los monjes zen, con la mente en blanco, saben detener) se ocupe de la continuidad de la obra y vigile su metabolismo. El perico de pirata trabaja, pero a condición de que se le mantenga en un cierto lenguaje... y en el mismo canal. No puede andar brincando de uno a otro.
Así, pues, para pasar a otro lenguaje (el de la novela siempre postergada) tuve que tomar –no sin tristeza— la difícil decisión de renunciar al placer de armar un artículo cada semana, de decirles adiós y darles las gracias a mis 25 lectores, a mis amigos, y a la afición en general: atreverme al punto final que fija la imprenta y encomendarme la “tumba sin sosiego” que, con suerte, puede llegar a ser un libro. De no escribirlo y publicarlo, podía correr el riesgo, como razonaba Alfonso Reyes, de que se me fuera “la vida en rehacerlo”. Por eso, como todas las cosas felices de este mundo, el domingo 24 de enero de 1993 Máscara negra tuvo que desaparecer, “como un puño cuando se abre la mano”.
cantidad. El talento no es
escribir una página: es
escribir trescientas.
-Jules Renard, Journal
Durante 1981 escribí para Radio Universidad de México tres series de nueve programas que yo mismo leí en cabina y se transmitieron en cadena nacional:
. La novela policiaca y el poder.
. La novela de espionaje y el poder.
. Crimen y poder.
En ellos hablaba con la misma “naturalidad” de asuntos provenientes tanto de la literatura como del mundo real, como si las cosas de la vida y las de los libros de ficción fueran las mismas, en un tono que espero haya sido eficaz en sus pretensiones de malicia e ironía. Si reseñaba algunos de los cuentos más célebres del género negro publicados en Black Mask –la revista que fundaron en Nueva York H.L. Mencken y George Jean Nathan a principios de 1920—, procuraba al mismo tiempo referirme a crímenes de la crónica política o de la nota roja mexicana de esos días que aún resonaban en los oídos de los radioescuchas. Si entraba en no ociosas disquisiciones sobre la novela de espionaje, y rendía tributo a los grandes escritores de esa especie, como Somerset Maugham, Graham Greene, Eric Ambler y John Le Carré, me demoraba asimismo en los quehaceres propios de los servicios de información reales (la KGB, la CIA, el MI5 británico, el servicio de información y contraespionaje francés, la Orquesta Roja de la segunda guerra europea) y de otras inteligencias secretas, como las que Jim Philby supo reclutar en la Universidad de Cambridge.
A muchos de estos programas les ponía, sin ningún derecho, música de Ennio Morricone u otros compositores de bandas sonoras recogidas en disco. Cuando se trató de “musicalizar” la serie “Crimen y poder” se me ocurrió presentarle con un himno de la Alemania nazi que tuvo un gran efecto, una suerte de contrapunto temático suministrado más por el azar que por mi educación musical. Los temas de esta última emisión colgaban directamente de un libro muy leído por la gente de mi generación en los años 60, Política y delito, de Hans Magnus Enzensberger, cuyos principales capítulos se dieron a conocer primero como programas radiofónicos por la Hessische Rundfunk y la Süddeutsche Rundfunk hacia finales de los años 50. Más de una idea de esta Máscara negra se debe a la percepción del poeta y ensayista alemán de que la impunidad criminal y el poder vienen juntos y se consiguen con el mismo boleto.
De esa experiencia me quedaron muchos apuntes y una obsesión por los archivos –recortes de periódicos y revistas, libros subrayados, copias xerox, notas en servilletas— que se volvió archivomanía, una enfermedad que se inventa uno para no escribir y que no le deseo a nadie. Quise entonces, animado por mi amigo Jorge Aguilar Mora (cuando entre sus planes traía la idea de escribir un libro sobre doce presidentes mexicanos parodiando Los doce césares de Suetonio), ensayar unas “notas sobre algunas expresiones del poder en la literatura” que adelanté en la revista Dialéctica de la Universidad de Puebla y serían el eje de ese libro interminable que uno se pasa la vida escribiendo.
Ya había redactado tres o cuatro capítulos cuando en septiembre de 1989 se me ocurrió proponerle a Roger Bartra, director de La Jornada Semanal, la publicación de una columna hebdomadaria dedicada a la novela policiaca. El título sería Máscara negra, en obvio homenaje a Black Mask, cuyo logotipo se ilustraba con un antifaz y una daga, en la que se engendró el género de la “novela negra” y se dieron a conocer Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Horace McCoy, Erle Stanley Gardner, Frederick Nebel, entre otros. Cada domingo comparecerían en mi columna Jim Thompson, Chester Himes, David Goodis, Ed McBain, James Cain, Donald Westlake, Georges Simenon, pero también Patricia Highsmith, Truman Capote, Rubem Fonseca y Leonardo Sciascia que, parodiándola, han conseguido para la narrativa criminal –por la creación de atmósferas, el desmenuzamiento de la mente asesina, la visión de la violencia y el poder, y un tono de amarga ironía— otra densidad.
Naturalmente la primera columna publicada el domingo 1ro de octubre de 1989, “Negro es el color de la novela”, quiso identificarse y anunciar de qué iba la cosa. Más tarde, el 22 de octubre, la línea se hizo más explícita con el título “Antes y después de Black Mask”, pero de pronto, impensadamente, el tema de las relaciones entre el crimen y el poder empezó a fugarse de la literatura estrictamente policiaca –que no se descartaría del todo— y ni siquiera el autor sabía por dónde iba a saltar la liebre siete días después. La columna cedió entonces a la tentación de incorporar temas de la realidad más inmediata e importar a autores de otras provincias literarias: el ensayo de reflexión política, los textos clásicos sobre el Estado y el poder (Maquiavelo, Hobbes, Canetti, la justicia y la tortura, los delitos y las penas, la policía y el hampa), la novela y el análisis de la mafia siciliana, la ficción y la crónica del espionaje, con no menos entusiasmo que los reportajes que daban cuenta de nuestra cultura criminal.
Poco a poco, pues, el título de la columna se fue desprendiendo de su significado original y abrió su abanico en la percepción de los lectores. Quienes no leyeron la primera entrega, o no recordaban la alusión a Black Mask, se atuvieron a lo que el par de palabras por sí mismo sugiere en castellano: algo enigmático u oculto relacionado vaga o descaradamente con el crimen: el antifaz negro de los carnavales, la máscara como un aditamento que desfigura el rostro, distorsiona la identidad y la disimula dotándola de una libertad sin sujeto, anónima, irresponsable.
Entre los griegos se usaba la palabra faz en lugar de persona, que en latín significa disfraz o, como apuntaba Thomas Hobbes, “apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la máscara o el antifaz”. Octavio Paz, por su parte, recuerda en La llama doble que “la palabra persona es de origen etrusco y designaba en Roma a la máscara del actor teatral. ¿Qué hay detrás de la máscara, qué es aquello que anima al personaje?”
La combinación de las dos palabras, Máscara negra, como cabeza de la columna, y la connotación que iba engendrando en la mente del desocupado lector, me permitió incurrir en expedientes como el de la administración de la justicia mexicana, la policía, la propaganda, la cultura de la prefabricación o la fabricación de culpables típica de nuestro sistema de injusticia penal, la mafia siciliana y su transnacionalización, la mafia y el Estado o la inexistencia del Estado en muchas de nuestras sociedades “modernas”, la tortura y la confesión (la “reina de las pruebas”), la autoría intelectual en los asesinatos de periodistas (Manuel Buendía, Héctor Félix Miranda, et al), la épica de la droga en el corrido norteño, la criminalidad difusa y anónima que protagonizan por igual policías y malandrines, la distancia esquizoide entre el país legal (de leyes escritas) y el país real (de leyes no escritas) y, en fin, por extensión, los misterios que el poder va dejando pendientes.
Este mimetismo, que en la columna quería fundir en un solo asunto las cosas de la novela criminal y las de la vida “real”, transitó siempre por senderos que invariablemente encontraban como trasfondo el mismo contexto: el de las relaciones de poder y sus subterfugios.
Sin embargo, el cumplimiento de un compromiso hebdomadario como el de una columna tiene el efecto de que el escritor neurótico que la redacta curse su jornada inmerso en un código que afecta su modo de leer, su misma manera de escribir y de pensar, es decir: semiahogado en el lenguaje de la información más que en el de la imaginación, en la eterna glosa de ideas ajenas, en la cortesía que obliga al entrecomillado, restringiéndose la mayor parte de las veces a un papel de intermediario u organizador de los datos.
Infinitas, la tela y la estela del poder, luego de tres años, daban materia para mil ensayos más y tal vez un libro inacabable, pero tuve que interrumpir la columna en su mejor momento, no porque el tema se hubiera desgastado, como digo, sino todo lo contrario: porque se multiplicaba como las familias de los conejos y me constreñía mentalmente a girar en un solo lenguaje: el del artículo y la lógica informativa del discurso periodístico que no me dejaba entrar en la escritura de cuentos y novelas, ya que el trabajo de la ficción literaria exige –al menos en mi caso personal, puesto que cada quien tiene sus manías o sus modos de matar pulgas; no puedo, por ejemplo, escribir varias cosas de distinto género al mismo tiempo: tengo que ir pelando papa por papa— de un cierto ritmo y de una concentración exclusiva y persistente.
Me hubiera gustado mucho hablar de Hannah Arendt (cosa que finalmente hago en otro libro: en La invención del poder), cuyas meditaciones sobre el poder y la violencia han sido de las más importantes en lo que va del siglo; de Norberto Bobbio, que a los 80 años concentra su sabiduría en el estudio de otro gran pensador del poder: Thomas Hobbes. Me hubiera encantado también detenerme en las siempre penetrantes y fecundas ideas de Max Weber y en algunas páginas de Du pouvoir, el libro que Bertrand de Jouvenel confeccionó durante la segunda posguerra. Pero ya no me era posible. Todos los días de la semanas andaba pensando en la siguiente “máscara” y mi libreta de apuntes se abultaba con ideas o frases que se me metían en la cabeza luego de leer el periódico o a partir de una conversación. Me llené de máscaras y ya no sabía quién era. Me quitaba una y abajo aparecía otra distanciándome cada vez más de mis, acaso improbables, ilusiones novelísticas, haciéndome ver, con una sonrisa macabra, que escribía las máscaras por miedo a la ficción... y sus demonios.
Todo escritor de oficio sabe que cuando está escribiendo y deja de hacerlo –porque se va a comer o a dormir, a meterse debajo de la regadera o a transportarse en un taxi— hay otro escritor que sigue escribiendo. Ése es el verdadero escritor fantasma que, como el perico en el hombro del pirata, tiene todo escritor. Este “papagaio de pirata” –según me decía mi amigo brasileño Wladir Dupont— sigue escribiendo en las noches de insomnio o de sueño profundo. Es el escritor automático que no pocas veces soluciona los mejores párrafos.
Se sabe que precisamente por sus lenguajes particulares existen las especialidades literarias (la novela, el reportaje, el ensayo, el cuento, la poesía, el drama o la comedia), pero el escritor requiere de tiempo y serenidad para salir de una y entrar en otra. Necesita concentrarse en el lenguaje de cada género e incorporar el tono elegido a su ritmo mental de todos los días, vivirlo, excluyendo todos los demás, a fin de que su escritor fantasma e inconsciente (el pensamiento irrefrenable que sólo los monjes zen, con la mente en blanco, saben detener) se ocupe de la continuidad de la obra y vigile su metabolismo. El perico de pirata trabaja, pero a condición de que se le mantenga en un cierto lenguaje... y en el mismo canal. No puede andar brincando de uno a otro.
Así, pues, para pasar a otro lenguaje (el de la novela siempre postergada) tuve que tomar –no sin tristeza— la difícil decisión de renunciar al placer de armar un artículo cada semana, de decirles adiós y darles las gracias a mis 25 lectores, a mis amigos, y a la afición en general: atreverme al punto final que fija la imprenta y encomendarme la “tumba sin sosiego” que, con suerte, puede llegar a ser un libro. De no escribirlo y publicarlo, podía correr el riesgo, como razonaba Alfonso Reyes, de que se me fuera “la vida en rehacerlo”. Por eso, como todas las cosas felices de este mundo, el domingo 24 de enero de 1993 Máscara negra tuvo que desaparecer, “como un puño cuando se abre la mano”.
Antes y después de Black Mask
Los nombres de Dashiell Hammett, Carrol John Daly y Raymond Chandler, que llevaron a niveles de excelencia la narrativa policiaca en Estados Unidos, estarán siempre asociados a Black Mask, la revista mensual fundada en Nueva York por H.L. Mencken y George Jean Nathan en 1920 y que circuló hasta 1951.
Después de 31 años, y luego de haber tenido varios dueños y directores, la revista dejó la sensación de que el relato policiaco ya no era ni volvería a ser el mismo. No es que en sus páginas se hubiera creado una fórmula o un nuevo esquema o una novedosa receta literaria. Se pasó, digamos, del relato enigma a la narrativa “negra”. Se trascendió como premisa de la trama la exposición de un misterio criminal que el autor y el lector habrían de descifrar como quien en álgebra despeja una X, para pasar a profundizar en el punto de vista del criminal: el azimut del asesino.
