Monday, November 13, 2006
La carta robada
Después de mucho perder las cosas, de buscarlas por aquí o por allá, uno podría encomendarse no al azar sino a algo que muy frecuentemente puede suceder: que la cosa extraviada se encuentre frente a nuestras narices. Por eso siempre que pierdo algo, un libro en la caótica biblioteca, lo primero que hago es ponerme frente al librero y ver lo que me queda enfrente. Y allí está.
¿De dónde viene esta actitud? De un cuento que Edgar Allan Poe, el inventor del cuento policial, escribió en 1848, que títuló “La carta robada” y que ha pasado a la historia como un apólogo para entender la curiosa idea de que la mejor forma de esconder una cosa es poniéndola en frente de todo el mundo. Yo por mi parte pienso que este cuento nos hace ver también que muchas veces tenemos las cosas frente a nuestras narices y no las vemos.
¿En qué célebre asesinato se da esta circunstancia de que a la luz del día, a las seis de la tarde, enfrente de una multitud que va y viene por la avenida Insurgentes, ante decenas de testigos, un gatillero le encaje un balazo a su víctima? No fue ése el único misterio que emanó de la muerte de Manuel Buendía en 1984 per sí uno de sus más sutiles. ¿Por qué hubo de hacerse así cuando podrían haberlo ultimado en la oscuridad y en el descampado? ¿O venadeado? Misterio.
Poe se demora en quisquillosas conversaciones sobre el oficio policiaco; es decir, sobre el arte de buscar cosas en una casa y establece lo que técnicamente se reconoce como el “ámbito de búsqueda”: revisar cajones, examinar la tapa de una mesa por debajo, verificar si una pata de la misma está perforada o no. El agente procede por eliminación, pero sólo en el caso de que alguien haya decidido esconder algo.
En la historia que nos ocupa la sagacidad del personaje es que decide no ocultarla sino dejarla por ahí, en la mesa del centro, frente a la que pasan todos. Sin embargo, Auguste Dupin —el amigo que cuenta la anécdota a Poe, convencionalmente— sí capta la astucia del otro; descubre que no la está escondiendo y de pronto, justamente por tener dobleces y arrugas demasiado fingidos, le clava el ojo arriba de la mesa. Y en un descuido la toma y la sustituye con un facsímil. La encuentra él, no los policías.
Esa es la historia que ha sido, por lo demás, objeto de múltiples estudios en el orden de la reflexión psicoanalítica. Entre los discípulos del doctor Jacques Lacan se dice que para cada quien la carta es el inconsciente. “El fondo de todo drama humano, y en particular de todos drama teatral, radica en que hay vínculos, nudos, pactos establecidos”, dice Lacan.
La carta robada pasa a ser entonces una carta escondida y los policías no la encuentran porque no saben qué es una carta. Y no lo saben porque son policías, “Todo poder legítimo, al igual que cualquier poder, se asienta en el símbolo.”
Lo que sucede, agrega Lacan, es que sólo en la dimensión de la verdad puede haber algo escondido. “En lo real, la idea misma de un escondite es delirante: por lejos que haya ido alguien a llevar algo a las entrañas de la tierra, ese algo está escondido, porque si ese alguien llegó hasta allí también ustedes pueden llegar. Sólo se puede esconder aquello que pertenece al orden de la verdad. Es la verdad la que está escondida, no la carta. Para los policías la verdad no tiene importancia, para ellos sólo existe la realidad, y por esta razón no encuentra nada.”
Si Auguste Dupin da con la carta es porque él ha reflexionado un poco sobre al símbolo y la verdad. Los policías en general no tienen esa sensibilidad; no captan las sutilezas de la conducta humana. A veces una carta de suicida resulta falsa no por lo que dice sino por lo que no dice. O por la discordancia entre su estilo y la persona fallecida, que no se expresaría de esa manera. Pero la policía no tiene por qué saber cuestiones de estilo.
Muchas veces tenemos las cosas frente a nuestros narices y no las vemos. Ejemplos: los Halcones de 1971. Es evidente que todos están cortados con la misma tijera. Todos tienen la misa edad, 23 años más o menos y miden prácticamente lo mismo. No son gordos ni flacos. Visten el mismo tipo de ropa. Si alguien los hubiera reclutado entre jóvenes del lumpen lo natural es que habría dado con tipos físicos muy diversos, de diferentes pesos y medidas. No vimos, pues, algo que está allí en todas la fotografías: que los golpeadores parecen salidos de un regimiento profesional.
Otra evidencia invisible: las maletas de Carlos Ahumada repletas de millones de dólares. ¿De dónde los sacó? ¿Mandó un ayudante a que comprara billetes de veinte y de cincuenta a la las cajas de cambio de la Zona Rosa? ¿Por qué no había pesos mexicanos? Sólo el candor y la inocencia del general Macedo de la Concha, procurador hace unos años y ahora diplomático en Italia, impidieron que se viera en esas maletas el sello inconfundible de su procedencia.
Otra obviedad invisible, pero que pasa frente a nuestros ojos todos lo días: la loca, estúpida guerra de Irak. No había en su territorio ni armas nucleares ni químicas. No se encontraron ni se van a encontrar. No habían atacado a Estados Unidos los irakíes. Pero la invasión la hicieron los estadounidenses y los británicos, que sólo cuentan a los muertos de su lado (un poco más e 2 mil marines, dicen) y no llevan el recuento de más de 100 mil muertos civiles, sin considerar a los sobrevivientes mutilados para siempre.
