Tuesday, September 05, 2006

 

La épica de la droga

Ni los periodistas ni los novelistas y ni siquiera los cineastas son los que realmente están contando la verdadera historia de nuestra criminalidad, tampoco los poetas y muchísimo menos los eruditos narcotraficólogos como Sergio García Ramírez, sino los trovadores: primero, Los Alegres de Terán y Ramón Ayala; ahora, Los Tigres del Norte.
Una lírica, o mejor: una épica de la droga es lo que desde 1971 han venido haciendo los hermanos Jorge, Hernán y Raúl Hernández, su primo Óscar Lara y su amigo Guadalupe Olivo, mejor conocidos como Los Tigres del Norte. Residentes actualmente en los Ángeles.
—¿Y de dónde son los cantantes?
—De Rosa Morada, Sinaloa, mi estimado Federico.
El tipo de anécdota que cuentan en su más censurado disco Corridos prohibidos tiene que ver con la historia íntima del narcotráfico, al margen de cualquier consideración moral o política, como en las mejores novelas negras. Los trovadores asumen el punto de vista del criminal o están de su lado o se expresan desde la voz de las clases subordinadas, las mismas que no tienen acceso a la prensa, a la televisión ni, por supuesto, a los oídos de los gobernantes.
Alejandro Gutiérrez escribe el 2 de agosto de 1993 en la revista Proceso, por ejemplo, que en Chihuahua la delegada de la PGR, Teresa Jardí, solicitó a todas las estaciones de radio eliminar de los programas los corridos que se refieren a drogas y a narcos. ¿Por qué? “Porque alientan la subcultura del narcotráfico, la pérdida de los valores y la violencia, por imitación”, según Teresa Jardí.
No todas las radiodifusoras se plegaron a la censura “porque esa música es la que más éxito tiene”, desdeñando así el temor oficial de que los corridos “convierten en líderes o héroes a los narcotraficantes”.
Sin embargo, en la ciudad de Chihuahua, informa Alejandro Gutiérrez, sí se prohibió en la radio el corrido compuesto por Los Plebeyos que narra el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas:
Guadalajara se encuentra
todita llena de luto.
Mataron al cardenal
nadie sabe, nadie supo.
Quesque fue una confusión
nadie se traga ese truco.
Un 24 de mayo
lunes tan negro ese día
sonaron cuernos de chivo
y en la plena luz del día
Jesús Posadas Ocampo
y su chofer se morían.
La bronca era entre narcos
informó la Federal.
Once balazos le dieron
miren qué casualidad.
Dicen que lo confundieron
con Joaquín el Chapo Guzmán.
La continuista Verónica González, de Radio Ciudad Madera, dice que estos corridos “son los que más se programan, por aclamación de los radioescuchas”. Alejandro Gutiérrez comenta:
Ciertamente algunos corridos exaltan a los narcotraficantes, y existen informes de que muchas veces los delincuentes han mandado hacer sus narcocorridos para quedar registrados en la historia como héroes, y escasean [por la censura radiofónica] las notas de El temible cuerno de chivo, Rafael Caro Quintero, Entre yerba, polvo y plomo, Carga ladeada, La banda del carro rojo y El rey de la morfina, que presentan algunos rasgos laudatorios de la actividad, pero junto con estos hay otros como La pizca de la manzana, de Los Trovadores del Campo, que incluso exaltan la labor policiaca o son meros registros históricos.
Pero la venta de cassettes aumenta en Sinaloa, Sonora, Baja California, Chihuahua, Tamaulipas. “Aquí todos los días se venden por montones, y es que esos corridos se bailan requete suave”, confiesa Yolanda Arvizu, dependienta de una disquera al mayoreo.
Buena parte de las historias suceden entre Sinaloa y el estado de la Sierra Madre, ese territorio imaginado por Azucena Rascón y que tanta falta nos hace en nuestra geografía política: mitad Sonora y mitad Chihuahua, es decir: el corazón de la sierra. Hay una canción, “R—Uno”, alusiva al famoso sembrado de Búfalo, Chihuahua, y a Rafael Caro Quintero. Otros personajes, como Arnulfo González, Ramiro Sierra y Valentín Félix, comparecen asimismo en tragedias de abigeato y minería. En “El Espinazo del Diablo” el pleito es justamente por una mina de uranio.
Seis de las doce canciones de Corridos prohibidos (las mejores, por cierto) son de Paulino Vargas, el autor de “La banda del carro rojo” y “Contrabando”, que hace ya muchos años, en 1975, formaban parte del repertorio de Los Alegres de Terán, los primeros en incursionar en la lírica del narcotráfico. ¿O habría que decir épica?