Lo explica mejor Herbert Ruhm, presentador y antólogo de Detective privado: antología de Black Mask Magazine:
Hasta la aparición de Black Mask, los relatos policiales británicos constituyeron el principal exponente de la ficción policiaca. Escritores como Arthur Conan Doyle, R. Austin Freeman, y E.C. Bently crearon un mundo en el que prevalecía un orden bastante estable y en el que el crimen era una aberración temporal. Pero el relato policiaco norteamericano que Black Mask contribuyó a desarrollar se basaba en la creencia de que no existía un orden social estable. Luego de la Primera Guerra Mundial (o de la Primera Guerra Europea, como prefiere decir Borges) y los años de la Depresión económica, el país experimentó un nuevo cinismo, una gran desconfianza en el gobierno, el poder y la ley.
En efecto, a las cosas se les empezó a llamar por su nombre: el clima moral y político que se reflejaba en las páginas de Black Mask era caótico: “La conciencia individual, la astucia y la osadía triunfaban sobre cualquier orden social.” Y, por supuesto, los policías también podían ser delincuentes: asaltantes, torturadores, gatilleros a sueldo. Sobre todo los policías.
Ese modo de ser directo y sin andarse por las ramas que tiene el idioma inglés hablado por estadounidenses cuajó de manera natural en el estilo que caracterizó a Black Mask. Ese lenguaje coloquial –que mejor que ningún otro reflejaba lo que acontecía en las calles: un mundo irracional y turbulento en el que predominaban los gángsters y los contrabandistas, los abogados y los políticos corruptos— se volvió una herramienta literaria tan original e innovadora como cuando lo incorporó Mark Twain a la novela en Huckleberry Finn.
Black Mask llegó a tirar 250 mil ejemplares, Hammett (autor de El halcón maltés) fue uno de los que le dieron un carácter más dintintivo: la frase cortante, dura, ágil, un lenguaje que convivía con la “impasible sátira” de Ring Lardner, la “ceremoniosa simplicidad” de Hemingway, la “vacilante prosa” de Sherwood Anderson, sus contemporáneos. El mundo de Hammett –es decir, el de Black Mask— tenía como obsesión la violencia, la codicia como motivo, y el poder como contexto. Si Hammett reintegró el crimen al callejón, Raymond Chandler lo sacó de los bajos fondos e hizo ver que en todos los estratos de la sociedad se urdían, se encargaban o se cometían asesinatos.
Black Mask fue un estupendo campo de entrenamiento para escritores. En sus páginas los narradores podían experimentar con la reacción de los lectores y señalar las fallas, los flancos débiles de un texto que aún no habían rescatado entre las portadas de un libro.
En vida, Chandler se negó a que se reeditaran sus cuentos aparecidos en Black Mask porque sentía que eso equivaldría a “canibalizarlos” y porque la mayoría de esos relatos más tarde se convirtieron en novelas como La dama del lago, El sueño eterno, El largo adiós.
No deja de ser ilustrativo –para el escritor en ciernes— comparar en un trabajo de taller literario los cuentos con las novelas, estudiar cómo “Asesino en la lluvia” y “El telón” se fundieron en El sueño eterno y aproximarse al proceso creador de Raymond Chandler.
Las pulp magazines, como Black Mask, estaban hechas de papel muy barato y se vendían a diez centavos o a 25. Su papel (es decir, su pulpa) se hacía de madera triturada y no de virutas de madera; eran de fibra muy corta que las volvía frágiles y efímeras, difíciles de preservar. Existen muy pocas colecciones completas. Salieron del mercado cuando fueron desplazadas por los libros de tiras cómicas. Pero la calidad de sus textos no ha envejecido. De ahí la importancia del rescate que se hace en esta antología de Black Mask Magazine.
Después de 31 años, y luego de haber tenido varios dueños y directores, la revista dejó la sensación de que el relato policiaco ya no era ni volvería a ser el mismo. No es que en sus páginas se hubiera creado una fórmula o un nuevo esquema o una novedosa receta literaria. Se pasó, digamos, del relato enigma a la narrativa “negra”. Se trascendió como premisa de la trama la exposición de un misterio criminal que el autor y el lector habrían de descifrar como quien en álgebra despeja una X, para pasar a profundizar en el punto de vista del criminal: el azimut del asesino.
Lo explica mejor Herbert Ruhm, presentador y antólogo de Detective privado: antología de Black Mask Magazine:
Hasta la aparición de Black Mask, los relatos policiales británicos constituyeron el principal exponente de la ficción policiaca. Escritores como Arthur Conan Doyle, R. Austin Freeman, y E.C. Bently crearon un mundo en el que prevalecía un orden bastante estable y en el que el crimen era una aberración temporal. Pero el relato policiaco norteamericano que Black Mask contribuyó a desarrollar se basaba en la creencia de que no existía un orden social estable. Luego de la Primera Guerra Mundial (o de la Primera Guerra Europea, como prefiere decir Borges) y los años de la Depresión económica, el país experimentó un nuevo cinismo, una gran desconfianza en el gobierno, el poder y la ley.
En efecto, a las cosas se les empezó a llamar por su nombre: el clima moral y político que se reflejaba en las páginas de Black Mask era caótico: “La conciencia individual, la astucia y la osadía triunfaban sobre cualquier orden social.” Y, por supuesto, los policías también podían ser delincuentes: asaltantes, torturadores, gatilleros a sueldo. Sobre todo los policías.
Ese modo de ser directo y sin andarse por las ramas que tiene el idioma inglés hablado por estadounidenses cuajó de manera natural en el estilo que caracterizó a Black Mask. Ese lenguaje coloquial –que mejor que ningún otro reflejaba lo que acontecía en las calles: un mundo irracional y turbulento en el que predominaban los gángsters y los contrabandistas, los abogados y los políticos corruptos— se volvió una herramienta literaria tan original e innovadora como cuando lo incorporó Mark Twain a la novela en Huckleberry Finn.
Black Mask llegó a tirar 250 mil ejemplares, Hammett (autor de El halcón maltés) fue uno de los que le dieron un carácter más dintintivo: la frase cortante, dura, ágil, un lenguaje que convivía con la “impasible sátira” de Ring Lardner, la “ceremoniosa simplicidad” de Hemingway, la “vacilante prosa” de Sherwood Anderson, sus contemporáneos. El mundo de Hammett –es decir, el de Black Mask— tenía como obsesión la violencia, la codicia como motivo, y el poder como contexto. Si Hammett reintegró el crimen al callejón, Raymond Chandler lo sacó de los bajos fondos e hizo ver que en todos los estratos de la sociedad se urdían, se encargaban o se cometían asesinatos.
Black Mask fue un estupendo campo de entrenamiento para escritores. En sus páginas los narradores podían experimentar con la reacción de los lectores y señalar las fallas, los flancos débiles de un texto que aún no habían rescatado entre las portadas de un libro.
En vida, Chandler se negó a que se reeditaran sus cuentos aparecidos en Black Mask porque sentía que eso equivaldría a “canibalizarlos” y porque la mayoría de esos relatos más tarde se convirtieron en novelas como La dama del lago, El sueño eterno, El largo adiós.
No deja de ser ilustrativo –para el escritor en ciernes— comparar en un trabajo de taller literario los cuentos con las novelas, estudiar cómo “Asesino en la lluvia” y “El telón” se fundieron en El sueño eterno y aproximarse al proceso creador de Raymond Chandler.
Las pulp magazines, como Black Mask, estaban hechas de papel muy barato y se vendían a diez centavos o a 25. Su papel (es decir, su pulpa) se hacía de madera triturada y no de virutas de madera; eran de fibra muy corta que las volvía frágiles y efímeras, difíciles de preservar. Existen muy pocas colecciones completas. Salieron del mercado cuando fueron desplazadas por los libros de tiras cómicas. Pero la calidad de sus textos no ha envejecido. De ahí la importancia del rescate que se hace en esta antología de Black Mask Magazine.
La abuela de la novela policiaca
Los historiadores de la literatura han tenido una preocupación acaso baladí: dilucidar la paternidad o la maternidad de un cierto género narrativo, el de la novela policiaca, por ejemplo. Así, en casi todas las historias literarias se hace responsable el inglés William Wilkie Collins –que vivió entre 1824 y 1889— de la creación de la novela enigma de igual modo en que reconocen en Edgar Allan Poe el origen del cuento policial.
Wilkie Collins publicó en 1868, a los 44 años de edad, la novela que habría de consentirle una póstuma gloria: La piedra lunar.
Solterón, misterioso (tenía dos amantes), Wilkie Collins sufría de gota y tomaba láudano. Abogado, opiómano, actor y amigo íntimo de Charles Dickens, escribió también La dama de blanco. Sus dos novelas permiten asociar su nombre a la temática policiaca que ya empezaba a tomar vuelo en Francia con la novela folletinesca. The Moonstone fue el primer relato de extensión larga y de carácter detectivesco que podría considerarse novela, luego de los tres cuentos de Poe que en 1841 instauraron el género.
Pero no falta quien dispute a Collins el mérito de haber sido el primero. Los franceses, por ejemplo, tienden a privilegiar el trabajo literario de Balzac, Eugenio Sue y Ponson de Terrail, que cometieron toda suerte de incursiones en la región policiaca y fueron difundidos a través de los folletones por entregas.
Influido por la autobiografía de Vidocq, el ex ladrón convertido en policía y fundador de la Sureté, Emile Gaboriau (1832—1873) es contemporáneo de Collins y publica en 1866, dos años antes que Collins La piedra lunar, su novela El caso Lerouge, obra policiaca que su autor define como “relato de investigación”.
Sea Gaboriau o Collins el verdadero padre de la novela enigma –cosa que finalmente carece de importancia si se piensa que todos los escritores son creadores de ese gran libro universal que es la literatura—, lo cierto es que el francés resume el espíritu literario o novelesco de la época con estas palabras:
Teniendo un crimen, con sus circunstancias y sus detalles, construyo pieza por pieza n plan de acusación que únicamente presento cuando está perfecto acabado. Si se encuentra a un hombre a quien aplicarlo en sus menores detalles, se ha encontrado ya al autor del crimen. De no ser así, nos hemos topado con un inocente. ¿Cómo he llegado hasta el culpable? He aquí mi respuesta: procediendo por inducción desde lo conocido hasta lo desconocido.
Amigo de Charles Dickens, con quien dirigió revistas y pergeñó al alimón dos o tres cuentos, como “Un mensaje desde el mar”, Collins estudió derecho pero no se atrevió a ejercer la abogacía. Compartía con Dickens la repugnancia por la judicatura y la legislatura que pueden justificarlo todo, incluso el crimen, a favor de una clase. Entonces, prefirió escribir.
Leyó también a Carlyle –ha escrito León Thorens—, y junto con éste a su nuevo amigo Dickens; vilipendió el maquinismo, la filosofía de los números, de la técnica, de la utilidad. Introducido por Dickens en las revistas de gran tirada, publicó relatos en que campeaba lo misterioso y lo fantástico. Collins enseñaba a Dickens a elaborar un enigma, pero Dickens convencía a Collins de que el enigma quedara explicado siempre de un modo racional: sólo se trataba de analizar y descubrir los elementos por el método deductivo.
Sirviéndole de antecedente los relatos de William Russell, que en 1856 publica Recollections of a Detective Police Officer, Wilkie Collins escribió, pues, la que se supone la primera novela de deducción en Inglaterra: La piedra lunar.
El célebre prólogo de Jorge Luis Borges a la versión castellana de La piedra lunar, publicada en Buenos Aires en 1971 por Fabril Editora y por Montesinos en Barcelona en 1981, nos informa de los componentes esenciales del género: “El crimen enigmático y, a primera vista, insoluble; el investigador sedentario que lo descifra por medio de la imaginación y de la lógica; el caso referido por un amigo impersonal y, un tanto borroso, del investigador.”
Veintitantos años después de Poe aparecen El caso Lerouge, del francés Emile Gaboriau, La dama de blanco y La piedra lunar, de Wilkie Collins. Borges escribe:
Estas últimas novelas merecen mucho más que una respetuosa mención histórica; Chesterton las ha juzgado superiores a los más afortunados ejemplos de la escuela contemporánea. Swinburne, que apasionadamente renovaría la música del idioma inglés, afirmó que La piedra lunar es una obra maestra; Fitzgerald, insigne traductor (y casi inventor) de Omar Khayyam, prefirió La dama de blanco a las obras de Fielding y de Jane Austen.
La diversidad de puntos de vista, empleada como técnica narrativa en La dama de blanco, constituye también el dispositivo a través del cual Wilkie Collins organiza los diferentes fragmentos que dan cuerpo a La piedra lunar.
Importa sobre todo el relato del viejo jefe de criados, Gabriel Betteredge, porque en todo su capítulo –que podría considerarse el planteamiento del enigma, aunque dé la visión de una sola cara del poliedro— se resume lo esencial del asunto y ocupa el 40 por ciento de la novela.
Procedida por un prólogo (extracto de una carta familiar en la que se refiere la toma de Seringapatam en la India, episodio en el que John Herncastle se roba el diamante lunar de una daga sagrada, mediante un par de asesinatos y una maldición eterna que le endilgan sus víctimas) y concluida con un epílogo con un informe del sargento Cuff y otro de Mr. Murthwaite, el especialista en temas hindús que ve en una ceremonia el regreso de la piedra a la divinidad imaginaria de la secta hindú que la recupera), La piedra lunar se beneficia de la pluralidad de los diversos puntos de vista que no sólo permiten el mejor tejido de la trama sino que además enriquecen la historia misma y el carácter de los personajes en interacción.
