Wednesday, September 06, 2006
Política y espionaje
¿Por qué espía un hombre?
Esta pregunta concierne tanto a la esfera privada, psicológica, como a la pública: la primera tiene que ver con una desconfianza circunstancial o permanente en la vida de relación personal que remite a la suspicacia y por tanto a la vigilancia que lesiona la convivencia de la pareja y de los amigos, y la otra –la relativa al ámbito público— alude a la actividad política, hacia adentro del Estado, interna, o hacia afuera: la que se dispara hacia el teatro internacional de los acontecimientos, hacia la coexistencia entre los países y el espionaje.
Si la información es poder habría que aceptar como aproximada, al menos, la reflexión de que algo tienen en común la política y el espionaje. El “arte” de la política –dicho sea con la misma licencia que permite decir, por ejemplo, “arte” de la guerra— se practica merced a la información que se tiene o, como en el pókar, que se finge tener.
Guardar un secreto resulta esencial para el gobernante y para quienes lo rodean. Del secreto depende la seguridad de la lealtad. La traición sería su contraparte. No hay traición sin una lealtad precedente.
Parece habitar otra dimensión el secreto de Estado, pero en lo sustancial el secreto es el mismo que alimenta la pasión cotidiana de los políticos y del hombre de Estado. En todos estos menesteres las nociones de poder, secreto, lealtad, traición, se igualan, pues semejantes son la política, la guerra, el espionaje. De ahí que la fascinación que insaciablemente experimentan los lectores de novelas de espionaje pueda identificarse con la fascinación que sienten algunos hombres y mujeres por la política. En ambos casos el poder actúa como el centro de un campo magnético, y como un misterio: una caja de sorpresas. Puede ser un vértigo y algo tiene de ruleta rusa.
El poder es el otro nombre de la información, sea ésta política, militar, periodística, o televisiva.
Cuando una persona se pasa la vida detrás de un escritorio se le pueden ocurrir ideas descabelladas, dice John Le Carré. Podría imaginarse uno al político que juega todos los días con la información, con los datos o dados que tiene a la mano o con los datos que le interesa conocer. Su habilidad consiste en retener información, darla completa o parcialmente: dosificarla: debe manejar el secreto como una valiosa mercancía, guardarlo o transferirlo a cambio de algo. Como en el “arte” militar, tiene que conducirse con extraordinaria delicadeza.
Aquí entra la necesidad del espionaje. Y el espionaje no se puede ejercer sin agentes. Todo el juego pende, como de un hilo, de la información.
En una de las novelas de John Le Carré, El espejo de los espías, se ilustra el caso de un equipo de espionaje que de la manera más fría abandona al agente que durante tanto tiempo y tan minuciosamente preparó: lo sacrifica en aras de otro proyecto y lo hace morir en territorio enemigo. Muy de paso, como entre paréntesis, Le Carré dibuja literariamente a quienes participan en el juego del espionaje y hace ver que constantemente fingen ser personajes “fuera de sí mismos” que asumen sus imposturas y falacias hasta vivirlas como reales y hacen carrera traicionado gente. Como en la poítica.
Vivir su propio personaje es algo en lo que los actores profesionales y los políticos deben poner mucho cuidado. Habitantes ambos de un mundo escindido, comparten el destino común de frecuentar varios planos de la realidad de los que difícilmente se puede salir mental o emocionalmente ileso. (Véase la locura post imperium de los ex presidentes mexicanos.) Se requiere de una gran sabiduría ante el poder, de una gran fortaleza moral para no desintegrarse dentro del atractivo y peligroso juego de la batalla esquizofrénica. Hay que tener un empaque de verdadero estadista. Las experiencias de distorsión de la realidad –como las de los políticos, las actrices y los actores— configuran también –con los mismos temores, tensiones y placeres— el mundo del espía. La suya es, decía Balzac, una excitación que sólo puede compararse con la que siente un jugador –semioculto por el humo de un puro— en la enardecida mesa de un casino.
El espía tira la piedra y esconde la mano.
Su obsesión es la fascinación del hombre ante el poder. Un personaje sabe de pronto que puede influir en las altas esferas de las decisiones políticas porque posee la información precisa y necesaria. Puede tratarse de un placer no orgásmico, como el de todo poder, pero su participación desde los meandros de la oscuridad lo mueve a jugar, y el juego mismo ejerce en él una fijación intelectual como la del investigador científico o una excitación como la que encuentra el detective al desmontar un enigma criminal. La curiosidad por lo desconocido subyace en todo ser humano y los lectores de novelas de espionaje no parecen estar exentos de esta íntima debilidad. Triunfa en ellos lo atractivo por desconocido.
“La idea de espiar y ser espiado afecta frecuentemente a nuestra fantasía, sobre todo si somos sensibles y tenemos imaginación”, afirma Graham Greene, y con ello alude tanto a lectores como a novelistas.
Ningún escritor actual de novelas de espionaje ha logrado superar la maestría de Eric Ambler.
Es cierto que Somerset Maugham sentó las bases para llevar a la literatura de espionaje a grados nunca antes vistos de excelencia literaria. Ashenden, el personaje de Somerset Maugham, permitió apreciar que la vida de un miembro del servicio secreto no tiene nada de encanto como cree el público. Pero fue Eric Ambler quien realmente elaboró este mundo sórdido hasta sus últimas consecuencias dramáticas y pudo cambiar el modelo tradicional de las historias de espías al volverlas más realistas y auténticas. En La máscara de Dimitrios, por ejemplo.
