Tuesday, September 05, 2006
Política y policía
El abogado sonorense Francisco Acuña Griego ha escrito que “a través de la policía se da el primer encuentro con el gobernado y generalmente en circunstancias conflictivas que ponen en riesgo valores humanos. En ese momento, la sociedad civil se forma la imagen germinal de la autoridad y del gobierno”.
Sobre las incongruencias entre la autoridad y la norma, el litigante Acuña Griego –quien ha sido también procurador de Justicia en Sonora— advierte que los cuerpos de seguridad pública no cumplen a plenitud su función. Su acontecer diario oscila entre las carencias y los excesos. Les falta aptitud, vocación, apoyos técnicos y prestaciones decorosas, pero les sobra impunidad, prepotencia y corrupción.
Donde más se vulnera el orden jurídico es en esa frontera crítica de la administración de la justicia. Se priva de la libertad sin orden de aprehensión, se violan domicilios particulares sin orden judicial, se incomunica a los detenidos, se tortura y extorsiona. Se actúa con despotismo, prepotencia y arbitrariedad frente al público, cuando no es que se producen sospechosos “suicidios” en plenos “interrogatorios”.
Lo que se ha engendrado es un verdadero poder policiaco, incontrolado por los procuradores, de quienes sus agentes se ríen. El mundo de los “cuerpos de seguridad” vive con su propio impulso, razona Acuña Griego: tiene su propia lógica, sus propios apetitos e intereses, independientes, ajenos y a veces contrarios a los intereses de la sociedad, a la vera y por encima de las leyes.
En esta historia surrealista y subrepticia se forman al interior de los cuerpos policiales estructuras de poder paralelas a las del Estado de derecho. Ahí se ha desarrollado todo un entramado de intereses ilícitos con sus propias reglas del juego y sus peculiares mecanismos de defensa.
Como no existe la carrera policial, se recluta a troche y moche, con criterios ajenos a la ley. Y así se va acumulando mucha ineptitud. El incapaz no puede resolver técnicamente una situación y recurre al abuso y a la violencia. “Tenemos una cultura policial de pálpito, de olfato, que a menudo conduce a la irracionalidad y a graves e irreparables injusticias.”
No hay que olvidar que la policía pertenece al Poder Ejecutivo y no al Judicial. Es, por tanto, un brazo armado e intimidatorio del gobernante, llámese Presidente de la República gobernador o presidente municipal. En esa “lógica” buena parte de los casos “judiciales” en México no pasan nunca de la esfera del Ministerio Público, es decir, del Poder Ejecutivo, que es el que –manejando ad libitum o políticamente la consignación— por lo general impide –mediante el soborno o el tráfico de influencias— que un acusado se remita al terreno de los jueces, es decir, del Poder Judicial. Así, encontramos otro de los vicios del presidencialismo: que la administración de la justicia sólo se haga en el campo del Poder Ejecutivo.
Una de las tragedias de la convivencia civil entre mexicanos es la fabricación de culpables, que casi siempre se instrumenta con el fin de encubrir al verdadero asesino, al ladrón real, al narcotraficante auténtico.
La conseja popular –dice Acuña Griego— asegura que la arbitrariedad y el abuso contra personas inocentes está en relación directa e inmediata con la protección que se brinda a los verdaderos delincuentes. Se habla de que la inculpación inmoral contra personas honradas no es un error, sino más bien una táctica diversionista para ocultar a los verdaderos culpables. En esta hipótesis la tortura no sería síntoma de una patología sino una estrategia de ocultamiento y una garantía de impunidad.
La razón de ser de la policía, según refiere Jorge Nacif Mina, está relacionada con el buen gobierno. En su libro La policía en la historia de la ciudad de México (1524—1928), publicado en 1986 por Socicultur del DDF, Nacif Mina nos recuerda que la palabra policía procede de dos raíces griegas: politeia, que significa gobierno, y polis, que quiere decir ciudad. El autor expone cómo se fueron gestando en la ciudad de México las alternativas de la policía, desde la instauración del Ayuntamiento de la ciudad (una verdadera ciudad—Estado) de 1524 hasta los años del presidente Plutarco Elías Calles (1928).
Pero “si el problema de la policía no se ha resuelto”, piensa Rodolfo Peña en su ensayo sobre Leonardo Sciascia, “es porque jamás, en ninguna parte y en ninguna época, se ha hecho el menor intento por resolverlo”.
Para decirlo pronto: la policía no es ningún problema –razona Peña—. Para los poderes que incluyen a la sociedad política, pero también para los dueños de la riqueza y las iglesias, la policía es una necesidad, una garantía de preservación y reproducción, como cualquier otro cuerpo coercitivo.
Agrega que en el mundo alucinante del poder a nadie le importa lo que haga la policía con la masa anónima de la que sus miembros fueron arrancados un día para enfundarlos en un uniforme, diferenciarlos y ponerlos en estado de tensión continua contra sus antiguos congéneres.
Si la policía roba –concluye—, extorsiona, golpea, secuestra o mata, no hace más que confirmar sus deformaciones y vicios de origen, y así está bien. Lo que está prohibido es aliarse con la masa, identificarse socialmente con ella, porque entonces perdería su razón de ser.
En su estupendo estudio, El poder de policía en un sistema de derechos humanos, Daniel E. Herrendorf escribe:
Con el poder de policía se produjeron desbordes innecesarios. La jurisprudencia y la doctrina se vieron agotadas por un poder que crecía indefinidamente, y no sabían ya cómo y por dónde recortarlo y limitarlo. Los límites de poder de la policía actual, asumidos por una nueva forma de Estado, están dados por los principios generales establecidos en el pasado, y los que actualmente imponen los derechos humanos. [...] Hay que pensar seriamente en que la vida no puede ser administrada por el poder. Y esto va en orden a las políticas militaristas, a las políticas criminales y al irrazonable ejercicio del poder de policía.