Wilkie Collins publicó en 1868, a los 44 años de edad, la novela que habría de consentirle una póstuma gloria: La piedra lunar.
Solterón, misterioso (tenía dos amantes), Wilkie Collins sufría de gota y tomaba láudano. Abogado, opiómano, actor y amigo íntimo de Charles Dickens, escribió también La dama de blanco. Sus dos novelas permiten asociar su nombre a la temática policiaca que ya empezaba a tomar vuelo en Francia con la novela folletinesca. The Moonstone fue el primer relato de extensión larga y de carácter detectivesco que podría considerarse novela, luego de los tres cuentos de Poe que en 1841 instauraron el género.
Pero no falta quien dispute a Collins el mérito de haber sido el primero. Los franceses, por ejemplo, tienden a privilegiar el trabajo literario de Balzac, Eugenio Sue y Ponson de Terrail, que cometieron toda suerte de incursiones en la región policiaca y fueron difundidos a través de los folletones por entregas.
Influido por la autobiografía de Vidocq, el ex ladrón convertido en policía y fundador de la Sureté, Emile Gaboriau (1832—1873) es contemporáneo de Collins y publica en 1866, dos años antes que Collins La piedra lunar, su novela El caso Lerouge, obra policiaca que su autor define como “relato de investigación”.
Sea Gaboriau o Collins el verdadero padre de la novela enigma –cosa que finalmente carece de importancia si se piensa que todos los escritores son creadores de ese gran libro universal que es la literatura—, lo cierto es que el francés resume el espíritu literario o novelesco de la época con estas palabras:
Teniendo un crimen, con sus circunstancias y sus detalles, construyo pieza por pieza n plan de acusación que únicamente presento cuando está perfecto acabado. Si se encuentra a un hombre a quien aplicarlo en sus menores detalles, se ha encontrado ya al autor del crimen. De no ser así, nos hemos topado con un inocente. ¿Cómo he llegado hasta el culpable? He aquí mi respuesta: procediendo por inducción desde lo conocido hasta lo desconocido.
Amigo de Charles Dickens, con quien dirigió revistas y pergeñó al alimón dos o tres cuentos, como “Un mensaje desde el mar”, Collins estudió derecho pero no se atrevió a ejercer la abogacía. Compartía con Dickens la repugnancia por la judicatura y la legislatura que pueden justificarlo todo, incluso el crimen, a favor de una clase. Entonces, prefirió escribir.
Leyó también a Carlyle –ha escrito León Thorens—, y junto con éste a su nuevo amigo Dickens; vilipendió el maquinismo, la filosofía de los números, de la técnica, de la utilidad. Introducido por Dickens en las revistas de gran tirada, publicó relatos en que campeaba lo misterioso y lo fantástico. Collins enseñaba a Dickens a elaborar un enigma, pero Dickens convencía a Collins de que el enigma quedara explicado siempre de un modo racional: sólo se trataba de analizar y descubrir los elementos por el método deductivo.
Sirviéndole de antecedente los relatos de William Russell, que en 1856 publica Recollections of a Detective Police Officer, Wilkie Collins escribió, pues, la que se supone la primera novela de deducción en Inglaterra: La piedra lunar.
El célebre prólogo de Jorge Luis Borges a la versión castellana de La piedra lunar, publicada en Buenos Aires en 1971 por Fabril Editora y por Montesinos en Barcelona en 1981, nos informa de los componentes esenciales del género: “El crimen enigmático y, a primera vista, insoluble; el investigador sedentario que lo descifra por medio de la imaginación y de la lógica; el caso referido por un amigo impersonal y, un tanto borroso, del investigador.”
Veintitantos años después de Poe aparecen El caso Lerouge, del francés Emile Gaboriau, La dama de blanco y La piedra lunar, de Wilkie Collins. Borges escribe:
Estas últimas novelas merecen mucho más que una respetuosa mención histórica; Chesterton las ha juzgado superiores a los más afortunados ejemplos de la escuela contemporánea. Swinburne, que apasionadamente renovaría la música del idioma inglés, afirmó que La piedra lunar es una obra maestra; Fitzgerald, insigne traductor (y casi inventor) de Omar Khayyam, prefirió La dama de blanco a las obras de Fielding y de Jane Austen.
La diversidad de puntos de vista, empleada como técnica narrativa en La dama de blanco, constituye también el dispositivo a través del cual Wilkie Collins organiza los diferentes fragmentos que dan cuerpo a La piedra lunar.
Importa sobre todo el relato del viejo jefe de criados, Gabriel Betteredge, porque en todo su capítulo –que podría considerarse el planteamiento del enigma, aunque dé la visión de una sola cara del poliedro— se resume lo esencial del asunto y ocupa el 40 por ciento de la novela.
Procedida por un prólogo (extracto de una carta familiar en la que se refiere la toma de Seringapatam en la India, episodio en el que John Herncastle se roba el diamante lunar de una daga sagrada, mediante un par de asesinatos y una maldición eterna que le endilgan sus víctimas) y concluida con un epílogo con un informe del sargento Cuff y otro de Mr. Murthwaite, el especialista en temas hindús que ve en una ceremonia el regreso de la piedra a la divinidad imaginaria de la secta hindú que la recupera), La piedra lunar se beneficia de la pluralidad de los diversos puntos de vista que no sólo permiten el mejor tejido de la trama sino que además enriquecen la historia misma y el carácter de los personajes en interacción.
El señor Holmes
No es improbable que el método de investigación de Sherlock Holmes tenga como matriz la medicina experimental y no tanto porque en su tiempo la ciencia buscara una explicación causal, sino porque su creador (Arthur Conan Doyle, que vivió 71 años: de 1859 a 1930) se inspiró en un antiguo profesor suyo de la universidad: el doctor Joseph Bell, que deducía sus diagnósticos a partir de una minuciosa observación del paciente.
Esto de ser muy observador o desarrollar el llamado sentido de la observación era un rasgo de la personalidad del profesor Bell y lo fue también, a extremos casi de maniático, de Sherlock Holmes.
Nacido en Edimburgo en 1859, diez años después de la muerte de Edgar Allan Poe, contemporáneo de Chesterton y de Nietzsche, sir Arthur Conan Doyle hubo de abandonar para siempre la actividad médica y asumir –sin componendas de ninguna especie, pues la literatura “es una amante implacable que nunca perdona”— el oficio de escritor, gracias al éxito de su personaje Sherlock Holmes, que hace su aparición –o ve la luz primera de sus días— en Un estudio en escarlata.
Cuando era estudiante en la Universidad de Edimburgo, Conan Doyle aún no daba, por decirlo así, con el personaje de Sherlock Holmes. El único indicio de su inclinación hacia la literatura fue un cuento, “El misterio de Sassassa”, que publicó en el Chambers Journal. En cuanto terminó su carrera viajó como médico de un barco y probó suerte como oculista en Alemania. A falta de clientela, se puso a escribir relatos, como “Mi amigo el asesino”, o una novela como La firma de Girdlestone, que fue un fracaso rotundo.
Como no era ajeno a la inventiva novelesca del francés Emile Gaboriau, ni a la lectura de Poe, ni desconocía las peripecias analíticas del caballero Auguste Dupin, Conan Doyle concibió entonces a un personaje que concentrara en sí mismo las cualidades de la mente analítica, el espíritu lúdico y una marginalidad fundamental respecto a todas las instituciones, en especial la de la policía.
Inspirado en el doctor Joseph Bell pensó en ponerle nombre a su detective. Primero pensó en Sherringford Holmes, después en Sherlock Holmes, mientras que el nombre del doctor Watson, que cumpliría ante Holmes una función de interlocutor y de cronista ante el lector, lo encontró de inmediato.
Sherlock Holmes es flemático, misógino, dado a las citas literarias y cocainómano. Pero su pasión es el misterio. Ésa es su verdadera droga. Eso es lo que lo prende de manera más honda: la fascinación de un enigma, el desafío a su imaginación. Reúne además en una misma personalidad al detective “intelectual”, al investigador que trabaja desde el escritorio –como un político o un militar— y al mismo tiempo al hombre de acción. Se diría, pues, que refunde en una sola personalidad literaria tanto la tradición anglosajona de la novela enigma como la policiaca francesa.
Desde 1887, fecha de Un estudio en escarlata, hasta 1927 (tres años antes de la muerte de Conan Doyle), Sherlock Holmes presidió la vida de su creador.
Holmes es un personaje que se desprende de su autor. Cobra vida propia. Se le escapa como un globo, un papalote, o más bien, en este caso, un águila. Sherlock Holmes se vuelve un astro con luz propia.
Su método debe a la medicina un sistema de indagación y de interrogatorio. Carlo Ginzburg ha escrito en su ensayo Indicios: Raíces de un paradigma de inferencias indiciales (también traducido como Raíces de un paradigma indiciario) que la estirpe médica es común a Freud, al crítico de arte Giovanni Morelli y a Conan Doyle. “En los tres casos se presiente la aplicación del modelo de la sintomatología, o semiótica médica, la disciplina que permite diagnosticar las enfermedades inaccesibles a la observación directa por medio de síntomas superficiales, a veces irrelevantes a ojos del profano.”
El método indiciario, según Ginzburg (autor de El queso y los gusanos, Pesquisa sobre Piero, El juez y el historiador, entre otros libros), nace de los modos que tenía Morelli para investigar y determinar la paternidad de un cierto cuadro anónimo. Morelli reparaba en detalles que a la mayoría de la gente no le importaban: se fijaba en los rasgos menos trascendentes y menos influidos por la escuela pictórica a la que el pintor se suscribía: los lóbulos de las orejas, las uñas, la forma de los dedos de las manos y los pies.
Este sistema de comparaciones fue desarrollado de manera brillante por Castelnuovo, quien alínea el método de Morelli al lado del que, casi por los mismos años, era atribuido a Sherlock Holmes por su creador, Arthur Conan Doyle.
El conocedor de materias artísticas es comparable con el detective que descubre al autor del delito (el cuadro), por medio de indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles. Como se sabe, son innumerables los ejemplos de la sagacidad puesta de manifiesto por Holmes al interpretar huellas en el barro, cenizas de cigarrillo y otros indicios parecidos.
En el cuento “La aventura de la caja de cartón”, Holmes se fija en los detalles –como suelen hacer los psicoanalistas con los datos en apariencia no importantes— de una oreja: el acortamiento del pabellón, la curva del lóbulo superior, la circunvolución del cartílago interno, a fin de determinar a quién pertenece una oreja que una inocente señorita recibió por el correo.
Esto de ser muy observador o desarrollar el llamado sentido de la observación era un rasgo de la personalidad del profesor Bell y lo fue también, a extremos casi de maniático, de Sherlock Holmes.
Nacido en Edimburgo en 1859, diez años después de la muerte de Edgar Allan Poe, contemporáneo de Chesterton y de Nietzsche, sir Arthur Conan Doyle hubo de abandonar para siempre la actividad médica y asumir –sin componendas de ninguna especie, pues la literatura “es una amante implacable que nunca perdona”— el oficio de escritor, gracias al éxito de su personaje Sherlock Holmes, que hace su aparición –o ve la luz primera de sus días— en Un estudio en escarlata.
Cuando era estudiante en la Universidad de Edimburgo, Conan Doyle aún no daba, por decirlo así, con el personaje de Sherlock Holmes. El único indicio de su inclinación hacia la literatura fue un cuento, “El misterio de Sassassa”, que publicó en el Chambers Journal. En cuanto terminó su carrera viajó como médico de un barco y probó suerte como oculista en Alemania. A falta de clientela, se puso a escribir relatos, como “Mi amigo el asesino”, o una novela como La firma de Girdlestone, que fue un fracaso rotundo.
Como no era ajeno a la inventiva novelesca del francés Emile Gaboriau, ni a la lectura de Poe, ni desconocía las peripecias analíticas del caballero Auguste Dupin, Conan Doyle concibió entonces a un personaje que concentrara en sí mismo las cualidades de la mente analítica, el espíritu lúdico y una marginalidad fundamental respecto a todas las instituciones, en especial la de la policía.
Inspirado en el doctor Joseph Bell pensó en ponerle nombre a su detective. Primero pensó en Sherringford Holmes, después en Sherlock Holmes, mientras que el nombre del doctor Watson, que cumpliría ante Holmes una función de interlocutor y de cronista ante el lector, lo encontró de inmediato.
Sherlock Holmes es flemático, misógino, dado a las citas literarias y cocainómano. Pero su pasión es el misterio. Ésa es su verdadera droga. Eso es lo que lo prende de manera más honda: la fascinación de un enigma, el desafío a su imaginación. Reúne además en una misma personalidad al detective “intelectual”, al investigador que trabaja desde el escritorio –como un político o un militar— y al mismo tiempo al hombre de acción. Se diría, pues, que refunde en una sola personalidad literaria tanto la tradición anglosajona de la novela enigma como la policiaca francesa.
Desde 1887, fecha de Un estudio en escarlata, hasta 1927 (tres años antes de la muerte de Conan Doyle), Sherlock Holmes presidió la vida de su creador.
Holmes es un personaje que se desprende de su autor. Cobra vida propia. Se le escapa como un globo, un papalote, o más bien, en este caso, un águila. Sherlock Holmes se vuelve un astro con luz propia.
