Tuesday, September 05, 2006
Mafia o Estado
Somos un solo cuerpo: bandidos,
policía y mafia. Como el Padre,
el hijo y el Espíritu Santo.
Gaspare Pisciotta
(el que traicionó a Salvatore Giuliano)
Si la mafia desafía al Estado italiano (en 1992 le mató a tres funcionarios judiciales de alto nivel: Falcone, Borsellino, Lizzio) es porque nunca ha confiado en él, menos ahora que nunca. De suyo la mafia es una “legitimidad”, un poder paralelo: un Estado dentro del Estado, como una muñeca rusa dentro de otra, como una caja china dentro de otra.
En sus orígenes mismos, hacia principios del siglo XIX, la mafia siciliana quiso su propio sistema de justicia. No confiaban los campesinos –recuérdese que la mafia empezó como un fenómeno rural, feudal— en el sistema de la justicia formal del Estado, en la administración de la justicia oficial. El Estado era muy débil o, siendo fuerte, era injusto y tramposo. Véase una película como En nombre de la ley, de Pietro Germi, donde el pretore, es decir, el equivalente a nuestro juez de paz, ve impotente cómo la ley que va a prevalecer es la ley de la mafia: un poder extorsionador que dispensa favores y vidas, a capricho, ad libitum, según sus relaciones de complicidad con los poderes formales del Estado. Las cosas se hacen en efecto “en nombre de la ley”, pero de la ley de la mafia.
Nótese entonces que la mafia no es ancestral: apenas tiene unos 200 años, mientras que el Estado italiano rebasa con tres décadas los 100 años (a partir de 1862, cuando nace Italia como nación). A partir de la terminación de la Segunda Guerra Mundial, el Partido de la Democracia Cristiana –que sería como el PRI italiano— ha estado casi ininterrumpidamente en el gobierno. Su caso no sólo es excepcional en la comunidad europea actual por lo que representa en términos de longevidad política, “sino por tratarse del único partido sobre el que pesa la acusación de haber consolidado a lo largo de cuatro décadas un sistema de poder criminal”, escribe en su estudio, Crónicas mafiosas, el periodista catalán Joan Queralt.
Ningún partido político como el de la Democracia Cristiana ha protagonizado un proceso de apropiación tan absoluto de los mecanismos del sistema político—económico, transformándose al mismo tiempo en Partido, Estado, gobierno y empresa. Tampoco ningún otro lo iguala en triunfos electorales.
El argumento que sigue y documenta a lo largo de todo su libro Joan Queralt es que la invencibilidad de la mafia se debe a su fusión con el gobierno de la Democracia Cristiana, desde el momento en que las fuerzas norteamericanas acantonadas en Sicilia (luego de la liberación) pusieron en puestos políticos, como las presidencias municipales, a los mafiosos. La complicidad democristiana ha sido comprobada por historiadores, periodistas, jueces e incluso por miembros de la propia clase política, pero sólo hasta 1992, cuando en cosa de seis semanas la mafia dinamitó o balaceó a tres importantísimos representantes del Estado, el gobierno italiano ya no pudo hacerse de la vista gorda y el Presidente de la República ordenó el envío de 7 mil soldados a Sicilia, entre ellos a 2 mil paracaidistas.
Este enfrentamiento –que empezó a preocupar a la comunidad europea del mercado común a un año de que se abrieran las fronteras y cuando la mafia seguía transnacionalizándose invicta –suele analizarse no ya por debilidad literaria, por una suerte de fascinación psicológica ante lo policiaco o la criminalidad anónima que protagonizan por igual policías y bandidos, funcionarios públicos y banqueros, sino porque plantea una reflexión sobre el Estado de nuestro tiempo.
¿Todavía existe el Estado? Qué ironía querer adelgazar algo inexistente, cuando de lo que se trata es de agrandarlo, es decir: de volver vigente el Estado de derecho. En México, dicho sea de paso, lo que falta es Estado, es decir: Estado de derecho. Lo que urge es el apego irrestricto a la ley. Que un Estado exista no depende de que tenga leyes escritas, sino de que se cumplan.