Lo más efectivo, pues, es cometer los crímenes delante de todo el mundo.
¿De dónde viene esta actitud? De un cuento que Edgar Allan Poe, el inventor del cuento policial, escribió en 1848, que títuló “La carta robada” y que ha pasado a la historia como un apólogo para entender la curiosa idea de que la mejor forma de esconder una cosa es poniéndola en frente de todo el mundo. Yo por mi parte pienso que este cuento nos hace ver también que muchas veces tenemos las cosas frente a nuestras narices y no las vemos.
¿En qué célebre asesinato se da esta circunstancia de que a la luz del día, a las seis de la tarde, enfrente de una multitud que va y viene por la avenida Insurgentes, ante decenas de testigos, un gatillero le encaje un balazo a su víctima? No fue ése el único misterio que emanó de la muerte de Manuel Buendía en 1984 per sí uno de sus más sutiles. ¿Por qué hubo de hacerse así cuando podrían haberlo ultimado en la oscuridad y en el descampado? ¿O venadeado? Misterio.
Poe se demora en quisquillosas conversaciones sobre el oficio policiaco; es decir, sobre el arte de buscar cosas en una casa y establece lo que técnicamente se reconoce como el “ámbito de búsqueda”: revisar cajones, examinar la tapa de una mesa por debajo, verificar si una pata de la misma está perforada o no. El agente procede por eliminación, pero sólo en el caso de que alguien haya decidido esconder algo.
En la historia que nos ocupa la sagacidad del personaje es que decide no ocultarla sino dejarla por ahí, en la mesa del centro, frente a la que pasan todos. Sin embargo, Auguste Dupin —el amigo que cuenta la anécdota a Poe, convencionalmente— sí capta la astucia del otro; descubre que no la está escondiendo y de pronto, justamente por tener dobleces y arrugas demasiado fingidos, le clava el ojo arriba de la mesa. Y en un descuido la toma y la sustituye con un facsímil. La encuentra él, no los policías.
Esa es la historia que ha sido, por lo demás, objeto de múltiples estudios en el orden de la reflexión psicoanalítica. Entre los discípulos del doctor Jacques Lacan se dice que para cada quien la carta es el inconsciente. “El fondo de todo drama humano, y en particular de todos drama teatral, radica en que hay vínculos, nudos, pactos establecidos”, dice Lacan.
La carta robada pasa a ser entonces una carta escondida y los policías no la encuentran porque no saben qué es una carta. Y no lo saben porque son policías, “Todo poder legítimo, al igual que cualquier poder, se asienta en el símbolo.”
Lo que sucede, agrega Lacan, es que sólo en la dimensión de la verdad puede haber algo escondido. “En lo real, la idea misma de un escondite es delirante: por lejos que haya ido alguien a llevar algo a las entrañas de la tierra, ese algo está escondido, porque si ese alguien llegó hasta allí también ustedes pueden llegar. Sólo se puede esconder aquello que pertenece al orden de la verdad. Es la verdad la que está escondida, no la carta. Para los policías la verdad no tiene importancia, para ellos sólo existe la realidad, y por esta razón no encuentra nada.”
Si Auguste Dupin da con la carta es porque él ha reflexionado un poco sobre al símbolo y la verdad. Los policías en general no tienen esa sensibilidad; no captan las sutilezas de la conducta humana. A veces una carta de suicida resulta falsa no por lo que dice sino por lo que no dice. O por la discordancia entre su estilo y la persona fallecida, que no se expresaría de esa manera. Pero la policía no tiene por qué saber cuestiones de estilo.
Muchas veces tenemos las cosas frente a nuestros narices y no las vemos. Ejemplos: los Halcones de 1971. Es evidente que todos están cortados con la misma tijera. Todos tienen la misa edad, 23 años más o menos y miden prácticamente lo mismo. No son gordos ni flacos. Visten el mismo tipo de ropa. Si alguien los hubiera reclutado entre jóvenes del lumpen lo natural es que habría dado con tipos físicos muy diversos, de diferentes pesos y medidas. No vimos, pues, algo que está allí en todas la fotografías: que los golpeadores parecen salidos de un regimiento profesional.
Otra evidencia invisible: las maletas de Carlos Ahumada repletas de millones de dólares. ¿De dónde los sacó? ¿Mandó un ayudante a que comprara billetes de veinte y de cincuenta a la las cajas de cambio de la Zona Rosa? ¿Por qué no había pesos mexicanos? Sólo el candor y la inocencia del general Macedo de la Concha, procurador hace unos años y ahora diplomático en Italia, impidieron que se viera en esas maletas el sello inconfundible de su procedencia.
Otra obviedad invisible, pero que pasa frente a nuestros ojos todos lo días: la loca, estúpida guerra de Irak. No había en su territorio ni armas nucleares ni químicas. No se encontraron ni se van a encontrar. No habían atacado a Estados Unidos los irakíes. Pero la invasión la hicieron los estadounidenses y los británicos, que sólo cuentan a los muertos de su lado (un poco más e 2 mil marines, dicen) y no llevan el recuento de más de 100 mil muertos civiles, sin considerar a los sobrevivientes mutilados para siempre.
Lo más efectivo, pues, es cometer los crímenes delante de todo el mundo.