Esta pregunta concierne tanto a la esfera privada, psicológica, como a la pública: la primera tiene que ver con una desconfianza circunstancial o permanente en la vida de relación personal que remite a la suspicacia y por tanto a la vigilancia que lesiona la convivencia de la pareja y de los amigos, y la otra –la relativa al ámbito público— alude a la actividad política, hacia adentro del Estado, interna, o hacia afuera: la que se dispara hacia el teatro internacional de los acontecimientos, hacia la coexistencia entre los países y el espionaje.
Si la información es poder habría que aceptar como aproximada, al menos, la reflexión de que algo tienen en común la política y el espionaje. El “arte” de la política –dicho sea con la misma licencia que permite decir, por ejemplo, “arte” de la guerra— se practica merced a la información que se tiene o, como en el pókar, que se finge tener.
Guardar un secreto resulta esencial para el gobernante y para quienes lo rodean. Del secreto depende la seguridad de la lealtad. La traición sería su contraparte. No hay traición sin una lealtad precedente.
Parece habitar otra dimensión el secreto de Estado, pero en lo sustancial el secreto es el mismo que alimenta la pasión cotidiana de los políticos y del hombre de Estado. En todos estos menesteres las nociones de poder, secreto, lealtad, traición, se igualan, pues semejantes son la política, la guerra, el espionaje. De ahí que la fascinación que insaciablemente experimentan los lectores de novelas de espionaje pueda identificarse con la fascinación que sienten algunos hombres y mujeres por la política. En ambos casos el poder actúa como el centro de un campo magnético, y como un misterio: una caja de sorpresas. Puede ser un vértigo y algo tiene de ruleta rusa.
El poder es el otro nombre de la información, sea ésta política, militar, periodística, o televisiva.
Cuando una persona se pasa la vida detrás de un escritorio se le pueden ocurrir ideas descabelladas, dice John Le Carré. Podría imaginarse uno al político que juega todos los días con la información, con los datos o dados que tiene a la mano o con los datos que le interesa conocer. Su habilidad consiste en retener información, darla completa o parcialmente: dosificarla: debe manejar el secreto como una valiosa mercancía, guardarlo o transferirlo a cambio de algo. Como en el “arte” militar, tiene que conducirse con extraordinaria delicadeza.
Aquí entra la necesidad del espionaje. Y el espionaje no se puede ejercer sin agentes. Todo el juego pende, como de un hilo, de la información.
En una de las novelas de John Le Carré, El espejo de los espías, se ilustra el caso de un equipo de espionaje que de la manera más fría abandona al agente que durante tanto tiempo y tan minuciosamente preparó: lo sacrifica en aras de otro proyecto y lo hace morir en territorio enemigo. Muy de paso, como entre paréntesis, Le Carré dibuja literariamente a quienes participan en el juego del espionaje y hace ver que constantemente fingen ser personajes “fuera de sí mismos” que asumen sus imposturas y falacias hasta vivirlas como reales y hacen carrera traicionado gente. Como en la poítica.
Vivir su propio personaje es algo en lo que los actores profesionales y los políticos deben poner mucho cuidado. Habitantes ambos de un mundo escindido, comparten el destino común de frecuentar varios planos de la realidad de los que difícilmente se puede salir mental o emocionalmente ileso. (Véase la locura post imperium de los ex presidentes mexicanos.) Se requiere de una gran sabiduría ante el poder, de una gran fortaleza moral para no desintegrarse dentro del atractivo y peligroso juego de la batalla esquizofrénica. Hay que tener un empaque de verdadero estadista. Las experiencias de distorsión de la realidad –como las de los políticos, las actrices y los actores— configuran también –con los mismos temores, tensiones y placeres— el mundo del espía. La suya es, decía Balzac, una excitación que sólo puede compararse con la que siente un jugador –semioculto por el humo de un puro— en la enardecida mesa de un casino.
El espía tira la piedra y esconde la mano.
Su obsesión es la fascinación del hombre ante el poder. Un personaje sabe de pronto que puede influir en las altas esferas de las decisiones políticas porque posee la información precisa y necesaria. Puede tratarse de un placer no orgásmico, como el de todo poder, pero su participación desde los meandros de la oscuridad lo mueve a jugar, y el juego mismo ejerce en él una fijación intelectual como la del investigador científico o una excitación como la que encuentra el detective al desmontar un enigma criminal. La curiosidad por lo desconocido subyace en todo ser humano y los lectores de novelas de espionaje no parecen estar exentos de esta íntima debilidad. Triunfa en ellos lo atractivo por desconocido.
“La idea de espiar y ser espiado afecta frecuentemente a nuestra fantasía, sobre todo si somos sensibles y tenemos imaginación”, afirma Graham Greene, y con ello alude tanto a lectores como a novelistas.
Ningún escritor actual de novelas de espionaje ha logrado superar la maestría de Eric Ambler.
Es cierto que Somerset Maugham sentó las bases para llevar a la literatura de espionaje a grados nunca antes vistos de excelencia literaria. Ashenden, el personaje de Somerset Maugham, permitió apreciar que la vida de un miembro del servicio secreto no tiene nada de encanto como cree el público. Pero fue Eric Ambler quien realmente elaboró este mundo sórdido hasta sus últimas consecuencias dramáticas y pudo cambiar el modelo tradicional de las historias de espías al volverlas más realistas y auténticas. En La máscara de Dimitrios, por ejemplo.