Tuesday, September 05, 2006
Las policías sueltas
En 1931 Fritz Lang, a tres años de la asunción nazi, filmó M (M de Mörder, en alemán: asesino). Es la historia de un asesino de niñas que encarna espléndidamente, a los 29 años, Peter Lorre. Es famoso el fotograma del protagonista, con cara de adolescente aterrorizado, frente a un espejo: en el hombro tiene pintada la M que le pintó alguien para señalarlo como mörder, y la M es una letra en sí misma, sola, palindrómica: se lee igual de izquierda a derecha, reflejada en el espejo.
Pero lo más interesante de esta película clásica, aparte de su ágil ritmo narrativo, su montaje de imagen y sonido –que deja colgando una frase mientras ya corre la siguiente escena—, su aportación a una “gramática” cinematográfica todavía en ciernes, son sus ideas. Son su columna vertebral.
En la parte culminante de la cinta hay una secuencia magistral: un jurado compuesto por miembros del hampa juzga al asesino. Prostitutas, asaltantes, lenones, traficantes de drogas, raterillos, gángsters, conforman el gran jurado que se monta en un sótano. La justicia en manos del hampa.
Y mientras tanto, a medida que prosigue el juicio, un montaje de intercortes alternativamente identifica al jefe de la policía –o al procurador, o al jefe del tribunal superior— que dirige una reunión en su despacho con el cabecilla de los ladrones y los asesinos. El hampa administra la ley. Se instala en el Poder, sin intermediaciones. Y, curiosamente, en aquellos días de Fritz Lang –años de gloria de la universidad alemana, de sus escuelas de filosofía, de un Berlín que era el centro cultural del mundo, como cuenta Alfred Döblin en Alexaderplatz, de las teorizaciones jurídicas— se hablaba ya de un segundo poder.
Lo inverosímil, lo inimaginable, lo inutilizable en una novela policiaca porque adolecería de incredibilidad –no que el Crimen Organizado tenga componendas, sutiles complicidades con los tres poderes tradicionales, sino que esté directamente sentado en el trono— sólo es posible hacerlo a través de un trabajo artístico, dramático o poético, como el que redondea Fritz Lang en M, o bien por medio de la vulgaridad real de ciertos personajes reales a quienes el Poder ha retrotraído a los placeres orales y anales de la infancia. La tiranía del bebé acurrucado en su carrito de cuna, empujado por alguien, se ejerce a gritos, llantos, caprichos. Como puede verse. Es el poder y el berrinche del presidencialismo mexicano.
El hampa instalada en el Poder. Sin metáforas. Sin presuposiciones simbólicas. No había en los años del jefe de la policía Arturo Durazo y del presidente José López Portillo crimen organizado porque el Crimen Organizado era la policía misma: sus relaciones de complicidad, por ejemplo, con la judicatura. Allí queda la figura patética del juez Salvador Martínez Rojas y otros abogados y periodistas.
Tan bien organizados estaban los profesionales del asalto a mano armada que llevaban uniforme azul. Y automóviles azules. Con grandes letras y números.
Y el gendarme, en todas las épocas, en todos los países, es el representante más inmediato del Poder. El policía de la esquina, el patrullero, es el contacto más a la mano del Estado con el ciudadano. Probablemente sea la única relación viva, personal, entre gobernante y gobernados. ¿Se tiene en México un sentimiento de protección al ver a un policía, o de terror?
La novela roja, es decir, la novela policiaca mexicana, por lo menos en su forma tradicional, sería impensable en un ámbito real como el que se exhibe en Lo negro del Negro Durazo, escrito en 1983 por el policía José González. Ninguna ficción, ninguna novela Criminal mexicana, ha revelado tantas zonas desconocidas de la justicia en México como el libro de González. Sin proponérselo, el ex agente de Durazo ha confeccionado una de las novelas criminales sin ficción más fantásticas que se hayan escrito entre nosotros.
Más que “policiaca” habría que decir novela “criminal”. Y es que no todas las ficciones en las que hay un crimen y un asesino son policiacas (aunque los asesinos pueden ser los policías), sobre todo si no hay investigación. Lo que sí es común a todas, como la llamada en Francia “novela negra”, es el crimen. ¿Por qué habrían de ser policiacas las novelas de Patricia Highsmith?