Su método debe a la medicina un sistema de indagación y de interrogatorio. Carlo Ginzburg ha escrito en su ensayo Indicios: Raíces de un paradigma de inferencias indiciales (también traducido como Raíces de un paradigma indiciario) que la estirpe médica es común a Freud, al crítico de arte Giovanni Morelli y a Conan Doyle. “En los tres casos se presiente la aplicación del modelo de la sintomatología, o semiótica médica, la disciplina que permite diagnosticar las enfermedades inaccesibles a la observación directa por medio de síntomas superficiales, a veces irrelevantes a ojos del profano.”
El método indiciario, según Ginzburg (autor de El queso y los gusanos, Pesquisa sobre Piero, El juez y el historiador, entre otros libros), nace de los modos que tenía Morelli para investigar y determinar la paternidad de un cierto cuadro anónimo. Morelli reparaba en detalles que a la mayoría de la gente no le importaban: se fijaba en los rasgos menos trascendentes y menos influidos por la escuela pictórica a la que el pintor se suscribía: los lóbulos de las orejas, las uñas, la forma de los dedos de las manos y los pies.
Este sistema de comparaciones fue desarrollado de manera brillante por Castelnuovo, quien alínea el método de Morelli al lado del que, casi por los mismos años, era atribuido a Sherlock Holmes por su creador, Arthur Conan Doyle.
El conocedor de materias artísticas es comparable con el detective que descubre al autor del delito (el cuadro), por medio de indicios que a la mayoría le resultan imperceptibles. Como se sabe, son innumerables los ejemplos de la sagacidad puesta de manifiesto por Holmes al interpretar huellas en el barro, cenizas de cigarrillo y otros indicios parecidos.
En el cuento “La aventura de la caja de cartón”, Holmes se fija en los detalles –como suelen hacer los psicoanalistas con los datos en apariencia no importantes— de una oreja: el acortamiento del pabellón, la curva del lóbulo superior, la circunvolución del cartílago interno, a fin de determinar a quién pertenece una oreja que una inocente señorita recibió por el correo.
El policía que todos llevamos dentro
Sería una exageración y una inexactitud pero sobre todo una ingenuidad estatuir que en todos sus casos la novela criminal comporta una crítica del poder.
Al contrario: abundan más las muestras en que –como en las series televisivas norteamericanas, que por cierto han pasado un poco de moda— lo que se procura ideológicamente es reforzar el sistema de justicia imperante y las instituciones que constituyen su aparato. Lo más frecuente es que –de manera superficial y maniquea, según el nítido esquema de los buenos y los malos— los agentes policiacos encarnen el bien y que la criminalidad sólo asome en personajes “enfermos”, de carácter “delincuencial”, de conducta “antisocial”, “pobres diablos” y miserables. No se va en esta novela boba –producida en cadena y a veces confeccionada por mercenarios— más allá de lo que sería la injusticia y el abuso del poder, ni se completa el cuadro social de las causas y las relaciones de dominación que se practican en la sociedad.
Son menos por desgracia las novelas criminales que sí se emplean a fondo y tocan frecuencias de indiscutible excelencia literaria y dramática. Basta recordar Cosecha roja, de Dashiell Hammett; El largo adiós, de Raymond Chandler; Disparen contra el pianista, de David Goodis; o Lady Killer, de Masako Togawa.
Buenas o malas (a veces no discriminamos), las novelas policiacas ejercen en nosotros una fascinación especial. Su misterio es como el enigma de la realidad y de la vida. ¿Por qué las leemos? ¿Ponemos nuestra fe en un policía? ¿Nos identificamos con él? ¿Qué opción tenemos en el caso mexicano de la policía delincuente?
Vivimos tiempos policiacos.
Habitamos una novela policiaca.
La propensión al chisme, la desconfianza esporádica o permanente en el prójimo –ese principio de realidad que consiste en no confiar en nadie—, la curiosidad por los motivos de las acciones de los seres humanos que nos circundan, podrían significar nuestro desasosiego ante la hipocresía que a veces empaña las relaciones humanas.
No vayamos aquí a caer en el ridículo de hacer una especie de filosofía de la novela policiaca pero, como simple conjetura, podría pensarse que todos llevamos un policía adentro –como el Mister Jekyll que llevaba a Mister Hyde, en esa gran metáfora sobre la manía depresiva, la doblez o el ser escindido o esquizoide que es la novela de Stevenson— y que al descubrirlo nos sentimos más que culpables: aterrorizados. Si el contorno social nos afecta y determina reactivamente algunas de nuestras conductas, podría decirse, en la perspectiva de la novela criminal, que nos intriga ver reflejados en el espejo de la narración los misterios de la vida pública y justificada nuestra desconfianza en la averiguación estatal de la justicia.
Al policía lo podemos tener en casa: en nosotros mismos, pues tal vez sin querer desarrollamos una personalidad policiaca. Tender preguntas capciosas y aparentemente inocentes es policiaco. Por su carácter vigilante y persecutorio, la inquisición de este policía que llevamos dentro sin saberlo difiere del interrogatorio del reportero o del psicoanalista o del gastroenterólogo; lo mismo indagar e intentar corroborar lo que nos dicen las personas más cercanas a nosotros, porque ponemos en práctica un espíritu de suspicacia y de persecución. Nos volvemos autoritarios e intolerantes. Esta situación, que en lo individual puede ponernos al borde de la paranoia y en lo social en la degradación de la convivencia civil, se exacerba aún más en los regímenes donde el propio poder del Estado es paranoico, propicia la delación y la intransigencia.
Víctima o victimario, el lector encontrará en el espacio fantástico de la ficción policiaca el misterio que le convenga, la caricatura de su propia vida empequeñecida o engrandecida según el territorio social, existencial y político que le toque en suerte ocupar... en la vida real.
No pocas veces, sobre todo en las declaraciones públicas, el lenguaje se utiliza más para ocultar la realidad que para aclararla. Más para disfrazar la verdad que para exhibirla. Más para escamotearla que para desnudarla. Todos tenemos la necesidad de conocer la verdad, pero no queremos que se nos haga ver ni que se nos mencione. Debe estar oculta, latente, enmascarada por el lenguaje. En ese sentido hay un parentesco entre el discurso de la novela policiaca y el discurso político. En la novela se nos va dando la información poco a poco, dosificadamente. En la política, el poder nos habla para ocultarnos algo, para eludirnos, para tender una coartada de humo entre las palabras. Por tanto, la única ventaja de la novela policiaca frente a la realidad y el misterio político (por ejemplo: los crímenes de Estado, las personas desaparecidas, los entendimientos con el hampa, el fraude electoral), es que a fin de cuentas, al final, a la hora de la hora, sí ofrece una respuesta. Su juego es un poco más limpio.
Y tal vez resida allí una de las posibles razones por las cuales el lector de novelas criminales se fascina y concentra en el misterio, porque en el país de la impunidad todo es enigma y abuso de poder. Y porque en la novela, como en el deporte y nunca en la política, sí se respetan las reglas del juego.
Al contrario: abundan más las muestras en que –como en las series televisivas norteamericanas, que por cierto han pasado un poco de moda— lo que se procura ideológicamente es reforzar el sistema de justicia imperante y las instituciones que constituyen su aparato. Lo más frecuente es que –de manera superficial y maniquea, según el nítido esquema de los buenos y los malos— los agentes policiacos encarnen el bien y que la criminalidad sólo asome en personajes “enfermos”, de carácter “delincuencial”, de conducta “antisocial”, “pobres diablos” y miserables. No se va en esta novela boba –producida en cadena y a veces confeccionada por mercenarios— más allá de lo que sería la injusticia y el abuso del poder, ni se completa el cuadro social de las causas y las relaciones de dominación que se practican en la sociedad.
Son menos por desgracia las novelas criminales que sí se emplean a fondo y tocan frecuencias de indiscutible excelencia literaria y dramática. Basta recordar Cosecha roja, de Dashiell Hammett; El largo adiós, de Raymond Chandler; Disparen contra el pianista, de David Goodis; o Lady Killer, de Masako Togawa.
Buenas o malas (a veces no discriminamos), las novelas policiacas ejercen en nosotros una fascinación especial. Su misterio es como el enigma de la realidad y de la vida. ¿Por qué las leemos? ¿Ponemos nuestra fe en un policía? ¿Nos identificamos con él? ¿Qué opción tenemos en el caso mexicano de la policía delincuente?
Vivimos tiempos policiacos.
Habitamos una novela policiaca.
La propensión al chisme, la desconfianza esporádica o permanente en el prójimo –ese principio de realidad que consiste en no confiar en nadie—, la curiosidad por los motivos de las acciones de los seres humanos que nos circundan, podrían significar nuestro desasosiego ante la hipocresía que a veces empaña las relaciones humanas.
No vayamos aquí a caer en el ridículo de hacer una especie de filosofía de la novela policiaca pero, como simple conjetura, podría pensarse que todos llevamos un policía adentro –como el Mister Jekyll que llevaba a Mister Hyde, en esa gran metáfora sobre la manía depresiva, la doblez o el ser escindido o esquizoide que es la novela de Stevenson— y que al descubrirlo nos sentimos más que culpables: aterrorizados. Si el contorno social nos afecta y determina reactivamente algunas de nuestras conductas, podría decirse, en la perspectiva de la novela criminal, que nos intriga ver reflejados en el espejo de la narración los misterios de la vida pública y justificada nuestra desconfianza en la averiguación estatal de la justicia.
Al policía lo podemos tener en casa: en nosotros mismos, pues tal vez sin querer desarrollamos una personalidad policiaca. Tender preguntas capciosas y aparentemente inocentes es policiaco. Por su carácter vigilante y persecutorio, la inquisición de este policía que llevamos dentro sin saberlo difiere del interrogatorio del reportero o del psicoanalista o del gastroenterólogo; lo mismo indagar e intentar corroborar lo que nos dicen las personas más cercanas a nosotros, porque ponemos en práctica un espíritu de suspicacia y de persecución. Nos volvemos autoritarios e intolerantes. Esta situación, que en lo individual puede ponernos al borde de la paranoia y en lo social en la degradación de la convivencia civil, se exacerba aún más en los regímenes donde el propio poder del Estado es paranoico, propicia la delación y la intransigencia.
Víctima o victimario, el lector encontrará en el espacio fantástico de la ficción policiaca el misterio que le convenga, la caricatura de su propia vida empequeñecida o engrandecida según el territorio social, existencial y político que le toque en suerte ocupar... en la vida real.
No pocas veces, sobre todo en las declaraciones públicas, el lenguaje se utiliza más para ocultar la realidad que para aclararla. Más para disfrazar la verdad que para exhibirla. Más para escamotearla que para desnudarla. Todos tenemos la necesidad de conocer la verdad, pero no queremos que se nos haga ver ni que se nos mencione. Debe estar oculta, latente, enmascarada por el lenguaje. En ese sentido hay un parentesco entre el discurso de la novela policiaca y el discurso político. En la novela se nos va dando la información poco a poco, dosificadamente. En la política, el poder nos habla para ocultarnos algo, para eludirnos, para tender una coartada de humo entre las palabras. Por tanto, la única ventaja de la novela policiaca frente a la realidad y el misterio político (por ejemplo: los crímenes de Estado, las personas desaparecidas, los entendimientos con el hampa, el fraude electoral), es que a fin de cuentas, al final, a la hora de la hora, sí ofrece una respuesta. Su juego es un poco más limpio.
Y tal vez resida allí una de las posibles razones por las cuales el lector de novelas criminales se fascina y concentra en el misterio, porque en el país de la impunidad todo es enigma y abuso de poder. Y porque en la novela, como en el deporte y nunca en la política, sí se respetan las reglas del juego.
Negro es el color de la novela
Ahora que va de novela policiaca no está de más recordar que lo de novela negra se debe a que de ese color era la colección que después de la segunda guerra europea empezó a publicar en París la editorial Gallimard, hacia 1946. Como en muchas otras culturas, los franceses en la suya asocian la muerte con lo negro, la sangre con lo rojo, la nieve con lo blanco y la esperanza con lo verde. Pero, si nos ponemos en un plan riguroso, habría que admitir que la expresión correcta y más generalizadora sería novela criminal. ¿Por qué, Federico?
Bueno, porque no toda novela en la que hay un asesinato es policiaca y, en cambio, siempre es criminal. Tómese al azar, por ejemplo, alguna novela de Patricia Highsmith, como El temblor de la falsificación, y se verá que para nada interviene la policía. Allí, la gran narradora texana monta una situación como de obra de Harold Pinter y todo se da con base en metalenguajes, sobreentendidos, para desmenuzar cómo se desenvuelve una mentalidad criminal. En otras palabras: toda novela policiaca es criminal, pero no toda novela criminal es policiaca.
Y es precisamente ésta, la novela que recoge el punto de vista del criminal: el monólogo interior homicida, la que se ha venido conociendo como “negra”, debido al habitual afrancesamiento de los escritores y los editores españoles (en especial los catalanes y uno que otro asturiano que tienen la cultura gabacha al otro lado de los Pirineos).
Ya lo decía Raymond Chandler: “El mero asesinato no incorpora a una novela a la categoría de detectives o de misterio.”
Quien sacó de la alcoba el asesinato y lo puso en la calle fue Dashiell Hammett. Lo empezó a contar con el lenguaje coloquial, real, de la calle; es decir, mediante la transcripción de una habla viva. Y a partir de entonces pasaron a un segundo término las exquisiteces de la inteligencia policiaca que se desprendían de un suculento enigma.