“La solución al problema de la mafia no reside en reforzar las tropas, aunque ello sea necesario, ni en dar más medios técnicos a la policía antimafia, aunque ello sea indispensable. El problema es político pues la mafia es un Estado dentro de otro Estado en transformación”, escribe desde Roma el corresponsal de La Jornada Guillermo Almeyra.
Es la estructura misma del Estado lo que permite la mafia actual, una gran empresa capitalista ligada a la especulación inmobiliaria, al uso clientelar del Estado y de la política, a la finanza que recicla el dinero del contrabando de armas y de drogas (es decir, a todas las industrias prósperas y de punta de Italia).
La eliminación del Estado asistencial deja en manos de la mafia su Estado clientelar para la complicidad con la delincuencia. El funcionamiento de un Estado centralizado y sin control real por parte de la población da margen para el particularismo y el localismo y para el individualismo, el sálvese quien pueda que da apoyo al jefe mafioso, dispensador de favores y de trabajo. La despolitización resultante del funcionamiento de partidos que consideran al Estado como terreno a conquistar para construirse feudos privados, impide construir frente a la mafia una barrera política y moral que le quite espacios y la asfixie.
Los italianos ya han empezado a darse cuenta. No tiene caso seguir confiando en los partidos políticos tradicionales. Hay que formar ligar regionales, redes de autogestión civil. Los políticos de toda la vida y su política partidista han demostrado hasta el asco que no defienden a la sociedad, ni con las armas del derecho ni con la fuerza del ejército y la política. Lo único que cuenta son los intereses particulares por encima del bien general, y bajo esas circunstancias no hay Estado.
Durante la crisis que padece la República Italiana en 1993 a causa del crimen organizado, el Estado se ha comprobado impotente, mientras la mafia avanza hacia los centros financieros del norte y cruza las fronteras de Europa. La mafia gobierna en sus zonas, gestiona el poder institucional y político (tanto como el PRI que presume de su “capacidad de gestoría”), decide sobre la vida y la muerte de los ciudadanos, cobra “impuestos” y ejerce el monopolio de la coerción (como el Estado que, teóricamente, tiene el monopolio de la fuerza y la violencia). La mafia no sólo ejerce el poder intimidatorio. También tiene el control casi absoluto de ciertos territorios y abre nuevas vías de control político—administrativo y de fortalecimiento de las tramas entre economía legal e ilegal. La mafia se impregna en el tejido económico y social desarrollando técnicas de infiltración cada vez más eficaces, entre los ricos y los políticos, entre los banqueros y los especuladores del mercado bursátil. Italia, tanto como México, ha sido saqueada por los políticos, los narcotraficantes, y los dueños de casas de bolsa. En 1985 los negocios de la mafia en Italia fluctuaban entre 100,000 y 150,000 millones de dólares.
Pero los italianos ya se han dado cuenta: el núcleo de la criminalidad es precisamente el Estado, el Estado ocupado por los partidos políticos, y del cual proceden todos los otros males. El Estado otorga –o vende— impunidad. El Estado proporciona la coartada legal para que todo, absolutamente todo en este mundo sea posible.
“¿Cómo puede el Estado de los partidos combatir a la mafia cuando los partidos son las primeras y más extendidas organizaciones mafiosas del país?”, se pregunta Massimo Fini en la revista El Europeo del 14 de diciembre de 1990.
¿Cómo puede el Estado de los partidos interesarse seriamente por la administración de la justicia cuando los partidos son los primeros que temen su funcionamiento?
Los partidos por fin parecen haberse dado cuenta del fuerte viento de revuelta que sopla desde la sociedad civil. E intentan ponerle remedio. Después de haber criminalizado las ligas, de haberse burlado de ellas, ahora las halagan. Después de haber definido como locuras sus programas ahora los hacen suyos. Son, todas, operaciones tardías y, sobre todo, gatopardescas. Como gatopardesca es la invocación que se escucha, cada vez con mayor frecuencia, de los competentes representantes políticos, sobre la Segunda República. Hay que decir a estos hombres, con claridad, que una Segunda República no sirve para nada si conserva las eternas caras de la Primera. No pueden ser los responsables de la disolución del Estado quienes creen uno nuevo. Es toda una clase dirigente, tanto del gobierno como de la oposición, la que debe irse a su casa. Rápido.