Lo que quiero decir es que la novela “policiaca” mexicana no puede tener verosimilitud si no se desarrolla en un ambiente como el que describe José González: el verdadero territorio de nuestra cultura criminal. No se puede inventar y echar a andar a un investigador mexicano como si viviera en Londres o en Nueva York porque en México el hampa es la policía, el crimen se encuentra en el seno mismo del poder judicial, en los ministerios públicos, en los jueces, y no se diga en los agentes uniformados.
Sería impensable, pues, la novela policiaca convencional en un mundo de horror como el que deja ver José González, a no ser que se suelte la violencia abierta –demencialmente como en los cuentos del brasileño Rubem Fonseca, que sin piedad traslada a la narrativa la masacre cotidiana de Río de Janeiro—, o se invierta el papel consabido del protagonista clásico y sea el criminal –como en la vida real mexicana— la policía delincuente.
Puede tener el Estado retenidas, enjauladas, a sus diferentes policías, a sus grupos paramilitares o de “zorros”, a sus servicios de “inteligencia”, a sus brigadas blancas, a sus direcciones federales de seguridad, a sus policías judiciales del estado, constitucionales o anticonstitucionales o inconstitucionales. Y las puede soltar a voluntad. Como quien suelta a su bestia enjaulada. Pero cuando ya no las controla, ¿quién gobierna?
M, la película de Fritz Lang, habla de esta contrapartida del poder, de un caso en que el Hampa asume la ejecución de funciones reservadas al Estado, como las de la “violencia legítima” y la impartición de la “justicia”. Pero M, esa profunda reflexión sobre la convivencia civil, fue hecha a tres años de la asunción del fascismo, poco antes de que Hitler tomara el poder.
Espeluznante, abracadabrante, escalofriante, deprimente, como para ponerse a llorar, como para ponerse a pensar que este país es un chiste y la “renovación moral” una broma macabra o de mal gusto, revulsiva, resulta el testimonio del confeso asesino que gana dinero por contar su historia. Grave también, muy grave, la posible caricatura que los seis años del Negro Durazo sean del sistema priísta: el riesgo monárquico de colocar en el trono a alguien inapropiado, a un retrasado mental, por ejemplo, y la obligación de soplárnoslo seis años, la dudosa traducción de la voluntad popular a través del método priísta. Ésa es la tragedia de nuestra ilegitimidad y del voto falso.
Pero lo más interesante de esta película clásica, aparte de su ágil ritmo narrativo, su montaje de imagen y sonido –que deja colgando una frase mientras ya corre la siguiente escena—, su aportación a una “gramática” cinematográfica todavía en ciernes, son sus ideas. Son su columna vertebral.
En la parte culminante de la cinta hay una secuencia magistral: un jurado compuesto por miembros del hampa juzga al asesino. Prostitutas, asaltantes, lenones, traficantes de drogas, raterillos, gángsters, conforman el gran jurado que se monta en un sótano. La justicia en manos del hampa.
Y mientras tanto, a medida que prosigue el juicio, un montaje de intercortes alternativamente identifica al jefe de la policía –o al procurador, o al jefe del tribunal superior— que dirige una reunión en su despacho con el cabecilla de los ladrones y los asesinos. El hampa administra la ley. Se instala en el Poder, sin intermediaciones. Y, curiosamente, en aquellos días de Fritz Lang –años de gloria de la universidad alemana, de sus escuelas de filosofía, de un Berlín que era el centro cultural del mundo, como cuenta Alfred Döblin en Alexaderplatz, de las teorizaciones jurídicas— se hablaba ya de un segundo poder.
Lo inverosímil, lo inimaginable, lo inutilizable en una novela policiaca porque adolecería de incredibilidad –no que el Crimen Organizado tenga componendas, sutiles complicidades con los tres poderes tradicionales, sino que esté directamente sentado en el trono— sólo es posible hacerlo a través de un trabajo artístico, dramático o poético, como el que redondea Fritz Lang en M, o bien por medio de la vulgaridad real de ciertos personajes reales a quienes el Poder ha retrotraído a los placeres orales y anales de la infancia. La tiranía del bebé acurrucado en su carrito de cuna, empujado por alguien, se ejerce a gritos, llantos, caprichos. Como puede verse. Es el poder y el berrinche del presidencialismo mexicano.
