Wednesday, September 06, 2006
Lo policiaco transnacional
El padre incuestionable de la novela de espionaje responde al nombre de William Somerset Maugham, quien en 1921 escribió Ashenden o el agente británico, una novela que, como todo el mundo sabe, contiene aquellos famosos capítulos de “Giulia Lazzari” y “El mexicano calvo”. En las andanzas del escritor Ashenden –a quien encomiendan una misión en Suiza— empieza a verse el tedio, la soledad, la ausencia de romanticismo que en realidad vive un agente secreto… o un periodista… o un vendedor viajero.
Y es que el espía se mueve en la tierra de nadie de lo policiaco transnacional: en ambientes vigilantes y persecutorios, en los que se vale matar, por la patria o por dinero, o por las dos cosas. En todo caso, el empaque del agente secreto debe ser no de acero sino de una humanidad anestesiada.
Como la lógica de la política interna, la actividad hacia el exterior de un país también –ya lo decía Maquiavelo— responde a una lógica militar. El agente a veces es una bala perdida en un mundo –zonas de influencia, nueva geoestrategia— que se despliega como en un ajedrez esférico.
Como el espionaje en sí mismo es una operación de desinformación, diversión o desviación (un ejercicio de la imaginación para aparentar), es difícil trazar una línea de demarcación nítida entre la novela de espionaje y el espionaje propiamente dicho. No gratuitamente en la CIA y en la KGB suelen tener áreas de trabajo o especialistas dedicados a la literatura, bibliotecas, fichas, con gente de sensibilidad literaria –algo así como un centro de estudios literarios— que se encargan de descifrar posibles mensajes, informaciones colocadas en las novelas de espionaje que se van publicando.
Hay el consenso –y, además, la autorizada opinión de Graham Greene— de que el novelista de espionaje más importante en lo que va del silgo es el inglés Eric Ambler. Con La máscara de Dimitrios (una especie de drama pirandelliano en la novela de espionaje), La conspiración Intercom, Epitafio para un espía, Ambler ha sido unsuperable como maestro del género.
Por cierto, Ambler es el único novelista inglés de esta línea que no ha sido agente secreto. Espías fueron, o funcionarios secretos al servicio de su Majestad, tanto Somerset Maugham (en Rusia, antes de la revolución), Graham Greene (en Sierra Leona), John Le carré (en una pequeña ciudad de Alemania y en Bonn), como Ian Fleming (en Portugal).
Fleming, el autor de la serie de James Bond, por ejemplo, se inspiró en un agente doble yugoslavo –muy apuesto, muy elegante, con gusto por la buena mesa, cuyo tipo de mujer era la joven, en cuya acta de nacimiento se leía el hombre de Dusko Popov— para configurar al agente 007, James Bond.
En El espía que volvió del frío y sobre todo en El topo, John Le Carré (nombre real: David Cornwell) evoca el origen intelectual, en cierto modo literario, de sus espías de los años 30, cuando en Cambridge y sus colegios no se veía mal que alguien inglés se hiciera reclutar como agente de la Unión Soviética: al fin y al cabo tanto a la Gran Bretaña como a la URSS los empezaba a unir su común repudio al nazismo y más tarde combatirían en el mismo bando aliado.
En El topo (que en jerga espioneril quiere decir “agente enemigo infiltrado en el propio servicio”), Le Carré profundiza en la complejidad del agente ambidextro y uno no puede dejar de pensar en Kim Philby, quien desde los años 30 hasta los cincuenta y tantos fue funcionario del servicio secreto británico y al mismo tiempo agente de la KGB soviética. Parece que él mismo colaboró en la concepción y fundación de la CIA en 1947.
A Kim Philby se le comprobó complicidad con Guy Burguess y Donald Maclean, también de Cambridge, ambos, a quienes dio el pitazo para que una vez descubiertos escaparan a la URSS. Posteriormente Philby huyó a su vez a la URSS desde Beirut y murió en Moscú.
Más tarde, a finales de los 70, se descubrió al “cuarto hombre”: Anthony Blunt, espía desde Cambridge y los años cumbre de Philby, que trabajaba todavía como asesor de la reina en Buckingham Palace. Y luego al quinto: John Cairneross.
No hay que olvidar, por otra parte, que Joseph Conrad dejó mucho de lo que tenía que decir sobre el espionaje y el terrorismo en El agente secreto, donde incursiona en los ambientes de los dinamiteros anarquistas de fines del XIX. Graham Greene, por su lado, también se ha divertido contándonos El tercer hombre y El agente confidencial.
Habría que hablar también de la Orquesta Roja, la red antinazi que tendió desde Bruselas el polaco Leopold Trepper, autor de El gran juego, donde refiere su historia. La mejor exposición, sin embargo, de la hazaña del “espionaje patriota”, se encuentra en las páginas de La Orquesta Roja, de Gilles Perrault, éste sí un escritor de oficio. El caso de Trepper replantea el problema de la moralidad de los espías, si es que es considerable lo moral en este oficio de guerra: ¿todo se vale, incluso la traición al amigo o al hermano o a la amante, si el espionaje es por la Revolución, la Patria, la Guerra, el Amor, y no por el vil metal? ¿Cuál es la diferencia?