Pasó en los años 30 lo que está sucediendo en nuestros días: que escribir “novelas policiacas cuando se vive en una época policiaca (prohibición, gansterismo) no es trabajar en un género menor o subliterario, sino escribir las novelas más necesarias y hablar de las cosas más urgentes”, según escribe Robert Louit.
La novela negra –dicho sea, pues, a la francesa o a la catalana— es la que no tiene compasión con el lector ni reparos en regodearse en la violencia. Es la resultante, en el siglo XX, del relato enigma perpetrado originalmente por Edgar Allan Poe en 1841 con la publicación de “Los crímenes de la rue Morgue”.
Javier Coma, en La novela negra (Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 1980), escribe que esta especie constituye “una literatura narrativa, con origen en los Estados Unidos durante los años 20 y desarrollo típica y primordialmente norteamericano, ceñida al enfoque realista y sociopolítico de la contemporánea temática del crimen”.
Para nutrir su “historia de la aplicación del realismo crítico a la novela policiaca norteamericana”, Javier Coma elige como punto de partida los textos mismos de algunos autores (Dashiell Hammett, William Burnett, James Cain, Horace McCoy, Don Tracy, Jim Thompson, Raymond Chandler, Patricia Highsmith, David Goodis, William McGivern, Chester Himes y Donald Westlake) y no al revés: no como otros “filósofos” de la literatura que anteponen un marco ideológico previo para buscar después ilustraciones o seleccionar ejemplos que corroboren su cuadro teórico anticipadamente elaborado.
Sabe el autor que en todo caso los novelistas que estudia no se propusieron deliberada y conscientemente una crítica de la “sociedad capitalista” en la que les tocó vivir. Parcela su libro en seis zonas, no necesariamente estancas: la era de los gángsters (Hammett y Burnett), deterministas de Hollywood (Cain y McCoy), los parias del sistema (Tracy y Thompson), la verdad frente a la ley (Chandler y MacDonald), irrupción y rastro del macartismo (Goodis y McGivern) y el delirio del orden (Himes y Westlake).
Lo que más o menos infiere Coma de estas obras y estos autores es que
la novela negra llegó a contemplar el derecho a la propiedad privada como una agresión de clase, a la policía como un aparato represivo del Estado al servicio de la clase dominante, al individuo como aislado y en guerra dentro de una competitividad insolidaria conducente a su alineación, y a la sociedad como un ente mercantilizado en beneficio de la minoría dominante.
Una novela, pues, que no respeta ninguna institucionalidad: ni el matrimonio, ni la religión, ni el poder judicial, ni el Estado, ni la familia, ni la propiedad privada, ni nada de nada, salvo la condición humana y dramática del personaje.
Es una novela que está del lado de quien cae.
Bueno, porque no toda novela en la que hay un asesinato es policiaca y, en cambio, siempre es criminal. Tómese al azar, por ejemplo, alguna novela de Patricia Highsmith, como El temblor de la falsificación, y se verá que para nada interviene la policía. Allí, la gran narradora texana monta una situación como de obra de Harold Pinter y todo se da con base en metalenguajes, sobreentendidos, para desmenuzar cómo se desenvuelve una mentalidad criminal. En otras palabras: toda novela policiaca es criminal, pero no toda novela criminal es policiaca.
Y es precisamente ésta, la novela que recoge el punto de vista del criminal: el monólogo interior homicida, la que se ha venido conociendo como “negra”, debido al habitual afrancesamiento de los escritores y los editores españoles (en especial los catalanes y uno que otro asturiano que tienen la cultura gabacha al otro lado de los Pirineos).
Ya lo decía Raymond Chandler: “El mero asesinato no incorpora a una novela a la categoría de detectives o de misterio.”
Quien sacó de la alcoba el asesinato y lo puso en la calle fue Dashiell Hammett. Lo empezó a contar con el lenguaje coloquial, real, de la calle; es decir, mediante la transcripción de una habla viva. Y a partir de entonces pasaron a un segundo término las exquisiteces de la inteligencia policiaca que se desprendían de un suculento enigma.
Pasó en los años 30 lo que está sucediendo en nuestros días: que escribir “novelas policiacas cuando se vive en una época policiaca (prohibición, gansterismo) no es trabajar en un género menor o subliterario, sino escribir las novelas más necesarias y hablar de las cosas más urgentes”, según escribe Robert Louit.
La novela negra –dicho sea, pues, a la francesa o a la catalana— es la que no tiene compasión con el lector ni reparos en regodearse en la violencia. Es la resultante, en el siglo XX, del relato enigma perpetrado originalmente por Edgar Allan Poe en 1841 con la publicación de “Los crímenes de la rue Morgue”.
Javier Coma, en La novela negra (Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 1980), escribe que esta especie constituye “una literatura narrativa, con origen en los Estados Unidos durante los años 20 y desarrollo típica y primordialmente norteamericano, ceñida al enfoque realista y sociopolítico de la contemporánea temática del crimen”.
Para nutrir su “historia de la aplicación del realismo crítico a la novela policiaca norteamericana”, Javier Coma elige como punto de partida los textos mismos de algunos autores (Dashiell Hammett, William Burnett, James Cain, Horace McCoy, Don Tracy, Jim Thompson, Raymond Chandler, Patricia Highsmith, David Goodis, William McGivern, Chester Himes y Donald Westlake) y no al revés: no como otros “filósofos” de la literatura que anteponen un marco ideológico previo para buscar después ilustraciones o seleccionar ejemplos que corroboren su cuadro teórico anticipadamente elaborado.
Sabe el autor que en todo caso los novelistas que estudia no se propusieron deliberada y conscientemente una crítica de la “sociedad capitalista” en la que les tocó vivir. Parcela su libro en seis zonas, no necesariamente estancas: la era de los gángsters (Hammett y Burnett), deterministas de Hollywood (Cain y McCoy), los parias del sistema (Tracy y Thompson), la verdad frente a la ley (Chandler y MacDonald), irrupción y rastro del macartismo (Goodis y McGivern) y el delirio del orden (Himes y Westlake).
Lo que más o menos infiere Coma de estas obras y estos autores es que
la novela negra llegó a contemplar el derecho a la propiedad privada como una agresión de clase, a la policía como un aparato represivo del Estado al servicio de la clase dominante, al individuo como aislado y en guerra dentro de una competitividad insolidaria conducente a su alineación, y a la sociedad como un ente mercantilizado en beneficio de la minoría dominante.
Una novela, pues, que no respeta ninguna institucionalidad: ni el matrimonio, ni la religión, ni el poder judicial, ni el Estado, ni la familia, ni la propiedad privada, ni nada de nada, salvo la condición humana y dramática del personaje.
Es una novela que está del lado de quien cae.
La ficción policiaca
A veces se descalifica a la novela porque no cuenta “historias verdaderas”, sucesos que realmente hayan sucedido, ni incluye a personas que existan o hayan existido. El ensayo y la crónica sí valen, se dice, porque lo que relatan “sí sucedió”; pero la literatura de ficción suele ser más sutil, más verdadera y auténtica, más descarnada que la que quiere engañarnos mediante la advertencia de que “ésta sí es una historia real sacada de la realidad”.
Se trata de una parodia, de un juego organizado que no podría darse sin los componentes más determinantes de la vida, puesto que nada se crea a partir de la nada... ni siquiera una novela policiaca. Hace falta el dato real que el escritor va a convertir en símbolo o en alegoría. Y si el lector no quiere hacerse el ingenuo, sabrá (como lo sabe) que le están hablando de sí mismo y del mundo material y concreto en el que ama, sufre o goza. Al fin y al cabo la fantasía tiene un límite: el espacio humano, según pensaba Juan Rulfo.
En el fondo es la bufonada literaria, “la forma más alta del desprecio”, según Jan Kott. Seguimos viviendo, a fines del siglo XX, tiempos policiacos. No detectivescos: vigilantes, persecutorios, fiscalizantes, intolerantes, no sólo a cargo del Estado impersonal e irresponsable: también por parte del poder transnacional del caital onopólico y de la tecnología militar que despliega su estrategia en un mundo dispuesto como un ajedrez esférico. Por eso no es extravagante, ni exagerado, ni altisonante, reparar, como lo hace Román Gubern, en que en la novela policiaca no sólo hay elementos marxistas sino también ácratas. A través de un criminal como el sheriff de 1280 almas, la novela de Jim Thompson, el poder que encarna en el mismo agente de la ley y el orden “establecido” se manifiesta de tal manera que puede aniquilar “sucesivamente y de forma muy racional, no sentimental, los conceptos de familia, Estado, religión, propiedad privada y sociedad burguesa”.
Los políticos son los “escritores” más prolíficos de nuestra época o, al menos, los sujetos de enunciados más frecuentes e insistentes. Nunca antes de la política—espectáculo habían hablado tanto. Nunca como ahora habían dicho tantos discursos ni hecho tantas declaraciones. Más dictadores que escritores de frases, todos los días emanan de sus roncos pechos verdaderas novelas policiacas y una selección de sus discursos en no pocos casos podría ser una verdadera antología del crimen: circunloquios del discurso esquizoide, tan ambivalente como las señales de un semáforo que al mismo tiempo enciende el rojo y el verde.
El lenguaje político se mueve con base en coartadas, exclusiones, explicaciones la mayor parte de las veces no solicitadas para encubrir su culpa, y camina de enigma en enigma. Vivimos en un mundo de interrogantes. Habitamos una novela policiaca. ¿Qué otra cosa son si no eso el misterio del 10 de junio de 1971 (cuando con la perversa complacencia de la policía, esbirros del gobierno asesinaron públicamente a varias decenas de estudiantes en la ciudad de México), las coartadas oficiales del 2 de octubre de 1968 (fecha de la matanza de Tlatelolco), la evaporización de las personas “desaparecidas” que en los años setenta fueron más de 500, los asesinatos de Manuel Buendía y de Héctor Félix Miranda, mejor conocido en Tijuana como El Gato Félix?
La fascinación del lector ante el enigma tiene motivaciones de orden psicológico muy difíciles de dilucidar y en todo caso poco importantes. Lo que parece ser es que ese misterio es esencial a la misma vida humana: no sabemos quiénes somos ni nunca lo sabremos. No sabemos qué estamos haciendo aquí en la Tierra, ni lo vamos a saber nunca. Nos vamos a ir con la duda a la tumba. Y por ello, probablemente, por la seducción que en sí mismo ejerce un misterio, vemos con igual terror esas escenificaciones criminales que en cada país son las políticas nacionales, las formas en que el poder aplica la fuerza o las maneras en que la fuerza bruta y legal ejerce el poder.
Dígase si no es un misterio aparente la muerte de aquellos tres amotinados en la cárcel de Mérida en 1980. Cientos de testigos e innumerables pruebas fotográficas hicieron ver que los presidiarios salieron por su propio pie de la prisión. Uno de ellos, como se ve en las fotografías, llevaba el pecho descubierto y limpio de heridas. Sin embargo, más tarde, la policía mostró su cadáver con dos o tres orificios mortales en el pecho. Allí el misterio no es el asesinato, sino la identidad de los asesinos miembros de la policía y las motivaciones o las necesidades que tuvieron para privar de la vida a quienes, por lo menos en este país “legal”, tenían derecho a un juicio en los tribunales.
La ficción es ficción pero no por ello deja de ser verdadera. A veces un libro de memorias, con datos y fechas y nombres propios de personas que viven, resulta más falso y aburrido e insincero que una buena novela que está incidiendo en el corazón mismo del poder. El lector lo sabe y también el escritor, que es su cómplice. Tras su carácter esencialmente subversivo, la novela policiaca busca instrumentar con su lenguaje una velada crítica del poder. Quiere desmantelar en lo posible los mecanismos que hacen funcionar a ese poder legal o extralegal, público o privado, gubernamental o industrial, y desactivar sus dispositivos.
Se trata de una parodia, de un juego organizado que no podría darse sin los componentes más determinantes de la vida, puesto que nada se crea a partir de la nada... ni siquiera una novela policiaca. Hace falta el dato real que el escritor va a convertir en símbolo o en alegoría. Y si el lector no quiere hacerse el ingenuo, sabrá (como lo sabe) que le están hablando de sí mismo y del mundo material y concreto en el que ama, sufre o goza. Al fin y al cabo la fantasía tiene un límite: el espacio humano, según pensaba Juan Rulfo.
En el fondo es la bufonada literaria, “la forma más alta del desprecio”, según Jan Kott. Seguimos viviendo, a fines del siglo XX, tiempos policiacos. No detectivescos: vigilantes, persecutorios, fiscalizantes, intolerantes, no sólo a cargo del Estado impersonal e irresponsable: también por parte del poder transnacional del caital onopólico y de la tecnología militar que despliega su estrategia en un mundo dispuesto como un ajedrez esférico. Por eso no es extravagante, ni exagerado, ni altisonante, reparar, como lo hace Román Gubern, en que en la novela policiaca no sólo hay elementos marxistas sino también ácratas. A través de un criminal como el sheriff de 1280 almas, la novela de Jim Thompson, el poder que encarna en el mismo agente de la ley y el orden “establecido” se manifiesta de tal manera que puede aniquilar “sucesivamente y de forma muy racional, no sentimental, los conceptos de familia, Estado, religión, propiedad privada y sociedad burguesa”.
