Wednesday, September 06, 2006
La señora James
Si a alguien se debe la actual reivindicación de la novela enigma es sin duda a la novelista inglesa Phyllis Dorothy James, nacida en Oxford en 1920 pero avecindada en Cambridge buena parte de su juventud y últimamente en Londres. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó para la Cruz Roja, luego en una oficina de la seguridad social británica, y en 1968 se incorporó al departamento de policía del Ministerio del Interior, donde adquirió sus profundos conocimientos de metodología policial y de medicina forense.
Ya se ha de imaginar el lector por dónde tira la señora P.D. James, a cuya rica imaginación se debe el éxito de novelas traducidas a más de diez idiomas como No apto para mujeres, Sangre inocente, Sabor a muerte, Muerte de un testigo, Mente criminal, Mortaja para un ruiseñor y La torre negra. Se inscribe en la más convencional tradición, o en la convención clásica, del género policiaco. Sus historias parten de un misterio: uno o varios asesinatos y a partir de allí, de esa incógnita (como en el sistema que instauró Edgar Allan Poe, reelaboró Wilkie Collins, perfeccionó Arthur Conan Doyle y consumió hasta el infinito Ágata Christie), empieza a desmadejarse la madeja. Sucede con sus novelas lo que dice Roger Caillois que pasa con toda novela policiaca, es decir: que empiezan por el final, al contrario de las lineales novelas de aventuras o los cuentos para niños. La conclusión de la tragedia está en la primera página. Sólo falta contar cómo se llegó a ese punto final de la vida. Y nada de novela negra, nada de denunciar el sistema de justicia imperante, nada de desmontar los “mecanismos del poder”. Sólo la elegancia en la exposición, el buen gusto y el sentido del humor. La señora James no nació ayer a las cuatro de la tarde y sabe que el inconmovible Poder se ríe de la literatura, o mejor: no sabe que existe.
En Muerte de un testigo el crimen y su investigación tienen lugar en el escenario de un laboratorio de investigación criminológica. El muerto y los sospechosos son expertos en dilucidar enigmas y cuando el inspector Dalgliesh se presenta en el teatro de los acontecimientos no puede evitar la sensación de que está vendiendo cajetas en Celaya. Todos: el perito en documentos, el químico, el médico forense, tienen las mejores coartadas. Cuando Dalgliesh va, ellos ya vienen.
La señora James no va al grano. Se demora demasiado en descripciones (de un altar, de una iglesia, de un edificio victoriano: le da mucho por la historia de la arquitectura) que la llevan sin dificultad a las 700 cuartillas. Entre uno y otro interrogatorio, entre una confrontación y otra, introduce párrafos descriptivos que en su elegante inglés no deben estar mal… Dicho sea esto no en su desdoro, pues sin esas “dilataciones” sus novelas quedarían reducidas a una trama desnuda, sintética, a la Agatha Christie, y sin el sabor y el ambiente que dan sus penetrantes e insólitas observaciones, como cuando entre un diálogo y otro desliza: “La gente, como los países, necesita a alguien más débil; y más vulnerable, a quien poder tiranizar y despreciar.”
Cuando el 6 de octubre de 1986 la revista Time le dedicó su portada, la señora James dijo que se levanta a las siete de la mañana y que escribe entre 9 y 12 del día unas cinco cuartillas. Añadió que muchas veces, compone el último capítulo antes de terminar el manuscrito porque todas las partes deben ajustarse al final. Luego dicta los capítulos terminados a una grabadora y se los manda a una mecanógrafa. “Al principio estaba muy obsesionada con la muerte. Ahora estoy fascinada”, dijo. Y en efecto, P.D. James cree que el asesinato es un tipo de crimen que contamina y cambia la vida de todos aquellos que entran en contacto con él. El asesinato, el cadáver de un ser humano asesinado es una suerte de “centrifugación de la realidad”: el círculo de tensión, el perímetro a partir del cual emana una culpabilidad para todos: un punto desde el cual se desprenden unas ondas circulares como las de la clásica piedra que se arroja en un lago: ondas de suciedad y degradación para todos, inocentes y culpables. Náuseas.
Por lo demás, el comandante de Scotland Yard, Adam Dalgliesh, es poeta. Aunque hace mucho que no ejerce, todavía es capaz (como advirtió alguien en The Times Literary Suplement) de citar a Crabbe ante un cadáver, encontrar referencias a Platón en las cartas de un muerto, distinguir lo malo y lo bueno en D.H. Lawrence o glosar una opinión de Jean—Paul Sartre.
No faltó quien le reprochara a la señora James que el inspector es demasiado intelectual, frío, distante.
“—Sí –dijo ella—, tal vez. Pero es el tipo de hombre que a mí me parece interesante.”
Y a veces Dalgliesh actúa como periodista: “Había dicho muy poca cosa, formulando unas preguntas breves aparentemente desconectadas de la línea de investigación. Pero Lampart, y ésa era la intención del jefe, se había sentido invitado a decir muchas cosas, incluso demasiadas.” Trabaja como entrevistador, sin saberlo tal vez.
Uno se lo imagina como a Albert Finney, no sé por qué. Sus colegas decían: “Es un hijo de puta, pero es justo.”
Kate, el personaje femenino, no su asistente: su compañera de trabajo, le dice en cierto momento, al final de Sabor a muerte:
—Me agradó la sensación de controlar la situación, de que estábamos llegando a alguna parte. ¿Representa esta pregunta una crítica, señor?
