Tuesday, September 05, 2006

 

Salvatore Giuliano

Por lo menos en cinco películas Franceso Rosi ha tratado de llevar adelante una reflexión sobre el poder. De Salvatore Giuliano a Cadáveres ilustres, pasando por Manos sobre la ciudad, Lucky Luciano y El caso Mattei, el cineasta napolitano ha querido enhebrar un discurso dentro del campo magnético que configuran las relaciones de complicidad entre el poder legal y el poder ilegal.
El caso de Salvatore Giuliano se ha vuelto paradigmático de los arreglos que puede haber, y sigue habiendo, en la Italia de hoy, entre los poderes formales y los de facto, entre funcionarios y banqueros. La cinta de Rosi, que en México se ha conocido como La mafia, permite ver cómo la connivencia entre los diversos poderes conduce a una verdadera interdependencia recíproca a tal grado que todavía hoy en día, a más de veinte años de instaurada la Comisión Antimafia y por muchos que hayan sido sus aciertos, no se logra extirpar la piovra (el pulpo) del sistema político italiano. El bandido Salvatore Giuliano, que poco después de concluida la Segunda Guerra Mundial se fue a las montañas y se volvió una especie de Robin Hood siciliano, actuaba por la libre: no pertenecía a la mafia. Así, primero para utilizarlo y luego para aniquilarlo, entraron en componendas los jefes mafiosos, los grandes agricultores y los gobernantes de la Democracia Cristiana. Los terratenientes, junto con las fuerzas políticas y económicas más conservadoras de Sicilia, vinculadas a esa especie de PRI italiano que es el Partido de la Democracia Cristiana, fueron los inspiradores y manipuladores de la matanza de Portella della Ginestra en 1947 cuando Giuliano y su banda dispararon contra los trabajadores del campo que empezaban a organizarse. Fueron muertos y heridos hombres, mujeres y niños, en una trampa prefabricada como la que se montó en San Ignacio Río Muerto, Sonora, en 1975. ¿Quién armó la mano de Giuliano contra los campesinos, es decir, aquellos contra los que él no habría hecho fuego jamás por ser sus naturales sostenedores, excepto a condición de serias promesas de liberación?
Nunca se tuvieron pruebas para establecer cómo estuvo el pacto entre el bandido y los autores intelectuales porque a Giuliano se le asesinó dormido en Castelvetrano antes de que fuera capturado por los carabineros, la policía militar del Estado italiano. Su lugarteniente y amigo del alma, Pisciotta, fue envenenado en la cárcel palermitana de Ucciardone después e haber declarado que “la mafia, la policía y los carabineros constituyen la Santísima Trinidad”.
En un film en el que nunca se ve de cerca el rostro de Giuliano, que sólo aparece de lejos o entrecortado de espaldas, la narrativa adopta un ritmo de cinéma—vérité, un tono de reportaje periodístico que habrá de perfeccionar su forma más tarde en El caso Mattei. Rosi piensa que es una historia ejemplar esta de Giuliano y su muerte porque en ella confluyen todos los elementos de “nuestra tragedia nacional”: instituciones deficientes, subcultura generalizada en la mayor parte del sur peninsular, corrupción política en los organismos del Estado subordinados al superpoder económico nacional y extranacional.
Cuando Francesco Rosi realizó la película en 1961 quiso aportar su modesta contribución al conocimiento y al debate de estos problemas. Empezó a practicar una forma de periodismo cinematográfico eficaz e imaginativo. Además, el film contenía dos hechos nuevos: 1) se trataba de la historia de un bandido, pero al bandido nunca se le veía de cerca; en cambio, se veían los hechos que estaban en el origen de sus acciones; 2) en vez de ser contemplado sólo como destinatario pasivo de un producto, el público era estimulado a participar como interlocutor de un discurso que se proponía no agotarse en el relato cinematográfico.
“Lo que yo creí haber captado es la íntima relación de responsabilidad entre poder legal y poder ilegal, entre sistema y mafia”, dice Rosi. Más de treinta años después, y de allí lo significativo de la película vista con los ojos de 1995, es que el Estado mismo ha sido impotente para acabar con la mafia, y la Comisión Antimafia ha servido, entre otras cosas, para que algunos funcionarios hagan carrera política.
Y es que, cree Rosi, la mafia significa una garantía de la respetabilidad del sistema y el sistema le retribuye por ese “servicio” un precio que “pagamos todos”. Quien más caro lo paga es el que más lo ignora, es decir, el ciudadano convencido de la vieja fábula del criminal que practica el mal y la justicia que lo castiga, relación que en todo caso funciona para uno que otro hurto, para uno que otro delito pasional. La esperanza es que la sociedad civil llegue a comprender “de qué burla se le hace objeto por parte de quien posee y administra el poder en su nombre, cuando no se ejerce un constante e inexorable control democrático que limite sus abusos”.
Vivimos rodeados de misterios que el poder nunca aclara y más bien promueve, hechos criminales tan enigmáticos como los de la ficción literaria. Todavía no se resuelve un caso cuando ya se le encima otro más delicado. Los hechos nuevos sustituyen a los precedentes y los hacen olvidar. Y en esta carrera de los acontecimientos se inserta la obra de Francesco Rosi. Cronista de la verdad, no pretende revelar verdades nuevas sino hacer meditar en las causas de los hechos y sus efectos, de modo que la gente comprenda hasta qué punto la verdad puede resultar tan inverosímil e inaceptable como no lograría siquiera imaginar la más desbordada de las fantasías maléficas.

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