En “La mafia muere” se escuchan Los Tigres del Norte: Culiacán capital sinaloense/ convirtiéndose en el mismo infierno/ fue testigo de tantas masacres/ cuántos hombres valientes murieron/ unos grandes que fueron del hampa/ otros grandes también del gobierno.
A los pilotos aviadores –como aquel Manuel Atilano Escandón que estrelló su avión contra la sierra de Sinaloa junto con los soldados que lo custodiaban en pleno vuelo para no seguir siendo torturado— también se les da su crédito en estas historias de gesta. Es el caso de “El zorro de Ojinaga” a quien se quiso derribar cuando volaba su Cessna sobre el cielo de Arizona.
Sinaloenses al fin y al cabo, Los Tigres del Norte –dirigidos artísticamente por Enrique Franco— hacen una excepción en sus cuentos narcotraficosos y le dedican un corrido a Héctor “El Gato” Félix Miranda, el periodista del semanario Zeta que fue asesinado a escopetazos en abril de 1988 en Tijuana. Este homenaje (corrido que, por cierto, está prohibido en las radiodifusoras de Tijuana) empieza así: Voy a cantar un corrido de alguien que yo conocí/ periodista distinguido por su pluma era temido/ desde Tijuana a Madrid./ Le decían el Gato Félix porque se le oía decir/ que era como los felinos/ que tenía siete destinos/ y los tenía que cumplir.
Y como los periódicos no pueden mencionar a su homicida intelectual, los Tigres optan –aludiendo a los guaruras del Hipódromo de Agua Caliente— por la indirecta:
De una forma traicionera
le llegó al Gato el final
y de una vez y de a de veras
en caballo de carreras
la muerte corrió a ganar.
Historias, al fin, que en los pueblos se conocen, desde el chamaco que se va y no vuelve sino años más tarde en una lujosa suburban, con botas vaqueras de 500 dólares y muchos billetes verdes, hasta la anécdota del hijo de la vecina que está en la cárcel de San Diego.
—Porque no hemos hablado de la onda de las prisiones gringas –dice el Titi Mendoza—, cómo están las conexiones, cómo se hacen, cómo la ven, cómo la viven los mexicanos, que se mueren de la risa y se burlan de todo el mundo. La cárcel es un hotel de lujo para ellos. No hay vergüenza carcelaria. Comen a toda madre. Aprenden inglés, que es muy importante: la onda del aprendizaje. Ellos ya se dieron cuenta. Aprendes un oficio. Te haces zapatero. Te haces electricista. Eso se valora mucho.
Dicen las viejas del pueblo:
—Allá está el Cesarón Guevara en la Tuna, Arizona. Está muy contento, el cabrón. Fueron a verlo. Está muy gordo. Pidió tortillas de harina el cabrón vaquetón. Está aprendiendo técnico en refrigeración.
—Llegan todos los mensajes –añade el Titi—. Pasan por el pueblo, por la báscula social y no hay fijón: no hay discriminación, no hay desprecio, no hay marginación social como se margina a un ladrón o a una puta. No la hay cuando caes en una prisión mexicana, menos la hay si es una prisión gabacha.
—Allá están los muchachos.
—Ay, qué bueno –dicen las viejas: la mamá, las tías, las hermanas—. Ay, qué bueno. Voy a descansar unos meses. De perdida sé dónde está el cabrón.
Así dicen.
—Ya no ando con el Jesús en la boca, de que me lo vayan a matar en la zona. Qué bueno, qué bueno que está en el bote. Allá que se esté quieto una temporada.
Y ya se queda la mamá muy a gusto.
Empieza a dejar de ser cierto, pues, que el tema del narcotráfico en México ha sido recreado únicamente por los cantantes de corridos y por algunos “cineastas” de quinta categoría, como los galanes de Huatabampo. Víctor Hugo Rascón nos ha permitido apreciar en una obra de teatro, Contrabando, cuáles han sido los efectos de la cultura de la droga en una comunidad de la sierra tarahumara. Elmer Mendoza, en sus libros de cuentos Trancapalanca y Cada respiro que tomas, ha conseguido relatar en sinaloense cómo ha sido la percepción que desde abajo del poder han tenido las clases subordinadas. Ahora, en un estudio elaborado en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, Luis Astorga asume el análisis sociológico del narcotráfico en el corrido norteño.