Los políticos son los “escritores” más prolíficos de nuestra época o, al menos, los sujetos de enunciados más frecuentes e insistentes. Nunca antes de la política—espectáculo habían hablado tanto. Nunca como ahora habían dicho tantos discursos ni hecho tantas declaraciones. Más dictadores que escritores de frases, todos los días emanan de sus roncos pechos verdaderas novelas policiacas y una selección de sus discursos en no pocos casos podría ser una verdadera antología del crimen: circunloquios del discurso esquizoide, tan ambivalente como las señales de un semáforo que al mismo tiempo enciende el rojo y el verde.
El lenguaje político se mueve con base en coartadas, exclusiones, explicaciones la mayor parte de las veces no solicitadas para encubrir su culpa, y camina de enigma en enigma. Vivimos en un mundo de interrogantes. Habitamos una novela policiaca. ¿Qué otra cosa son si no eso el misterio del 10 de junio de 1971 (cuando con la perversa complacencia de la policía, esbirros del gobierno asesinaron públicamente a varias decenas de estudiantes en la ciudad de México), las coartadas oficiales del 2 de octubre de 1968 (fecha de la matanza de Tlatelolco), la evaporización de las personas “desaparecidas” que en los años setenta fueron más de 500, los asesinatos de Manuel Buendía y de Héctor Félix Miranda, mejor conocido en Tijuana como El Gato Félix?
La fascinación del lector ante el enigma tiene motivaciones de orden psicológico muy difíciles de dilucidar y en todo caso poco importantes. Lo que parece ser es que ese misterio es esencial a la misma vida humana: no sabemos quiénes somos ni nunca lo sabremos. No sabemos qué estamos haciendo aquí en la Tierra, ni lo vamos a saber nunca. Nos vamos a ir con la duda a la tumba. Y por ello, probablemente, por la seducción que en sí mismo ejerce un misterio, vemos con igual terror esas escenificaciones criminales que en cada país son las políticas nacionales, las formas en que el poder aplica la fuerza o las maneras en que la fuerza bruta y legal ejerce el poder.
Dígase si no es un misterio aparente la muerte de aquellos tres amotinados en la cárcel de Mérida en 1980. Cientos de testigos e innumerables pruebas fotográficas hicieron ver que los presidiarios salieron por su propio pie de la prisión. Uno de ellos, como se ve en las fotografías, llevaba el pecho descubierto y limpio de heridas. Sin embargo, más tarde, la policía mostró su cadáver con dos o tres orificios mortales en el pecho. Allí el misterio no es el asesinato, sino la identidad de los asesinos miembros de la policía y las motivaciones o las necesidades que tuvieron para privar de la vida a quienes, por lo menos en este país “legal”, tenían derecho a un juicio en los tribunales.
La ficción es ficción pero no por ello deja de ser verdadera. A veces un libro de memorias, con datos y fechas y nombres propios de personas que viven, resulta más falso y aburrido e insincero que una buena novela que está incidiendo en el corazón mismo del poder. El lector lo sabe y también el escritor, que es su cómplice. Tras su carácter esencialmente subversivo, la novela policiaca busca instrumentar con su lenguaje una velada crítica del poder. Quiere desmantelar en lo posible los mecanismos que hacen funcionar a ese poder legal o extralegal, público o privado, gubernamental o industrial, y desactivar sus dispositivos.
Política del enigma
El misterio, la curiosidad por lo desconocido, la impotencia fundamental ante los crímenes de un Estado que no se juzga ni se procesa a sí mismo, remueven en nuestra conciencia (o inconciencia) una inescapable relación perturbadora con la autoridad –paternal, maternal, estatal, laboral— y con el poder difuminado tanto en los jardines del Príncipe (gobierno, ejército, policía) como en los recovecos del capital monopólico (industrial, financiero, comercial, televisivo) y del crimen organizado que se confunde con el “complejo burocrático empresarial”.
En sus novelas Raymond Chandler no se limita a presentar la descripción de un delito simplemente por la ociosidad de contar una historia y producir un libro de consumo. Detrás de la apariencia primera de las cosas surgen, al fondo del corredor, a derecha e izquierda, otras recámaras de la conciencia humana que lindan con la tragedia clásica: se pone en evidencia la complejidad de un mundo social que con todas sus contradicciones aplasta al individuo y exhibe sus mecanismos más macabros: los del poder. “Rayan en la tragedia y nunca son completamente trágicas”, dice Chandler respecto a las novelas policiacas. En La dama del lago, del propio Chandler, el jefe de la policía se lamenta de la calidad profesional y moral de sus subordinados: “Los asuntos policiales son un verdadero problema. Se parecen a los asuntos de la política. Exigen hombres de calidad, pero no ofrecen nada lo suficientemente interesante como para atraerlos.”
Gramsci creía, por su parte, que la novela policiaca está coloreada por la ideología popular en torno a la administración de la justicia, especialmente si se entrelaza con ella la pasión política.
“Volé a casa desde Mazatlán un miércoles en la tarde. Cuando nos aproximábamos a Los Ángeles, el avión de Mexicana perdió altura volando sobre el mar y vi por primera vez la mancha de petróleo”, escribe Ross MacDonald al principio de La bella durmiente, una de sus mejores ficciones criminales.
En las fascinantes páginas de esta novela el lector se sumerge cuando se va enterando de los pormenores del caso que tiene lugar alrededor de un pozo petrolífero averiado en la costa sur de California. Generaciones van y generaciones vienen, pero la familia multimillonaria de apellido Lennox sigue usufructuando la propiedad de los pozos cuando la joven heredera de la familia desaparece misteriosamente.
Archer, el detective de casi todas las novelas de MacDonald, se emplea en su búsqueda e irrumpe así, como en un viaje retrospectivo, en el horrible pasado de las ocultas vidas de una familia que se debate entre el dinero, el poder, y “un instinto casi compulsivo hacia la infidelidad entre maridos y esposas, entre padres e hijos, amigos, subalternos y jefes, en pocas palabras: una infidelidad hacia la vida misma”.
No es ésta por supuesto la única novela policiaca de este autor de California a quien muchos consideraban continuador directo y natural de Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Sam Spade, el detective creado por Hammett (1894—1961) y Philip Marlowe, imaginado por Chandler (1888—1959), son los antecedentes de este Lew Archer que se ve envuelto en la tarea de esclarecer una u otra historia complicada que esconde otras historias menores o colaterales a veces más complejas y turbias.
Justamente al caso de Ross MacDonald se aplican estas palabras de Roman Gubern que, al considerar a la novela policiaca como el espacio del detective privado “cuya función principal es perseguir y desenmascarar a quienes han atentado contra la vida o la fortuna de los poderosos”, intenta desmitificar la figura del “héroe” policiaco como tradicional luchador en pro de los derechos de los humildes.
No, explica Gubern, no se trata de eso. Hay que hacer otra lectura: si bien el investigador privado obra en función de ciertas ideas sobre la propiedad privada y las estructuras de dominación en la sociedad, lo que hay que hacer es leer tal circunstancia, dice Gubern, “como una involuntaria crónica de la jungla capitalista, en donde la delincuencia a la caza de fortunas es una desviación patológica de la ortodoxa lucha de clases”.
Si se considera a la novela policiaca como una consecuencia, dice Gubern,
de la codicia económica y de la institución de la propiedad privada, como la crónica negra y la antiepopeya del capitalismo, esquematizando y quintaesenciando el gran drama stendhaliano y balzaciano de la ambición, podría explicarse tal vez la pobreza de este género en los países socialistas, aunque sospecho que existen además otras razones para explicar este fenómeno.
No es fácil, y probablemente tampoco útil, sacar conclusiones tan recortadas a partir de ciertos esquemas novelísticos como quieren algunos intérpretes de la literatura. Es difícil postular con certeza si la fascinación por las novelas policiacas obedece siempre a la desconfianza en el sistema de justicia predominante, según el cual el poder lo tienen los agentes sueltos en la calle más que los funcionarios de escritorio que no se ensucian las manos. Se ha creído a veces que la fe en un investigador privado –inexistente en la realidad mexicana, por lo demás— deriva del repudio lógico a los policías oficiales o a su venalidad, pero siempre resultan guangas estas aproximaciones. Sin embargo, es posible que la novela policiaca ejerza en nuestro inconsciente una cierta influencia en relación con la autoridad y el poder representado tanto por el Estado como por las otras ramificaciones de la clase acumuladora del capital.
En sus novelas Raymond Chandler no se limita a presentar la descripción de un delito simplemente por la ociosidad de contar una historia y producir un libro de consumo. Detrás de la apariencia primera de las cosas surgen, al fondo del corredor, a derecha e izquierda, otras recámaras de la conciencia humana que lindan con la tragedia clásica: se pone en evidencia la complejidad de un mundo social que con todas sus contradicciones aplasta al individuo y exhibe sus mecanismos más macabros: los del poder. “Rayan en la tragedia y nunca son completamente trágicas”, dice Chandler respecto a las novelas policiacas. En La dama del lago, del propio Chandler, el jefe de la policía se lamenta de la calidad profesional y moral de sus subordinados: “Los asuntos policiales son un verdadero problema. Se parecen a los asuntos de la política. Exigen hombres de calidad, pero no ofrecen nada lo suficientemente interesante como para atraerlos.”
Gramsci creía, por su parte, que la novela policiaca está coloreada por la ideología popular en torno a la administración de la justicia, especialmente si se entrelaza con ella la pasión política.
“Volé a casa desde Mazatlán un miércoles en la tarde. Cuando nos aproximábamos a Los Ángeles, el avión de Mexicana perdió altura volando sobre el mar y vi por primera vez la mancha de petróleo”, escribe Ross MacDonald al principio de La bella durmiente, una de sus mejores ficciones criminales.
En las fascinantes páginas de esta novela el lector se sumerge cuando se va enterando de los pormenores del caso que tiene lugar alrededor de un pozo petrolífero averiado en la costa sur de California. Generaciones van y generaciones vienen, pero la familia multimillonaria de apellido Lennox sigue usufructuando la propiedad de los pozos cuando la joven heredera de la familia desaparece misteriosamente.
Archer, el detective de casi todas las novelas de MacDonald, se emplea en su búsqueda e irrumpe así, como en un viaje retrospectivo, en el horrible pasado de las ocultas vidas de una familia que se debate entre el dinero, el poder, y “un instinto casi compulsivo hacia la infidelidad entre maridos y esposas, entre padres e hijos, amigos, subalternos y jefes, en pocas palabras: una infidelidad hacia la vida misma”.
No es ésta por supuesto la única novela policiaca de este autor de California a quien muchos consideraban continuador directo y natural de Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Sam Spade, el detective creado por Hammett (1894—1961) y Philip Marlowe, imaginado por Chandler (1888—1959), son los antecedentes de este Lew Archer que se ve envuelto en la tarea de esclarecer una u otra historia complicada que esconde otras historias menores o colaterales a veces más complejas y turbias.
Justamente al caso de Ross MacDonald se aplican estas palabras de Roman Gubern que, al considerar a la novela policiaca como el espacio del detective privado “cuya función principal es perseguir y desenmascarar a quienes han atentado contra la vida o la fortuna de los poderosos”, intenta desmitificar la figura del “héroe” policiaco como tradicional luchador en pro de los derechos de los humildes.
No, explica Gubern, no se trata de eso. Hay que hacer otra lectura: si bien el investigador privado obra en función de ciertas ideas sobre la propiedad privada y las estructuras de dominación en la sociedad, lo que hay que hacer es leer tal circunstancia, dice Gubern, “como una involuntaria crónica de la jungla capitalista, en donde la delincuencia a la caza de fortunas es una desviación patológica de la ortodoxa lucha de clases”.
Si se considera a la novela policiaca como una consecuencia, dice Gubern,
de la codicia económica y de la institución de la propiedad privada, como la crónica negra y la antiepopeya del capitalismo, esquematizando y quintaesenciando el gran drama stendhaliano y balzaciano de la ambición, podría explicarse tal vez la pobreza de este género en los países socialistas, aunque sospecho que existen además otras razones para explicar este fenómeno.
No es fácil, y probablemente tampoco útil, sacar conclusiones tan recortadas a partir de ciertos esquemas novelísticos como quieren algunos intérpretes de la literatura. Es difícil postular con certeza si la fascinación por las novelas policiacas obedece siempre a la desconfianza en el sistema de justicia predominante, según el cual el poder lo tienen los agentes sueltos en la calle más que los funcionarios de escritorio que no se ensucian las manos. Se ha creído a veces que la fe en un investigador privado –inexistente en la realidad mexicana, por lo demás— deriva del repudio lógico a los policías oficiales o a su venalidad, pero siempre resultan guangas estas aproximaciones. Sin embargo, es posible que la novela policiaca ejerza en nuestro inconsciente una cierta influencia en relación con la autoridad y el poder representado tanto por el Estado como por las otras ramificaciones de la clase acumuladora del capital.
La novela criminal
Un misterio parece ser el punto de partida de todo intríngulis policiaco. El lector quiere ver cómo se desarrolla la acción y qué es lo que sucede finalmente con los personajes: cuál es su destino.
Como todas las obras literarias, la novela criminal parte también de una convención, de una especie de aceptada complicidad entre escritor y lector. Una suerte de amistad momentánea se establece entre ellos. Una simpatía o, al menos, una empatía. Tal vez el lector no se tome tan en serio el asunto como, por motivos del oficio, el novelista. Se necesitaría ser un psicótico, ha dicho Raymond Chandler, para creer que es verdad o real lo que no aspira sino a una representación, a una parodia del mundo en que vivimos. Eric Ambler –maestro de ese otro “género” hermano del policial, el de la novela de espionaje, y que desborda sus límites cada vez más desparramándose en lo que podríamos reconocer como lo policiaco trasnacional— dice que ahora que los thrillers adquieren mayor respetabilidad que antes, sus novelas parecen tener alguna relevancia –o pertinencia— por su contexto social, por lo menos si se las compara con muchas de las novelas “serias” que actualmente se escriben. Si los críticos se interesan en ellas, razona Ambler, es porque dicen más sobre la forma en que piensa la gente y obran los gobiernos que muchas de las novelas convencionales.