—No –contestó Dalgliesh—. Nadie entra en la policía si no obtiene cierto placer del ejercicio del poder. Y a la brigada de homicidios no se incorpora nadie que no tenga cierta afición a la muerte. El peligro comienza cuando el placer se convierte en un fin en sí mismo. Entonces llega la hora de ponerse a pensar en otro tipo de actividad.
Ya se ha de imaginar el lector por dónde tira la señora P.D. James, a cuya rica imaginación se debe el éxito de novelas traducidas a más de diez idiomas como No apto para mujeres, Sangre inocente, Sabor a muerte, Muerte de un testigo, Mente criminal, Mortaja para un ruiseñor y La torre negra. Se inscribe en la más convencional tradición, o en la convención clásica, del género policiaco. Sus historias parten de un misterio: uno o varios asesinatos y a partir de allí, de esa incógnita (como en el sistema que instauró Edgar Allan Poe, reelaboró Wilkie Collins, perfeccionó Arthur Conan Doyle y consumió hasta el infinito Ágata Christie), empieza a desmadejarse la madeja. Sucede con sus novelas lo que dice Roger Caillois que pasa con toda novela policiaca, es decir: que empiezan por el final, al contrario de las lineales novelas de aventuras o los cuentos para niños. La conclusión de la tragedia está en la primera página. Sólo falta contar cómo se llegó a ese punto final de la vida. Y nada de novela negra, nada de denunciar el sistema de justicia imperante, nada de desmontar los “mecanismos del poder”. Sólo la elegancia en la exposición, el buen gusto y el sentido del humor. La señora James no nació ayer a las cuatro de la tarde y sabe que el inconmovible Poder se ríe de la literatura, o mejor: no sabe que existe.
En Muerte de un testigo el crimen y su investigación tienen lugar en el escenario de un laboratorio de investigación criminológica. El muerto y los sospechosos son expertos en dilucidar enigmas y cuando el inspector Dalgliesh se presenta en el teatro de los acontecimientos no puede evitar la sensación de que está vendiendo cajetas en Celaya. Todos: el perito en documentos, el químico, el médico forense, tienen las mejores coartadas. Cuando Dalgliesh va, ellos ya vienen.
La señora James no va al grano. Se demora demasiado en descripciones (de un altar, de una iglesia, de un edificio victoriano: le da mucho por la historia de la arquitectura) que la llevan sin dificultad a las 700 cuartillas. Entre uno y otro interrogatorio, entre una confrontación y otra, introduce párrafos descriptivos que en su elegante inglés no deben estar mal… Dicho sea esto no en su desdoro, pues sin esas “dilataciones” sus novelas quedarían reducidas a una trama desnuda, sintética, a la Agatha Christie, y sin el sabor y el ambiente que dan sus penetrantes e insólitas observaciones, como cuando entre un diálogo y otro desliza: “La gente, como los países, necesita a alguien más débil; y más vulnerable, a quien poder tiranizar y despreciar.”
Cuando el 6 de octubre de 1986 la revista Time le dedicó su portada, la señora James dijo que se levanta a las siete de la mañana y que escribe entre 9 y 12 del día unas cinco cuartillas. Añadió que muchas veces, compone el último capítulo antes de terminar el manuscrito porque todas las partes deben ajustarse al final. Luego dicta los capítulos terminados a una grabadora y se los manda a una mecanógrafa. “Al principio estaba muy obsesionada con la muerte. Ahora estoy fascinada”, dijo. Y en efecto, P.D. James cree que el asesinato es un tipo de crimen que contamina y cambia la vida de todos aquellos que entran en contacto con él. El asesinato, el cadáver de un ser humano asesinado es una suerte de “centrifugación de la realidad”: el círculo de tensión, el perímetro a partir del cual emana una culpabilidad para todos: un punto desde el cual se desprenden unas ondas circulares como las de la clásica piedra que se arroja en un lago: ondas de suciedad y degradación para todos, inocentes y culpables. Náuseas.
Por lo demás, el comandante de Scotland Yard, Adam Dalgliesh, es poeta. Aunque hace mucho que no ejerce, todavía es capaz (como advirtió alguien en The Times Literary Suplement) de citar a Crabbe ante un cadáver, encontrar referencias a Platón en las cartas de un muerto, distinguir lo malo y lo bueno en D.H. Lawrence o glosar una opinión de Jean—Paul Sartre.
No faltó quien le reprochara a la señora James que el inspector es demasiado intelectual, frío, distante.
“—Sí –dijo ella—, tal vez. Pero es el tipo de hombre que a mí me parece interesante.”
Y a veces Dalgliesh actúa como periodista: “Había dicho muy poca cosa, formulando unas preguntas breves aparentemente desconectadas de la línea de investigación. Pero Lampart, y ésa era la intención del jefe, se había sentido invitado a decir muchas cosas, incluso demasiadas.” Trabaja como entrevistador, sin saberlo tal vez.
Uno se lo imagina como a Albert Finney, no sé por qué. Sus colegas decían: “Es un hijo de puta, pero es justo.”
Kate, el personaje femenino, no su asistente: su compañera de trabajo, le dice en cierto momento, al final de Sabor a muerte:
—Me agradó la sensación de controlar la situación, de que estábamos llegando a alguna parte. ¿Representa esta pregunta una crítica, señor?
—No –contestó Dalgliesh—. Nadie entra en la policía si no obtiene cierto placer del ejercicio del poder. Y a la brigada de homicidios no se incorpora nadie que no tenga cierta afición a la muerte. El peligro comienza cuando el placer se convierte en un fin en sí mismo. Entonces llega la hora de ponerse a pensar en otro tipo de actividad.