En su estupenda y rigurosa investigación, Mitología del “narcotraficante” en México, Luis Astorga –de 43 años, originario de Culiacán— sostiene que desde el punto de vista gubernamental
el tráfico de drogas es una actividad ilícita; desde la perspectiva de los traficantes y de quienes dependen de ellos, según los corridos, es una forma de vida en la que ésta se pone en juego. Para algunos es una elección, para otros una segunda naturaleza. Para quienes se arriesgan y tienen éxito jugando en ambos bandos –en el de los judiciales y el de los contrabandistas— significa riqueza, poder e impunidad, pues cosechan las ventajas de los dos campos.
Las reflexiones del sociólogo parten de ciertas teorías jurídicas y de administración pública, informaciones históricas, y la letra misma de los corridos en la que trata de discernir una realidad portadora de nuevos sentidos y de una no menos novedosa producción simbólica: “Los corridos de traficantes han sido y siguen siendo sublimación y mitificación de una forma de vida, pero también objeto de censura. Aquí nos interesan como documento sociológico y mitológico.”
El cultivo, el tráfico y el consumo de ciertas plantas y algunos de sus componentes han sido abordados desde dos formas dominantes de intervención que privilegian la salud o el aspecto jurídico—policiaco: “cuerpo físico y cuerpo social sanos, como necesarios para el mantenimiento del orden y el logro del bien común”, afirma Astorga en su composición de lugar. Pero además, dice, en los últimos años el Estado mexicano ha venido considerando este fenómeno social y delictivo como una cuestión de seguridad nacional y su persecución como una “razón de Estado”.
Otro punto de partida teórico de Luis Astorga concierne a la moral impuesta desde las instituciones del poder y al contenido ideológico que conforma los preceptos del derecho penal. Las nociones de “bueno” y “malo”, de “normal” y “anormal”, o la presunción criminológica del “carácter patológico del crimen”, operan en la práctica de la procuración de justicia formal como justificaciones tendientes a preservar el interés general de la sociedad, el bien común, por encima de los intereses particulares. Sin embargo, el investigador profundiza en las “creaciones sociales” o en las producciones conceptuales que, de signo contrario, se dan tanto en las clases dominantes como en las subalternas. Lo que para unas es moralmente negativo para otras es normal y no comporta una consecuencia perjudicial para nadie.
Después de los tramos estrictamente teóricos de Mitología del “narcotraficante” en México, el lector entra en una zona más amena de lectura, como cuando el sociólogo se demora en las minucias del lenguaje con el que, desde la óptica de los compositores de corridos, se manifiesta el mundo y la vida de los traficantes: los corridos como una especie de retraducción oral de lo visible (autos, armas, vestimenta, gestos) y sus “tímidas referencias elípticas y eufemísticas”.
Si la visión gubernamental está forjada por policías, abogados, políticos, académicos o periodistas, la otra cara de la historia está dada por los compositores de los corridos –Fiden Astor, Paulino Vargas, Ángel González, Reinaldo Martínez, Caros Meli— que reflejan tanto el mundo de valores de los delincuentes como el de los policías, como si a través de una asimilación inconsciente ambos mundos fueran uno y el mismo. De los corridos se deduce una lírica pero también una épica: el relato de las gestas, las hazañas de quienes sobreviven a salto de mata fuera de la ley: “Son una especie de memoria histórica y códigos de orientación ética para quienes se dedican a esta actividad… narran sus epopeyas y las luchas entre los héroes y los villanos, categorías que no corresponden a las de las versiones gubernamentales.”
El tipo de mercado al que los compositores se dirigen (norteños de origen rural), y con el que se identifican, parece ser el que los ha hecho reproducir en canciones lo que los propios traficantes (formados en el mismo universo social) escribirían probablemente de ellos mismos. El equivalente del intelectual orgánico para los traficantes, escribe Luis Astorga, sería el compositor de corridos, “verdadero creador de mitos constitutivos de su visión del mundo, su filosofía, su odisea social, su forma de vida, de la transmutación del estigma en emblema”.
Por lo menos desde la primera mitad de los años sesenta, añade Astorga, en el norte y el noroeste mexicanos, el bandido—héroe de otras épocas ha sido desplazado por el traficante—héroe, pero no completamente, pues la vía de su presentación mítica –el corrido norteño y la tambora sinaloense— muestra aún huellas de convivencia de ambas categorías, a veces asimiladas o indiferenciadas. Como ejemplo Astorga reproduce la letra de corridos dedicados tanto a traficantes como a policías, tanto a Miguel Ángel Félix Gallardo y Rafael Caro Quintero, como a Florentino Ventura y Javier Coello Trejo.