Esta última observación de Ambler apunta –se puede inferir sin mucha dificultad— al tema del poder.
Sin embargo, no habría que hacerse demasiadas ilusiones acerca de que en todos los casos de la novela negra emana necesariamente un discurso sobre el poder, como podría deducirse fácilmente y sin mucho margen de error de buena parte de la obra cinematográfica de Francesco Rosi. Cuando se quiere demostrar una hipótesis, acudiendo a la acumulación de ejemplos –que los hay para todos los gustos— y al engaño de la manipulación estadística, casi se puede comprobar cualquier cosa mediante el atiborramiento de citas y datos. Proclamar tajantemente que la novela policiaca tiene como único tema el poder o que es esencial y sutilmente marxista sería una estupidez tan grotesca como aseverar que es positivista lógica o neokantiana. No se puede atribuir a ningún tipo de literatura un significado único que entronque cómodamente en algún esquema ideológico o teórico previo. Justamente, la aspiración de la literatura es desideologizar el lenguaje, las motivaciones y el comportamiento de los personajes. De ninguna novela se puede inferir que corresponde a algún código significativo filosófico o doctrinario cierto porque siempre se resbalaría hacia el error o a la imprecisión. La literatura juega con sus propias leyes y se mueve en una ambigüedad de personajes y situaciones, y a nadie se le ocurriría comprometer una obra como el vehículo exacto o aproximado de algún mensaje. En todo caso, son múltiples sus significados y sus matices.
Pero no debería abrumarnos tanto el escollo metodológico si lo que buscamos son algunas expresiones del poder en la literatura criminal (la de la tradición negra norteamericana, la de los planteamientos alternativos de Leonardo Sciascia, la del ensayo sobre política y delito de Hans Magnus Enzensberger, la de las reflexiones sobre el poder de Elías Canetti, la de las derivaciones hacia el bandolerismo social de E.J. Hobsbawm) y una posibilidad de lectura que discierna la ruta –a través de la novela y el ensayo social, político e histórico— que va del crimen al poder.
No obstante, para eludir el atajo arbitrario que nos pusiera de un salto súbito en la zona de una “conclusión” irrecusable, habría que atender a ciertas desviaciones necesarias que son producto de una imaginación o, en todo caso, de una elaboración teórica nada desdeñable.
Hay quienes creen que la novela negra o policiaca ha asumido “reflejos” del marxismo al imponer el realismo crítico en la narrativa sobre el crimen y “al haber evolucionado a tenor de los sucesivos acontecimientos históricos y sociales”.
Juan Marsé –el autor de Últimas tardes con Teresa y El embrujo de Shangai— se resiste a aceptar una relación automática entre el marxismo y la novela policiaca porque en buena parte “el detective privado está al servicio de la comunidad y de un orden convencional, de un orden al mismo tiempo al servicio de un sistema establecido, en contraposición”.
A Juan Carlos Martini también le resulta muy forzado encajonar a la novela, sea del color que sea, en un proyecto ideológico previo como el marxismo o cualquier otra concepción del mundo. Y es que ni las grandes novelas, dice Martini, “ni ninguna literatura... se pueden plantear en una fidelidad a ultranza hacia una teoría o incluso una práctica política, y ni siquiera hacia una interpretación filosófica del mundo, por científica que sea. Porque si no, estaríamos hablando de otra cosa que no sería literatura”.
La idea de Martini es que el objeto que se produce a través del hecho de escribir “tiene características y leyes propias”. El lenguaje de la novela no casualmente es la ambigüedad. Es ambivalente. Las cosas quieren decir una y otra cosa o varias cosas al mismo tiempo, según la época del escritor y según el lector.
En la novela negra “hay una puesta en funcionamiento del mundo en que vivimos y una actitud crítica indudable”, pero la literatura conjuga una serie de fenómenos estrictamente individuales que le hacen ser un producto en sí mismo contradictorio.
“Un escritor no es un profesional de la ideología y como persona es un ser humano contradictorio”, dice Martini. También coincide con Juan Marsé en la apreciación de que el investigador privado es un servidor del orden establecido. Por lo común quien lo contrata es un general o un industrial o un alto ejecutivo o un señor vinculado, por supuesto, al dinero y al poder. Para ese poder trabaja el detective aunque en lo más íntimo de su ser desee dinamitar ese sistema. Ricardo Muñoz Suay, por su parte, advierte un matiz importante: “El investigador privado efectivamente está al servicio de esa clase dominante y explotadora, pero lo que hace es descubrir el vicio, la crisis, de esa sociedad”.
Como todas las obras literarias, la novela criminal parte también de una convención, de una especie de aceptada complicidad entre escritor y lector. Una suerte de amistad momentánea se establece entre ellos. Una simpatía o, al menos, una empatía. Tal vez el lector no se tome tan en serio el asunto como, por motivos del oficio, el novelista. Se necesitaría ser un psicótico, ha dicho Raymond Chandler, para creer que es verdad o real lo que no aspira sino a una representación, a una parodia del mundo en que vivimos. Eric Ambler –maestro de ese otro “género” hermano del policial, el de la novela de espionaje, y que desborda sus límites cada vez más desparramándose en lo que podríamos reconocer como lo policiaco trasnacional— dice que ahora que los thrillers adquieren mayor respetabilidad que antes, sus novelas parecen tener alguna relevancia –o pertinencia— por su contexto social, por lo menos si se las compara con muchas de las novelas “serias” que actualmente se escriben. Si los críticos se interesan en ellas, razona Ambler, es porque dicen más sobre la forma en que piensa la gente y obran los gobiernos que muchas de las novelas convencionales.
Esta última observación de Ambler apunta –se puede inferir sin mucha dificultad— al tema del poder.
Sin embargo, no habría que hacerse demasiadas ilusiones acerca de que en todos los casos de la novela negra emana necesariamente un discurso sobre el poder, como podría deducirse fácilmente y sin mucho margen de error de buena parte de la obra cinematográfica de Francesco Rosi. Cuando se quiere demostrar una hipótesis, acudiendo a la acumulación de ejemplos –que los hay para todos los gustos— y al engaño de la manipulación estadística, casi se puede comprobar cualquier cosa mediante el atiborramiento de citas y datos. Proclamar tajantemente que la novela policiaca tiene como único tema el poder o que es esencial y sutilmente marxista sería una estupidez tan grotesca como aseverar que es positivista lógica o neokantiana. No se puede atribuir a ningún tipo de literatura un significado único que entronque cómodamente en algún esquema ideológico o teórico previo. Justamente, la aspiración de la literatura es desideologizar el lenguaje, las motivaciones y el comportamiento de los personajes. De ninguna novela se puede inferir que corresponde a algún código significativo filosófico o doctrinario cierto porque siempre se resbalaría hacia el error o a la imprecisión. La literatura juega con sus propias leyes y se mueve en una ambigüedad de personajes y situaciones, y a nadie se le ocurriría comprometer una obra como el vehículo exacto o aproximado de algún mensaje. En todo caso, son múltiples sus significados y sus matices.
Pero no debería abrumarnos tanto el escollo metodológico si lo que buscamos son algunas expresiones del poder en la literatura criminal (la de la tradición negra norteamericana, la de los planteamientos alternativos de Leonardo Sciascia, la del ensayo sobre política y delito de Hans Magnus Enzensberger, la de las reflexiones sobre el poder de Elías Canetti, la de las derivaciones hacia el bandolerismo social de E.J. Hobsbawm) y una posibilidad de lectura que discierna la ruta –a través de la novela y el ensayo social, político e histórico— que va del crimen al poder.
No obstante, para eludir el atajo arbitrario que nos pusiera de un salto súbito en la zona de una “conclusión” irrecusable, habría que atender a ciertas desviaciones necesarias que son producto de una imaginación o, en todo caso, de una elaboración teórica nada desdeñable.
Hay quienes creen que la novela negra o policiaca ha asumido “reflejos” del marxismo al imponer el realismo crítico en la narrativa sobre el crimen y “al haber evolucionado a tenor de los sucesivos acontecimientos históricos y sociales”.
Juan Marsé –el autor de Últimas tardes con Teresa y El embrujo de Shangai— se resiste a aceptar una relación automática entre el marxismo y la novela policiaca porque en buena parte “el detective privado está al servicio de la comunidad y de un orden convencional, de un orden al mismo tiempo al servicio de un sistema establecido, en contraposición”.
A Juan Carlos Martini también le resulta muy forzado encajonar a la novela, sea del color que sea, en un proyecto ideológico previo como el marxismo o cualquier otra concepción del mundo. Y es que ni las grandes novelas, dice Martini, “ni ninguna literatura... se pueden plantear en una fidelidad a ultranza hacia una teoría o incluso una práctica política, y ni siquiera hacia una interpretación filosófica del mundo, por científica que sea. Porque si no, estaríamos hablando de otra cosa que no sería literatura”.
La idea de Martini es que el objeto que se produce a través del hecho de escribir “tiene características y leyes propias”. El lenguaje de la novela no casualmente es la ambigüedad. Es ambivalente. Las cosas quieren decir una y otra cosa o varias cosas al mismo tiempo, según la época del escritor y según el lector.
En la novela negra “hay una puesta en funcionamiento del mundo en que vivimos y una actitud crítica indudable”, pero la literatura conjuga una serie de fenómenos estrictamente individuales que le hacen ser un producto en sí mismo contradictorio.
“Un escritor no es un profesional de la ideología y como persona es un ser humano contradictorio”, dice Martini. También coincide con Juan Marsé en la apreciación de que el investigador privado es un servidor del orden establecido. Por lo común quien lo contrata es un general o un industrial o un alto ejecutivo o un señor vinculado, por supuesto, al dinero y al poder. Para ese poder trabaja el detective aunque en lo más íntimo de su ser desee dinamitar ese sistema. Ricardo Muñoz Suay, por su parte, advierte un matiz importante: “El investigador privado efectivamente está al servicio de esa clase dominante y explotadora, pero lo que hace es descubrir el vicio, la crisis, de esa sociedad”.
El discurso del patíbulo
La manía de encontrarle una causa a todo ha conducido también a plantear la pregunta, acaso ociosa, de por qué hombres y mujeres leen novelas policiacas.
Más allá de la sublimación freudiana –el hacer una cosa por otra de manera transferencial, el quid pro quo que se da en la realización simbólica: como cuando se dice que el cazador mata animales para no exterminar a hombres o que el suicida se mata para no asesinar y cancelar así sus impulsos homicidas— podría inferirse que se devoran novelas policiacas porque, en el fondo, como decía el maestro Ronald Laing, todos somos asesinos y prostitutas.
Hans Magnus Enzensberger, en Política y delito (texto con el que en nuestra generación se inicia la cultura de la sospecha o la conciencia fiscalizadora, como le llama Fernando Savater), piensa que el asesinato juega un papel decisivo en la conciencia pública: sólo se comprende el crimen en función del carácter arquetípico del asesinato. “Las novelas y las películas policiacas, como reflejo de la conciencia popular, confirman que en ella el asesinato ocupa un lugar preferente, ya que, sin más, es equiparado al crimen.”
El verdugo es nuestro representante. Al Estado se le permite lo que le está prohibido al individuo aislado (ejerce el poder quien puede dar muerte, de manera impune, a los súbditos): la pena de muerte que antaño se llevaba a cabo en público. “El dar muerte en nombre de todos sólo puede hacerse públicamente, pues todos participamos en ello.”
El criminal, añade Enzensberger, goza de una popularidad absurda. De los titulares de los periódicos, la nota roja, los faits divers de la prensa francesa, puede deducirse que un simple caso de asesinato nos afecta y conmueve más “que una guerra a cierta distancia... tanto más si se trata de una guerra que no ha estallado aún sino que tan sólo se está incubando”.
Michel Foucault, en Vigilar y castigar, tiene su teoría. En el siglo XVIII el rito de la ejecución capital exigía que el condenado a muerte se arrepintiera en público, proclamara su culpabilidad, confesara la perfidia de sus crímenes. Antes de morir se le daba la palabra no para proclamar su inocencia sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia. Así, el “discurso del patíbulo”, como lo llama Foucault, se sentía demasiado cerca de la moral imperante en la época, aparecía en la literatura de venta ambulante e inauguraba el género “últimas palabras de un condenado”.
La administración d la justicia necesitaba, para legitimarse, de ese discurso. “Ocurría también que se publicaran relatos de crímenes y de vidas infames, a título de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar la mano de la justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante.”
Héroe negro o criminal reconciliado, el criminal de las gacetillas y los almanaques o las bibliotecas azules lleva consigo una memoria de luchas y enfrentamientos. Después de su muerte en el patíbulo se convierte en una especie de santo. No hay por qué ver en toda esta “literatura de crímenes” una expresión popular en estado puro, ni una acción concentrada de propaganda y moralización, de arriba abajo, sino el punto de encuentro de dos acometidas de la práctica penal, una especie de lucha en torno del crimen, de su castigo y de su memoria.