Pero ya.
policía y mafia. Como el Padre,
el hijo y el Espíritu Santo.
Gaspare Pisciotta
(el que traicionó a Salvatore Giuliano)
Si la mafia desafía al Estado italiano (en 1992 le mató a tres funcionarios judiciales de alto nivel: Falcone, Borsellino, Lizzio) es porque nunca ha confiado en él, menos ahora que nunca. De suyo la mafia es una “legitimidad”, un poder paralelo: un Estado dentro del Estado, como una muñeca rusa dentro de otra, como una caja china dentro de otra.
En sus orígenes mismos, hacia principios del siglo XIX, la mafia siciliana quiso su propio sistema de justicia. No confiaban los campesinos –recuérdese que la mafia empezó como un fenómeno rural, feudal— en el sistema de la justicia formal del Estado, en la administración de la justicia oficial. El Estado era muy débil o, siendo fuerte, era injusto y tramposo. Véase una película como En nombre de la ley, de Pietro Germi, donde el pretore, es decir, el equivalente a nuestro juez de paz, ve impotente cómo la ley que va a prevalecer es la ley de la mafia: un poder extorsionador que dispensa favores y vidas, a capricho, ad libitum, según sus relaciones de complicidad con los poderes formales del Estado. Las cosas se hacen en efecto “en nombre de la ley”, pero de la ley de la mafia.
Nótese entonces que la mafia no es ancestral: apenas tiene unos 200 años, mientras que el Estado italiano rebasa con tres décadas los 100 años (a partir de 1862, cuando nace Italia como nación). A partir de la terminación de la Segunda Guerra Mundial, el Partido de la Democracia Cristiana –que sería como el PRI italiano— ha estado casi ininterrumpidamente en el gobierno. Su caso no sólo es excepcional en la comunidad europea actual por lo que representa en términos de longevidad política, “sino por tratarse del único partido sobre el que pesa la acusación de haber consolidado a lo largo de cuatro décadas un sistema de poder criminal”, escribe en su estudio, Crónicas mafiosas, el periodista catalán Joan Queralt.
Ningún partido político como el de la Democracia Cristiana ha protagonizado un proceso de apropiación tan absoluto de los mecanismos del sistema político—económico, transformándose al mismo tiempo en Partido, Estado, gobierno y empresa. Tampoco ningún otro lo iguala en triunfos electorales.
El argumento que sigue y documenta a lo largo de todo su libro Joan Queralt es que la invencibilidad de la mafia se debe a su fusión con el gobierno de la Democracia Cristiana, desde el momento en que las fuerzas norteamericanas acantonadas en Sicilia (luego de la liberación) pusieron en puestos políticos, como las presidencias municipales, a los mafiosos. La complicidad democristiana ha sido comprobada por historiadores, periodistas, jueces e incluso por miembros de la propia clase política, pero sólo hasta 1992, cuando en cosa de seis semanas la mafia dinamitó o balaceó a tres importantísimos representantes del Estado, el gobierno italiano ya no pudo hacerse de la vista gorda y el Presidente de la República ordenó el envío de 7 mil soldados a Sicilia, entre ellos a 2 mil paracaidistas.
Este enfrentamiento –que empezó a preocupar a la comunidad europea del mercado común a un año de que se abrieran las fronteras y cuando la mafia seguía transnacionalizándose invicta –suele analizarse no ya por debilidad literaria, por una suerte de fascinación psicológica ante lo policiaco o la criminalidad anónima que protagonizan por igual policías y bandidos, funcionarios públicos y banqueros, sino porque plantea una reflexión sobre el Estado de nuestro tiempo.
¿Todavía existe el Estado? Qué ironía querer adelgazar algo inexistente, cuando de lo que se trata es de agrandarlo, es decir: de volver vigente el Estado de derecho. En México, dicho sea de paso, lo que falta es Estado, es decir: Estado de derecho. Lo que urge es el apego irrestricto a la ley. Que un Estado exista no depende de que tenga leyes escritas, sino de que se cumplan.