Y cita a Jacobo Delavuelta, quien en 1930 advirtió que el corrido “entrega la nota informativa popular: es un estupendo noticiero que cuenta con la colaboración de un ejército de poetas anónimos que llevan, versificados, los relatos de los asuntos públicos”.
Hay una subcultura, pues, en el mundo del narcotráfico mexicano, con su propia legalidad ética y estética. Algunos de los personajes aludidos en los corridos –cantados por Los Tigres del Norte, Los Alegres de Terán, Ramón Ayala y Los Bravos del Norte, Los Cadetes de Linares, Carlos y José, et al– se viven como bandoleros sociales que resucitan el mito de Robin Hood. Su conducta, registrada y celebrada en los corridos, es un desafío pero también es una protesta: un disgusto cínico y no pocas veces alegre y relajiento, de risotada loca, contra la sociedad mexicana y su gobierno.
A pesar de que obraban en su favor los atenuantes de “ignorancia, extrema pobreza y marginación”, 200 trabajadores empleados en Sinaloa “a cien mil pesos” diarios en un secadero de mariguana, fueron detenidos en 1991 por haber delinquido “contra la salud”.
Muchos de los arrestados eran menores de edad y realizaban tareas de empaque, secado y deshebrado de la “maldita” hierba. Los cinco mil metros cuadrados del secadero fueron descubiertos en la sindicatura de Pericos, municipio de Mocorito, a 45 kilómeetros de Culiacán, por la brecha de terracería que comunica los poblados de Rancho Viejo y Los Coyotes.
En esa comarca no es nueva la siembra de mariguana ni el cultivo de la amapola. Todo empezó cuando en el momento más álgido de la Segunda Guerra Mundial –cuando los gringos se andaban matando con los japoneses en los mares y las islas del Pacífico— los gobiernos mexicano y estadunidense acordaron de manera no escrita que en Sinaloa se cultivara la materia prima de la morfina (y del opio, aquí entre nos).
Luis Astorga hace un poco de historia. “Sin distinciones morales ni jurídicas entre policías y contrabandistas”, antes de entrar en materia Astorga realiza una estupenda composición de lugar histórica sobre los antecedentes del fenómeno.
Independientemente de la postura ética personal de cada quien ante el tráfico de heroína y mariguana, piensa Astorga, no hay que ignorar los fundamentos históricos de la “leyenda negra” o el “mito” de la “cultura de la droga” en el noroeste del país. Por lo menos hay que intentar responder a los interrogantes más obvios: Si el financiamiento y el saber—hacer (la técnica) vinieron de afuera y los campesinos empezaron a sembrar parcelas pequeñas, ¿cómo empiezan a destacar en el mundo del tráfico de plantas prohibidas ciertos individuos de la localidad? ¿Sembraban más que otros? ¿Era mayor su capacidad empresarial? ¿Cómo se va constituyendo una cultura serrana que integra una actitud positiva hacia el cultivo y tráfico de amapola y mariguana, un saber—hacer que se transmite de padres a hijos, una solidaridad que permite hacer frente a los representantes del Estado al tiempo que posibilita el surgimiento de empresarios de la droga, hoy famosos e inmortalizados en corridos?
Los orígenes históricos del narcotráfico en Sinaloa son tan inciertos como pueden serlo las leyendas que corren de boca en boca, de generación en generación. Herberto Sinagawa, el historiador sinaloense, afirma que los chinos llegaron a Sonora y Sinaloa huyendo de las difíciles condiciones de vida que conocieron en las minas de cobre de Santa Rosalía, Baja California Sur, explotadas por la Compagnie du Boleo desde 1885. Algunos entraron en Sonora por Guaymas y otros en Sinaloa vía Playa Colorada, municipio de Angostura. “Ellos trajeron la semilla de la amapola, la sembraron en sus huertos y el producto lo destinaron para su uso personal. […] La mayoría se encerró en sus sórdidas madrigueras para satisfacer un vicio muy arraigado que se transmitía de padres a hijos en la patria lejana y pobre.” Décadas después el cultivo de la amapola se hizo ya con fines de comecialización ante una demanda cada vez más fuerte por la Segunda Guerra Mundial (los soldados norteamericanos en Europa y en el Pacífico necesitaban grandes cantidades de morfina). Ciertos chinos asesoraron a campesinos sinaloenses pobres para la explotación en grande de la amapola. Los lugares donde se concentró su cultivo fueron las zonas serranas.
Un funcionario estadunidense, representante del Departamento del Tesoro en México, afirmó en los años cuarenta que los chinos habían empezado la producción de opio hacia 1925, pero que los mexicanos controlaban ya (en 1943) el 90 por ciento de las operaciones.
