Wednesday, September 06, 2006

 

Lucky Strike

Gabriel Trujillo (Mexicali, 1958) es uno de los autores que comparecen en la recopilación de Leobardo Saravia sobre la narrativa policiaca de la frontera norte: En la línea de fuego, bajo el sello editorial de Tierra Adentro.
El relato de Gabriel Trujillo, “Lucky Strike”, se sitúa entre Calexico y Mexicali. Nunca establece una fecha, pero por el contexto en que se contrata a un gatillero venido de California para que asesine a alguien del lado mexicano se sobrentiende que la época corresponde a 1936, un año antes de que por un decreto del presidente Lázaro Cárdenas se expropien las tierras que usufructuaba en el valle de Mexicali la Colorado River Land Company. Trujillo procede en su exposición con gran economía de medios –al modo minimalista, se diría— como quien apunta apenas lo necesario para redondear las escenas de un guión cinematográfico. De esa manera traza los marcos para las elipsis ue habrán de decirlo todo. El matón a sueldo llega al pueblo como Billy the Kid, cumple su misión (el crimen que beneficiará a los propietarios de la Colorado) y se regresa por donde había venido.
En otro cuento, “Hotel Frontera”, Gabriel Trujillo presenta a un Rodolfo Valentino en decadencia y melancólico:
Lo que me aterra es quedarme hablando a solas, que la gente me olvide o no me tome en cuenta. Me aterra levantarme por las mañanas y descubrir que no soy más que un sucio, grasiento italiano que vale madre, un hombre más al que se puede suprimir como se suprime a un personaje menor en cualquier película barata.
En otra escena se da un encuentro entre Philip Marlowe y José Revueltas (autor que no desconocía La Chinesca y otros barrios del pueblo más feo del mundo, según sitúa en Mexicali su estupendo cuento “Resurrección sin vida”) cuando comparten unos whiskys en el bar Broken Hearts del Hotel Frontera. Marlowe le dice que vino a Mexicali siguiendo a un contrabandista y que lo mató esa misma mañana en el desierto. “¿Y por qué me cuenta todo esto?”, pregunta Revueltas. “Una confesión a un extraño no hace daño a nadie”, le explica Marlowe. Siguen bebiendo en silencio. “Si alguien entrara en ese momento al bar los tomaría como a dos viejos compañeros de parranda.”
Con no menos afortunado humor, Gabriel Trujillo monta otra escena en un cuarto del hotel: Jim Morrison recibe el regalo de unos “hongos de Dios” de manos de Don Juan.
—Los Niños de Dios son seres vivos. Abren puertas –dice Don Juan.
—Yo soy una puerta –contesta Morrison—. ¿Cómo te llamas, viejo?
—Me dicen Don Juan. Puro indio yaqui. De Sonora.
En En la línea de fuego intervienen así mismo Harry P. Polkinhorn (Calexico, 1945), autor de la novela Lorenia la Rosa y de otros cuentos de la estirpe policiaca; Héctor Daniel Gómez Nieves (1963), muerto “a la veintena de años” en Tijuana; Carlos Martín Gutierrez (D. F., 1962); José Manuel Di Bella Martínez (Tampico, 1958); Édgar Gómez Castellanos (Tuxtla Gutiérrez, 1960) y Leobardo Saravia (1960).
“Ayesha, nombre de mujer”, de Leobardo Saravia, es casi una novela corta, o lo que Henry James llamaba a long short story: una gente de la Policía Judicial Federal llega a Tijuana para cumplir una venganza: matar por encargo a un ex guerrillero de la guerra sucia de los años 70. “Un asunto aparentemente cerrado culmina en una ejecución ritual… sin que nadie intervenga ni se llame a protesta, como una sentencia largamente aplazada”, dice Leobardo Saravia de su propio cuento, pues es él y no otro quien hace la presentación de En la línea de fuego:
El relato policiaco registra los entretelones, la obra negra de la sociedad contemporánea, la lógica secreta de las relaciones sociales, los excesos y desfiguros de sus hombres representativos. Sigue el rastro de las pugnas internas del poder, su áspero itinerario de golpes bajos.
Las historias coinciden en un horizonte común. Su contexto: el auge del narcotráfico, con sus secuelas en la vida de las ciudades; la irrupción de la violencia urbana, el noroeste del país convertido en portaviones del tráfico de estupefacientes en tránsito al gran mercado norteamericano.
En la línea de fuego es como un compact disc colectivo en el que cada uno de los muchachos canta su canción.
No se trata de una antología del relato policiaco en la franja noroeste del país, sino del intento de un grupo de escritores que exploran la ficción policiaca al margen de la ortodoxia del género. En su universo bajacaliforniano la violencia se erige como “la objetivación concreta del poder”. A ninguno le interesa aclarar ningún crimen o solucionar algo: “Domina el escepticismo, el desencanto, al plantear el crimen y sus alrededores: la lógica de la ejecución.”
Triunfa en sus textos, como en Buenos muchachos, la película de Martin Scorsese, la banalidad –o mejor: la naturalidad— del mal. No hay moraleja. Sólo hechos consumados. “Ni siquiera el claroscuro del bien y el mal en su eterna lucha de marionetas.” Lo único que queda es la víbora cascabeleando: el zumbido de los disparos y el reino de la impunidad.

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