“La solución al problema de la mafia no reside en reforzar las tropas, aunque ello sea necesario, ni en dar más medios técnicos a la policía antimafia, aunque ello sea indispensable. El problema es político pues la mafia es un Estado dentro de otro Estado en transformación”, escribe desde Roma el corresponsal de La Jornada Guillermo Almeyra.
Es la estructura misma del Estado lo que permite la mafia actual, una gran empresa capitalista ligada a la especulación inmobiliaria, al uso clientelar del Estado y de la política, a la finanza que recicla el dinero del contrabando de armas y de drogas (es decir, a todas las industrias prósperas y de punta de Italia).
La eliminación del Estado asistencial deja en manos de la mafia su Estado clientelar para la complicidad con la delincuencia. El funcionamiento de un Estado centralizado y sin control real por parte de la población da margen para el particularismo y el localismo y para el individualismo, el sálvese quien pueda que da apoyo al jefe mafioso, dispensador de favores y de trabajo. La despolitización resultante del funcionamiento de partidos que consideran al Estado como terreno a conquistar para construirse feudos privados, impide construir frente a la mafia una barrera política y moral que le quite espacios y la asfixie.
Los italianos ya han empezado a darse cuenta. No tiene caso seguir confiando en los partidos políticos tradicionales. Hay que formar ligar regionales, redes de autogestión civil. Los políticos de toda la vida y su política partidista han demostrado hasta el asco que no defienden a la sociedad, ni con las armas del derecho ni con la fuerza del ejército y la política. Lo único que cuenta son los intereses particulares por encima del bien general, y bajo esas circunstancias no hay Estado.
Durante la crisis que padece la República Italiana en 1993 a causa del crimen organizado, el Estado se ha comprobado impotente, mientras la mafia avanza hacia los centros financieros del norte y cruza las fronteras de Europa. La mafia gobierna en sus zonas, gestiona el poder institucional y político (tanto como el PRI que presume de su “capacidad de gestoría”), decide sobre la vida y la muerte de los ciudadanos, cobra “impuestos” y ejerce el monopolio de la coerción (como el Estado que, teóricamente, tiene el monopolio de la fuerza y la violencia). La mafia no sólo ejerce el poder intimidatorio. También tiene el control casi absoluto de ciertos territorios y abre nuevas vías de control político—administrativo y de fortalecimiento de las tramas entre economía legal e ilegal. La mafia se impregna en el tejido económico y social desarrollando técnicas de infiltración cada vez más eficaces, entre los ricos y los políticos, entre los banqueros y los especuladores del mercado bursátil. Italia, tanto como México, ha sido saqueada por los políticos, los narcotraficantes, y los dueños de casas de bolsa. En 1985 los negocios de la mafia en Italia fluctuaban entre 100,000 y 150,000 millones de dólares.
Pero los italianos ya se han dado cuenta: el núcleo de la criminalidad es precisamente el Estado, el Estado ocupado por los partidos políticos, y del cual proceden todos los otros males. El Estado otorga –o vende— impunidad. El Estado proporciona la coartada legal para que todo, absolutamente todo en este mundo sea posible.
“¿Cómo puede el Estado de los partidos combatir a la mafia cuando los partidos son las primeras y más extendidas organizaciones mafiosas del país?”, se pregunta Massimo Fini en la revista El Europeo del 14 de diciembre de 1990.
¿Cómo puede el Estado de los partidos interesarse seriamente por la administración de la justicia cuando los partidos son los primeros que temen su funcionamiento?
Los partidos por fin parecen haberse dado cuenta del fuerte viento de revuelta que sopla desde la sociedad civil. E intentan ponerle remedio. Después de haber criminalizado las ligas, de haberse burlado de ellas, ahora las halagan. Después de haber definido como locuras sus programas ahora los hacen suyos. Son, todas, operaciones tardías y, sobre todo, gatopardescas. Como gatopardesca es la invocación que se escucha, cada vez con mayor frecuencia, de los competentes representantes políticos, sobre la Segunda República. Hay que decir a estos hombres, con claridad, que una Segunda República no sirve para nada si conserva las eternas caras de la Primera. No pueden ser los responsables de la disolución del Estado quienes creen uno nuevo. Es toda una clase dirigente, tanto del gobierno como de la oposición, la que debe irse a su casa. Rápido.
Pero ya.