Sobre las incongruencias entre la autoridad y la norma, el litigante Acuña Griego –quien ha sido también procurador de Justicia en Sonora— advierte que los cuerpos de seguridad pública no cumplen a plenitud su función. Su acontecer diario oscila entre las carencias y los excesos. Les falta aptitud, vocación, apoyos técnicos y prestaciones decorosas, pero les sobra impunidad, prepotencia y corrupción.
Donde más se vulnera el orden jurídico es en esa frontera crítica de la administración de la justicia. Se priva de la libertad sin orden de aprehensión, se violan domicilios particulares sin orden judicial, se incomunica a los detenidos, se tortura y extorsiona. Se actúa con despotismo, prepotencia y arbitrariedad frente al público, cuando no es que se producen sospechosos “suicidios” en plenos “interrogatorios”.
Lo que se ha engendrado es un verdadero poder policiaco, incontrolado por los procuradores, de quienes sus agentes se ríen. El mundo de los “cuerpos de seguridad” vive con su propio impulso, razona Acuña Griego: tiene su propia lógica, sus propios apetitos e intereses, independientes, ajenos y a veces contrarios a los intereses de la sociedad, a la vera y por encima de las leyes.
En esta historia surrealista y subrepticia se forman al interior de los cuerpos policiales estructuras de poder paralelas a las del Estado de derecho. Ahí se ha desarrollado todo un entramado de intereses ilícitos con sus propias reglas del juego y sus peculiares mecanismos de defensa.
Como no existe la carrera policial, se recluta a troche y moche, con criterios ajenos a la ley. Y así se va acumulando mucha ineptitud. El incapaz no puede resolver técnicamente una situación y recurre al abuso y a la violencia. “Tenemos una cultura policial de pálpito, de olfato, que a menudo conduce a la irracionalidad y a graves e irreparables injusticias.”
No hay que olvidar que la policía pertenece al Poder Ejecutivo y no al Judicial. Es, por tanto, un brazo armado e intimidatorio del gobernante, llámese Presidente de la República gobernador o presidente municipal. En esa “lógica” buena parte de los casos “judiciales” en México no pasan nunca de la esfera del Ministerio Público, es decir, del Poder Ejecutivo, que es el que –manejando ad libitum o políticamente la consignación— por lo general impide –mediante el soborno o el tráfico de influencias— que un acusado se remita al terreno de los jueces, es decir, del Poder Judicial. Así, encontramos otro de los vicios del presidencialismo: que la administración de la justicia sólo se haga en el campo del Poder Ejecutivo.
Una de las tragedias de la convivencia civil entre mexicanos es la fabricación de culpables, que casi siempre se instrumenta con el fin de encubrir al verdadero asesino, al ladrón real, al narcotraficante auténtico.
La conseja popular –dice Acuña Griego— asegura que la arbitrariedad y el abuso contra personas inocentes está en relación directa e inmediata con la protección que se brinda a los verdaderos delincuentes. Se habla de que la inculpación inmoral contra personas honradas no es un error, sino más bien una táctica diversionista para ocultar a los verdaderos culpables. En esta hipótesis la tortura no sería síntoma de una patología sino una estrategia de ocultamiento y una garantía de impunidad.
La razón de ser de la policía, según refiere Jorge Nacif Mina, está relacionada con el buen gobierno. En su libro La policía en la historia de la ciudad de México (1524—1928), publicado en 1986 por Socicultur del DDF, Nacif Mina nos recuerda que la palabra policía procede de dos raíces griegas: politeia, que significa gobierno, y polis, que quiere decir ciudad. El autor expone cómo se fueron gestando en la ciudad de México las alternativas de la policía, desde la instauración del Ayuntamiento de la ciudad (una verdadera ciudad—Estado) de 1524 hasta los años del presidente Plutarco Elías Calles (1928).
Pero “si el problema de la policía no se ha resuelto”, piensa Rodolfo Peña en su ensayo sobre Leonardo Sciascia, “es porque jamás, en ninguna parte y en ninguna época, se ha hecho el menor intento por resolverlo”.
Para decirlo pronto: la policía no es ningún problema –razona Peña—. Para los poderes que incluyen a la sociedad política, pero también para los dueños de la riqueza y las iglesias, la policía es una necesidad, una garantía de preservación y reproducción, como cualquier otro cuerpo coercitivo.
Agrega que en el mundo alucinante del poder a nadie le importa lo que haga la policía con la masa anónima de la que sus miembros fueron arrancados un día para enfundarlos en un uniforme, diferenciarlos y ponerlos en estado de tensión continua contra sus antiguos congéneres.
Si la policía roba –concluye—, extorsiona, golpea, secuestra o mata, no hace más que confirmar sus deformaciones y vicios de origen, y así está bien. Lo que está prohibido es aliarse con la masa, identificarse socialmente con ella, porque entonces perdería su razón de ser.
En su estupendo estudio, El poder de policía en un sistema de derechos humanos, Daniel E. Herrendorf escribe:
Con el poder de policía se produjeron desbordes innecesarios. La jurisprudencia y la doctrina se vieron agotadas por un poder que crecía indefinidamente, y no sabían ya cómo y por dónde recortarlo y limitarlo. Los límites de poder de la policía actual, asumidos por una nueva forma de Estado, están dados por los principios generales establecidos en el pasado, y los que actualmente imponen los derechos humanos. [...] Hay que pensar seriamente en que la vida no puede ser administrada por el poder. Y esto va en orden a las políticas militaristas, a las políticas criminales y al irrazonable ejercicio del poder de policía.