El desaparecido abogado badiraguatense Raúl Valenzuela Lugo, cuenta Luis Astorga, solía decir que entre 1940 y 1950 podía observarse una intensificación del cultivo de la amapola en Badiraguato, debido a la Segunda Guerra Mundial y a la necesidad de Estados Unidos de abastecerse de heroína. Atribuía la técnica para el procesamiento del opio a un chino radicado en Jesús María –municipio de Culiacán, pero en los límites con el de Badiraguato—, quien después se trasladó a Santiago de los Caballeros para transmitirla a otras personas.
Un ciudadano entrevistado por Astorga en Badiraguato recuerda haber visto por primera vez una planta de amapola cuando tenía alrededor de 7 años, es decir, hacia 1940. Su padre sembraba y él le ayudaba a transportar la goma de opio en botes mantequeros, que bajaba con una soga al barranco donde se rayaban los bulbos de la planta. Dice que el gobierno no es consistente en su política contra las drogas, pues en ocasiones los mismos militares proponían a los campesinos que sembraran: el 50 por ciento para ellos y la otra mitad para los cultivadores. Prosiguió el simulacro del combate oficial al cultivo y luego, durante el gobierno de Toledo Corro, los mismos militares y judiciales escoltaban los cargamentos, dice. La misma relación de complementariedad del ejército y los sembradores de amapola se dio en Sonora en los años 1938 y 1939.
Según el profesor Humberto Valenzuela Álvarez, ex presidente municipal de Badiraguato, un tal chino Amarilla radicado en Jesús María y asociado con estadunidenses del hampa o del gobierno, encontró en el microclima de Santiago de los Caballeros la zona ideal para el cultivo. Recuerda que cuando tenía alrededor de 6 años (nació en 1941) en el camino entre San Javier de Abajo y Rancho Viejo “había unos plantíos de flores de colores muy bonitas; ésa fue la primera impresión que tuve de la siembra de la amapola, a la orilla del camino”. Después supo que en aquellos tiempos hubo ciertas oportunidades: ya sea por determinada gente del gobierno, por compromisos o convenios, se permitió que se sembrara. Aunque no tiene noticia de algún convenio oficial entre México y Estados Unidos, el hecho mismo de que en los patios y los cercos alrededor de las casas se consintiera la siembra le hace pensar que sí hubo algún arreglo.


El segundo cuento de Historias conversadas, de Héctor Aguilar Camín, se titula “Pasado pendiente” y la acción de la memoria, por parte de uno de los dos interlocutores del relato (que a Aguilar Camín le contó Gilberto Guevara Niebla), tiene lugar en Mazatlán y la sierra sinaloense durante la Segunda Guerra Mundial y después.
Militares y funcionarios norteamericanos –cuenta un personaje conocido como El Fincho, camarada del papá de Guevara Niebla— vienen a iniciar la siembra en grande de la amapola que en la sierra se da de manera silvestre. Necesitan morfina para el ejército en el Pacífico porque la guerra ha cortado el abasto de Turquía. “En esa época empiezan a llegar a Mazatlán unos gringos que los trae para un lado y otro el gobernador, luego el comandante de la zona militar.”
Durante un año el gringo Willy Billy y su socio mexicano andan sembrando cuanta cañada y precio libre encuentran. Hablan con los campesinos y les reparten dinero por adelantado. Riegan toda la sierra de dólares y amapola, de pequeños laboratorios rancheros, muy rudimentarios, para obtener la goma que envían a Los Ángeles. Todo muy sigiloso: se trataba de un acuerdo bajo cuerda entre el gobierno gringo y el mexicano, que pone como condición que no se haga escándalo, que todo sea discreto y a la sombra.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial con el bombazo sobre Hiroshima los gringos regresan a San Diego y el gobernador de Sinaloa quiere que en la sierra se queme y arrase todo lo que se había sembrado. “Qué iban a querer quemar los labriegos si habían vivido como sultanes durante los últimos cuatro años. Y qué iban a querer entender los sardos, si a ellos lo único que les interesaba era la mariguana.”
Poco después de concluida la guerra, Willy Billy –quien se ha salido del army y se ha iniciado en la iniciativa privada: burdeles, casas de juego, máquinas traganíqueles— vuelve a Mazatlán: trae un adelanto de cien mil dólares para reiniciar la siembra de la amapola. A él y a su socio mexicano los reciben como dioses en la sierra. No hay pueblo que no celebre el reinicio de actividades y antes de un año “tienen la sierra en la bolsa y hay amapola que es una chulada dondequiera que uno ponga la vista”.

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