Y es que el espía se mueve en la tierra de nadie de lo policiaco transnacional: en ambientes vigilantes y persecutorios, en los que se vale matar, por la patria o por dinero, o por las dos cosas. En todo caso, el empaque del agente secreto debe ser no de acero sino de una humanidad anestesiada.
Como la lógica de la política interna, la actividad hacia el exterior de un país también –ya lo decía Maquiavelo— responde a una lógica militar. El agente a veces es una bala perdida en un mundo –zonas de influencia, nueva geoestrategia— que se despliega como en un ajedrez esférico.
Como el espionaje en sí mismo es una operación de desinformación, diversión o desviación (un ejercicio de la imaginación para aparentar), es difícil trazar una línea de demarcación nítida entre la novela de espionaje y el espionaje propiamente dicho. No gratuitamente en la CIA y en la KGB suelen tener áreas de trabajo o especialistas dedicados a la literatura, bibliotecas, fichas, con gente de sensibilidad literaria –algo así como un centro de estudios literarios— que se encargan de descifrar posibles mensajes, informaciones colocadas en las novelas de espionaje que se van publicando.
Hay el consenso –y, además, la autorizada opinión de Graham Greene— de que el novelista de espionaje más importante en lo que va del silgo es el inglés Eric Ambler. Con La máscara de Dimitrios (una especie de drama pirandelliano en la novela de espionaje), La conspiración Intercom, Epitafio para un espía, Ambler ha sido unsuperable como maestro del género.
Por cierto, Ambler es el único novelista inglés de esta línea que no ha sido agente secreto. Espías fueron, o funcionarios secretos al servicio de su Majestad, tanto Somerset Maugham (en Rusia, antes de la revolución), Graham Greene (en Sierra Leona), John Le carré (en una pequeña ciudad de Alemania y en Bonn), como Ian Fleming (en Portugal).
Fleming, el autor de la serie de James Bond, por ejemplo, se inspiró en un agente doble yugoslavo –muy apuesto, muy elegante, con gusto por la buena mesa, cuyo tipo de mujer era la joven, en cuya acta de nacimiento se leía el hombre de Dusko Popov— para configurar al agente 007, James Bond.
En El espía que volvió del frío y sobre todo en El topo, John Le Carré (nombre real: David Cornwell) evoca el origen intelectual, en cierto modo literario, de sus espías de los años 30, cuando en Cambridge y sus colegios no se veía mal que alguien inglés se hiciera reclutar como agente de la Unión Soviética: al fin y al cabo tanto a la Gran Bretaña como a la URSS los empezaba a unir su común repudio al nazismo y más tarde combatirían en el mismo bando aliado.
En El topo (que en jerga espioneril quiere decir “agente enemigo infiltrado en el propio servicio”), Le Carré profundiza en la complejidad del agente ambidextro y uno no puede dejar de pensar en Kim Philby, quien desde los años 30 hasta los cincuenta y tantos fue funcionario del servicio secreto británico y al mismo tiempo agente de la KGB soviética. Parece que él mismo colaboró en la concepción y fundación de la CIA en 1947.
A Kim Philby se le comprobó complicidad con Guy Burguess y Donald Maclean, también de Cambridge, ambos, a quienes dio el pitazo para que una vez descubiertos escaparan a la URSS. Posteriormente Philby huyó a su vez a la URSS desde Beirut y murió en Moscú.
Más tarde, a finales de los 70, se descubrió al “cuarto hombre”: Anthony Blunt, espía desde Cambridge y los años cumbre de Philby, que trabajaba todavía como asesor de la reina en Buckingham Palace. Y luego al quinto: John Cairneross.
No hay que olvidar, por otra parte, que Joseph Conrad dejó mucho de lo que tenía que decir sobre el espionaje y el terrorismo en El agente secreto, donde incursiona en los ambientes de los dinamiteros anarquistas de fines del XIX. Graham Greene, por su lado, también se ha divertido contándonos El tercer hombre y El agente confidencial.
Habría que hablar también de la Orquesta Roja, la red antinazi que tendió desde Bruselas el polaco Leopold Trepper, autor de El gran juego, donde refiere su historia. La mejor exposición, sin embargo, de la hazaña del “espionaje patriota”, se encuentra en las páginas de La Orquesta Roja, de Gilles Perrault, éste sí un escritor de oficio. El caso de Trepper replantea el problema de la moralidad de los espías, si es que es considerable lo moral en este oficio de guerra: ¿todo se vale, incluso la traición al amigo o al hermano o a la amante, si el espionaje es por la Revolución, la Patria, la Guerra, el Amor, y no por el vil metal? ¿Cuál es la diferencia?