El hampa instalada en el Poder. Sin metáforas. Sin presuposiciones simbólicas. No había en los años del jefe de la policía Arturo Durazo y del presidente José López Portillo crimen organizado porque el Crimen Organizado era la policía misma: sus relaciones de complicidad, por ejemplo, con la judicatura. Allí queda la figura patética del juez Salvador Martínez Rojas y otros abogados y periodistas.
Tan bien organizados estaban los profesionales del asalto a mano armada que llevaban uniforme azul. Y automóviles azules. Con grandes letras y números.
Y el gendarme, en todas las épocas, en todos los países, es el representante más inmediato del Poder. El policía de la esquina, el patrullero, es el contacto más a la mano del Estado con el ciudadano. Probablemente sea la única relación viva, personal, entre gobernante y gobernados. ¿Se tiene en México un sentimiento de protección al ver a un policía, o de terror?
La novela roja, es decir, la novela policiaca mexicana, por lo menos en su forma tradicional, sería impensable en un ámbito real como el que se exhibe en Lo negro del Negro Durazo, escrito en 1983 por el policía José González. Ninguna ficción, ninguna novela Criminal mexicana, ha revelado tantas zonas desconocidas de la justicia en México como el libro de González. Sin proponérselo, el ex agente de Durazo ha confeccionado una de las novelas criminales sin ficción más fantásticas que se hayan escrito entre nosotros.
Más que “policiaca” habría que decir novela “criminal”. Y es que no todas las ficciones en las que hay un crimen y un asesino son policiacas (aunque los asesinos pueden ser los policías), sobre todo si no hay investigación. Lo que sí es común a todas, como la llamada en Francia “novela negra”, es el crimen. ¿Por qué habrían de ser policiacas las novelas de Patricia Highsmith?
Lo que quiero decir es que la novela “policiaca” mexicana no puede tener verosimilitud si no se desarrolla en un ambiente como el que describe José González: el verdadero territorio de nuestra cultura criminal. No se puede inventar y echar a andar a un investigador mexicano como si viviera en Londres o en Nueva York porque en México el hampa es la policía, el crimen se encuentra en el seno mismo del poder judicial, en los ministerios públicos, en los jueces, y no se diga en los agentes uniformados.
Sería impensable, pues, la novela policiaca convencional en un mundo de horror como el que deja ver José González, a no ser que se suelte la violencia abierta –demencialmente como en los cuentos del brasileño Rubem Fonseca, que sin piedad traslada a la narrativa la masacre cotidiana de Río de Janeiro—, o se invierta el papel consabido del protagonista clásico y sea el criminal –como en la vida real mexicana— la policía delincuente.
Puede tener el Estado retenidas, enjauladas, a sus diferentes policías, a sus grupos paramilitares o de “zorros”, a sus servicios de “inteligencia”, a sus brigadas blancas, a sus direcciones federales de seguridad, a sus policías judiciales del estado, constitucionales o anticonstitucionales o inconstitucionales. Y las puede soltar a voluntad. Como quien suelta a su bestia enjaulada. Pero cuando ya no las controla, ¿quién gobierna?
M, la película de Fritz Lang, habla de esta contrapartida del poder, de un caso en que el Hampa asume la ejecución de funciones reservadas al Estado, como las de la “violencia legítima” y la impartición de la “justicia”. Pero M, esa profunda reflexión sobre la convivencia civil, fue hecha a tres años de la asunción del fascismo, poco antes de que Hitler tomara el poder.
Espeluznante, abracadabrante, escalofriante, deprimente, como para ponerse a llorar, como para ponerse a pensar que este país es un chiste y la “renovación moral” una broma macabra o de mal gusto, revulsiva, resulta el testimonio del confeso asesino que gana dinero por contar su historia. Grave también, muy grave, la posible caricatura que los seis años del Negro Durazo sean del sistema priísta: el riesgo monárquico de colocar en el trono a alguien inapropiado, a un retrasado mental, por ejemplo, y la obligación de soplárnoslo seis años, la dudosa traducción de la voluntad popular a través del método priísta. Ésa es la tragedia de nuestra ilegitimidad y del voto falso.