“Si estos relatos pueden ser impresos y puestos en circulación es porque se espera de ellos un efecto de control ideológico, fábulas verídicas de la pequeña historia.” Si forman parte de las lecturas de las clases subordinadas es porque el interés de “curiosidad” es también un interés político.
Con el paso del tiempo se vio que la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. Por eso se cancelaron las “hojas sueltas”. Desaparecieron en la medida en que se desarrollaba una literatura del crimen distinta: una literatura en la que el crimen aparece glorificado, “pero porque es una de las bellas artes, porque sólo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o de El castillo de Otranto a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen: la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles”.
Lo que se está afirmando con la literatura criminal es que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. Tener poder es tener impunidad para matar. Si no se puede matar impunemente, entonces se carece de poder.
El criminal que presenta la novela policiaca con todos sus ardides, sus sutilezas, su inteligencia, se ha vuelto libre de toda sospecha. La lucha entre dos puras inteligencias (la del asesino y la del detective) constituye la forma esencial del enfrentamiento.
En la nota roja de los periódicos, concluye Foucault, una opaca monotonía sin epopeya trivializa los crímenes y sus castigos. Mientras el pueblo se despoja del viejo orgullo de sus crímenes, los grandes asesinatos se han vuelto el juego silencioso de los cautos.
Más allá de la sublimación freudiana –el hacer una cosa por otra de manera transferencial, el quid pro quo que se da en la realización simbólica: como cuando se dice que el cazador mata animales para no exterminar a hombres o que el suicida se mata para no asesinar y cancelar así sus impulsos homicidas— podría inferirse que se devoran novelas policiacas porque, en el fondo, como decía el maestro Ronald Laing, todos somos asesinos y prostitutas.
Hans Magnus Enzensberger, en Política y delito (texto con el que en nuestra generación se inicia la cultura de la sospecha o la conciencia fiscalizadora, como le llama Fernando Savater), piensa que el asesinato juega un papel decisivo en la conciencia pública: sólo se comprende el crimen en función del carácter arquetípico del asesinato. “Las novelas y las películas policiacas, como reflejo de la conciencia popular, confirman que en ella el asesinato ocupa un lugar preferente, ya que, sin más, es equiparado al crimen.”
El verdugo es nuestro representante. Al Estado se le permite lo que le está prohibido al individuo aislado (ejerce el poder quien puede dar muerte, de manera impune, a los súbditos): la pena de muerte que antaño se llevaba a cabo en público. “El dar muerte en nombre de todos sólo puede hacerse públicamente, pues todos participamos en ello.”
El criminal, añade Enzensberger, goza de una popularidad absurda. De los titulares de los periódicos, la nota roja, los faits divers de la prensa francesa, puede deducirse que un simple caso de asesinato nos afecta y conmueve más “que una guerra a cierta distancia... tanto más si se trata de una guerra que no ha estallado aún sino que tan sólo se está incubando”.
Michel Foucault, en Vigilar y castigar, tiene su teoría. En el siglo XVIII el rito de la ejecución capital exigía que el condenado a muerte se arrepintiera en público, proclamara su culpabilidad, confesara la perfidia de sus crímenes. Antes de morir se le daba la palabra no para proclamar su inocencia sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia. Así, el “discurso del patíbulo”, como lo llama Foucault, se sentía demasiado cerca de la moral imperante en la época, aparecía en la literatura de venta ambulante e inauguraba el género “últimas palabras de un condenado”.
La administración d la justicia necesitaba, para legitimarse, de ese discurso. “Ocurría también que se publicaran relatos de crímenes y de vidas infames, a título de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar la mano de la justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante.”
Héroe negro o criminal reconciliado, el criminal de las gacetillas y los almanaques o las bibliotecas azules lleva consigo una memoria de luchas y enfrentamientos. Después de su muerte en el patíbulo se convierte en una especie de santo. No hay por qué ver en toda esta “literatura de crímenes” una expresión popular en estado puro, ni una acción concentrada de propaganda y moralización, de arriba abajo, sino el punto de encuentro de dos acometidas de la práctica penal, una especie de lucha en torno del crimen, de su castigo y de su memoria.
“Si estos relatos pueden ser impresos y puestos en circulación es porque se espera de ellos un efecto de control ideológico, fábulas verídicas de la pequeña historia.” Si forman parte de las lecturas de las clases subordinadas es porque el interés de “curiosidad” es también un interés político.
Con el paso del tiempo se vio que la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. Por eso se cancelaron las “hojas sueltas”. Desaparecieron en la medida en que se desarrollaba una literatura del crimen distinta: una literatura en la que el crimen aparece glorificado, “pero porque es una de las bellas artes, porque sólo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o de El castillo de Otranto a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen: la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles”.
Lo que se está afirmando con la literatura criminal es que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. Tener poder es tener impunidad para matar. Si no se puede matar impunemente, entonces se carece de poder.
El criminal que presenta la novela policiaca con todos sus ardides, sus sutilezas, su inteligencia, se ha vuelto libre de toda sospecha. La lucha entre dos puras inteligencias (la del asesino y la del detective) constituye la forma esencial del enfrentamiento.
En la nota roja de los periódicos, concluye Foucault, una opaca monotonía sin epopeya trivializa los crímenes y sus castigos. Mientras el pueblo se despoja del viejo orgullo de sus crímenes, los grandes asesinatos se han vuelto el juego silencioso de los cautos.
Crucitrama
Si la peripecia es la solución de continuidad –es decir: una interrupción en el circuito narrativo—, la trama, entonces, es una relación de causa a efecto. Y si el escenario del crimen son los pulidos corredores del poder, se piensa aquí, pues, al hablar de la novela criminal gruesa (o “negra”, como dicen en París), no en una novela bobalicona entretenida en ir regando las piezas de un crucigrama o una “crucitrama”, como se permite decir Javier Coma, sino en una narración con todas las de la ley literaria: una novela “negra” no sobre el crimen sino en torno al crimen contemporáneo, que no pocas veces se gesta en las instancias más altas y delirantes del poder, en las recámaras menos sospechosas de la dirección del Estado o en los recovecos menos obvios e imaginables del poder financiero local, trasnacional o eclesiástico.
Nada cierto, nada contundente, nada comprobable, pero siempre útil para el regodeo en la hipótesis de que el género negro derivado del policiaco es, cuando menos, una de las muchas formas de provocación que procrea la literatura. A fin de cuentas se trata de una novela provocadora. De lo contrario, no valdría la pena. En ella pasa de contrabando un discurso subversivo.
Estas inferencias especulativas entran en la órbita de esa centrifugación de la “realidad” (otra palabra que ya no quiere decir nada sin comillas) que es el crimen –un asesinato, por ejemplo— como factor desencadenante narrativo. El cadáver, dice Sciascia, actúa como centrifugación de la realidad: como un disparadero narrativo.
Punto de partida, el cadáver despide una serie de emanaciones circulares –como la piedra que cae en un lago— que a uno, sin deberla ni temerla, lo hacen sentir sucio, culpable, avergonzado de su especie humana.
En La novela negra, la disquisición abiertamente crítica de Javier Coma, aparece una pseudonimografía imprescindible, dada la multitud de pseudónimos que han utilizado los especialistas de la novela criminal. Cada autor se expresa a través de muchos pseudónimos, como Fernando Pessoa, para desdoblarse tal vez o por la creencia de que el autor forma parte de la historia que se narra.
Dashiell Hammett alguna vez firmó en la revista Black Mask como Peter Collins (en la jerga de las cárceles de los años 20 “Collins” quería decir “nadie”) y el verdadero nombre de Ross MacDonald era Kenneth Millar, mientras que Donald Westlake ha firmado indistintamente (ya no quisiera utilizar adverbios terminados en mente) con los nombres de Richard Stark y Trucker Coe. (Sería bueno averiguar qué se traen los autores criminales con tanto pseudónimo, parecen una bandada de locos, con problemas de identidad: nunca se deciden cómo han de llamarse. Hay algo psicopatológico común a todos ellos, o de pirandelliano. Me acabo de enterar de que Ed McBain renunció a su eufórico auténtico nombre: Salvatore Lombino.)
Si se ha juzgado, entonces, subliteratura u obra ajena a la literatura “significativa”, la novela criminal ha aceptado ese desdén porque no es mucha su sed de aceptación; ha contemporizado con ese calificativo académico de “infraliteraria” porque quiere permanecer inadvertida, quiere seguir siendo popular, no quiere la gloria de los premios ni los prestigios literarios ni la convalidación del mercado cultural, no le importa que no la invitan a la fiesta, debido a su soterrada voluntad de mantenerse como discurso subversivo.
(Vivimos tiempos policiacos, pero hay que advertir que las más terribles disquisiciones literarias sobre el crimen de Estado, la mafia y sus desmanes, la dilución de los dólares del narcotráfico en las campañas electorales, las relaciones de complicidad entre funcionarios públicos y representantes del hampa, tienen la apariencia de juegos de niños frente a lo que está ocurriendo ahora en México.)
¿Subversión de la inofensiva literatura? Hasta cierto punto y de manera tal vez pueril, pero de algún modo irónico presente, reflejante, burlesco, macabro. Cuando se empieza a sospechar que, en un sentido obviamente muy figurado, la novela criminal es una bomba de tiempo y nada más (y nada menos), sin mayores pretensiones transformadoras, se refuerza la sospecha de que disimula una articulación subversiva: una cadena de ideas explosivas. Pone en entredicho la legitimidad misma del poder político e intenta que la gente entienda por sus propios medios “de qué burla se le hace objeto por parte de quien posee y administra el poder en su nombre”, según nos hizo ver un autor napolitano (Franceso Rosi). Es decir que, como escribía Sciascia:
“Nessuna veritá si saprá mai riguardo a fatti delittuosi che abbiano, anche minimamente, atienza con la gestione del potere.”
Nada cierto, nada contundente, nada comprobable, pero siempre útil para el regodeo en la hipótesis de que el género negro derivado del policiaco es, cuando menos, una de las muchas formas de provocación que procrea la literatura. A fin de cuentas se trata de una novela provocadora. De lo contrario, no valdría la pena. En ella pasa de contrabando un discurso subversivo.
Estas inferencias especulativas entran en la órbita de esa centrifugación de la “realidad” (otra palabra que ya no quiere decir nada sin comillas) que es el crimen –un asesinato, por ejemplo— como factor desencadenante narrativo. El cadáver, dice Sciascia, actúa como centrifugación de la realidad: como un disparadero narrativo.
Punto de partida, el cadáver despide una serie de emanaciones circulares –como la piedra que cae en un lago— que a uno, sin deberla ni temerla, lo hacen sentir sucio, culpable, avergonzado de su especie humana.
En La novela negra, la disquisición abiertamente crítica de Javier Coma, aparece una pseudonimografía imprescindible, dada la multitud de pseudónimos que han utilizado los especialistas de la novela criminal. Cada autor se expresa a través de muchos pseudónimos, como Fernando Pessoa, para desdoblarse tal vez o por la creencia de que el autor forma parte de la historia que se narra.
Dashiell Hammett alguna vez firmó en la revista Black Mask como Peter Collins (en la jerga de las cárceles de los años 20 “Collins” quería decir “nadie”) y el verdadero nombre de Ross MacDonald era Kenneth Millar, mientras que Donald Westlake ha firmado indistintamente (ya no quisiera utilizar adverbios terminados en mente) con los nombres de Richard Stark y Trucker Coe. (Sería bueno averiguar qué se traen los autores criminales con tanto pseudónimo, parecen una bandada de locos, con problemas de identidad: nunca se deciden cómo han de llamarse. Hay algo psicopatológico común a todos ellos, o de pirandelliano. Me acabo de enterar de que Ed McBain renunció a su eufórico auténtico nombre: Salvatore Lombino.)
Si se ha juzgado, entonces, subliteratura u obra ajena a la literatura “significativa”, la novela criminal ha aceptado ese desdén porque no es mucha su sed de aceptación; ha contemporizado con ese calificativo académico de “infraliteraria” porque quiere permanecer inadvertida, quiere seguir siendo popular, no quiere la gloria de los premios ni los prestigios literarios ni la convalidación del mercado cultural, no le importa que no la invitan a la fiesta, debido a su soterrada voluntad de mantenerse como discurso subversivo.
(Vivimos tiempos policiacos, pero hay que advertir que las más terribles disquisiciones literarias sobre el crimen de Estado, la mafia y sus desmanes, la dilución de los dólares del narcotráfico en las campañas electorales, las relaciones de complicidad entre funcionarios públicos y representantes del hampa, tienen la apariencia de juegos de niños frente a lo que está ocurriendo ahora en México.)
¿Subversión de la inofensiva literatura? Hasta cierto punto y de manera tal vez pueril, pero de algún modo irónico presente, reflejante, burlesco, macabro. Cuando se empieza a sospechar que, en un sentido obviamente muy figurado, la novela criminal es una bomba de tiempo y nada más (y nada menos), sin mayores pretensiones transformadoras, se refuerza la sospecha de que disimula una articulación subversiva: una cadena de ideas explosivas. Pone en entredicho la legitimidad misma del poder político e intenta que la gente entienda por sus propios medios “de qué burla se le hace objeto por parte de quien posee y administra el poder en su nombre”, según nos hizo ver un autor napolitano (Franceso Rosi). Es decir que, como escribía Sciascia:
“Nessuna veritá si saprá mai riguardo a fatti delittuosi che abbiano, anche minimamente, atienza con la gestione del potere.”