Sunday, September 03, 2006
¿Quién es ese hombre bañado de sangre?
What bloody man is that?
Shakespeare, Macbeth, I, 2
En las peregrinas y aparentemente ociosas pero sobre todo ineptas investigaciones sobre el asesinato en Tijuana (el 23 de marzo de 1994) de Luis Donaldo Colosio se ha generado un verdadero frenesí especulativo que no ha convencido a nadie, aunque la hipótesis del “asesino solitario” no es mala. De hecho, como en casi todos los crímenes, es una de las más plausibles: todo asesinato es una locura, aunque en el asesinato político –que puede ser uno de los más intelectuales e intencionales— no es improbable que haya método. Nadie puede prever lo que puede acontecer en los laberintos de la mente humana y bajo esa premisa, todo es posible, especialmente en un país donde los peritajes criminológicos, muy particularmente los psiquiátricos, son al gusto del cliente: con la misma subjetividad (y dadas las ambigüedades y sutilezas que convergen entre las nociones de normalidad y anormalidad) se puede afirmar que una persona está loca o no. la misma inconciencia respecto a las consecuencias de los actos –la muerte probable, la cárcel segura— no es sino un indicio de rompimiento con al realidad, un indicador de orden psicótico. Pero la verdad es que no se ha logrado establecer de qué manera está organizado el discurso de Aburto (el presunto asesino solitario de Colosio), sí su personalidad corresponde, sociológicamente, a ese fenómeno de la inmigración tijuanense –como cree el profesor Rubén Vizcaíno Valencia— que comporta un desquiciamiento cultural, entre el hambre y la maquila, entre la ilusión norteamericana y la miseria local, o si su caso –el de Aburto— es más bien el de una personalidad fronteriza en el sentido psiquiátrico, un estado intermedio entre la salud y la locura (borderline states, les llaman), con sus intervalos lúcidos y muchos y prolongados tiempos de serenidad, de pericia, de teatralidad y de malicia.
El caso es demasiado complejo como para dejarlo exclusivamente a la sola imaginación de los abogados penalistas –muy brillantes todos ellos, muy competente— que han sido invitados a formar parte de las “comisiones”. Hay un prejuicio cultural –dijo del autoritarismo científico— que quiere suponer que sólo los penalistas pueden conocer del delito y de los vericuetos por los que circunvoluciona una mente asesina. Pero con esa superstición las cosas suelen amorcillarse.
Habría que tener la humildad de escuchar a la madre de la verdad, es decir, a la historia: casi todos los magnicidas han sido jóvenes. Gabrilo Princeps tenía 19 años cuando mató al archiduque austrohúngaro en Sarajevo en 1914; Oswald no cumplía aún los 25 cuando –dicen— asesinó a Kennedy; Aburto sumaba 23 años de vida en el momento en que –dicen— ultimó al sonorense. (Con esta enumeración no nos sentimos a gusto al hablar de “magnicidio” pues es discutible que el de Colosio lo haya sido. Sin embargo, como se le dispensó un funeral de hombre de Estado tal vez no sea tan imprecisa esa denominación más bien cultural o periodística.) el asesino material de Francisco Ruiz Massieu, sin ser un magnicida técnicamente hablando, apenas contaba con 29 años, edad a la que muchos adultos todavía llevan su adolescencia a cuestas.
El gran escritor francés Jean Giono, cuando escribe el prólogo a El Príncipe, de Maquiavelo, en las ediciones de La Pléiade, infiere a partir del texto del florentino la racionalidad del asesinato político: por qué se decide, qué efectos calculados tiene, de qué manea opera como una inversión de capital político que provoca todos los reacomodos, o sea, que predispone toda una nueva composición de poder. Este tipo de meditaciones podrían estar en la mente de nuestros penalistas si se salieran un momento, al menos por curiosidad, de la camisa de fuerza que puede ser su celosa especialización o el temor a la verdad.