Wednesday, September 06, 2006

 

La máscara de Dimitrios

Educado en la Universidad de Londres, y nacido en la misma ciudad en 1909, Eric Ambler se inició como aprendiz de ingeniero y redactor de publicidad antes de dar a conocer, a los 27 años, en 1936, su primera novela, Las fronteras sombrías. Sin ser el mejor de sus libros, esta obra primeriza dio un respiro a la novela de espionaje que se venía produciendo entre las dos guerras mundiales. La actitud del narrador mantenía un tono de desaliento y una desconfianza fundamental ante el trágico mundo del espionaje.
A partir de los 30 años, cuando publica su novela más fascinante: La máscara de Dimitrios, Eric Ambler sigue reafirmando su prestigio con Motivos de alarma, Epitafio para un espía, Insólito peligro y Viaje al miedo. Graham Greene reconoce que Ambler “es sin duda alguna nuestro mejor autor de novelas de suspense”. Sólo hasta 1970 escribiría La conspiración Intercom, en la que elimina mediante la muerte a aquel historiador y novelista policiaco que utilizó como personaje narrador en La máscara de Dimitrios: Charles Latimer.
Por su época, sus primeras obras se ubican en los preámbulos del fascismo en Europa, en los años 30. Sus relatos parten de elementos que la realidad estaba ya aportando. Se avizoraba la amenaza de la Alemania nazi y la formación del eje Roma—Berlín. Sus libros empiezan siempre con un asunto que esconde otras tramas más turbias y escabrosas. Sus personajes suelen ser periodistas, historiadores, escritores, es decir: indagadores, inquisidores, que se ven inmersos en situaciones límites por razones de patriotismo o del azar, cuando no por simple, irresistible, curiosidad. Sucede así en Una especie de furia, donde un corresponsal de prensa se enamora de una mujer a quien debe entrevistar en la clandestinidad y que ha estado relacionada con un miembro del gobierno de Irán y con revolucionarios kurdos.
Eric Ambler se benefició de la dignidad que a la novela de espionaje infundió Somerset Maugham. Por segunda vez en lo que iba del siglo un narrador de gran talla incurría en la literatura de espías. Era una forma de incorporar en la trama la política y, veladamente, una meditación sobre el mundo que se estaba viviendo. Ambler introdujo una nota de neutralidad en sus historias, dándole a entender al lector que en el espionaje un lado era realmente tan malo como el otro y que los espías no sólo eran antiheroicos sino muy a menudo seres de poca importancia y de aspecto desagradable: hombres de personalidad policiaca y persecutoria, narcisistas empeñados en cambiar el rumbo de la historia, adictos al peligro y al juego del azar. En otras palabras: los agentes no eran patriotas admirables, sino asesinos contratados. En un sentido didáctico, Ambler no se proponía ser premonitorio, pero sus novelas coincidieron con la realidad más tarde y disiparon el poco romanticismo que a los espías se les podía consentir:
Un buen espía puede ser bravo, diestro y leal. Pero tales atributos, por sí solos, no aseguran el éxito. Tiene que poseer también un carácter muy enérgico. La del espía es una actividad solitaria y, muy a menudo, deprimente. Sus amistades han de ser enfocadas cautelosamente desde el punto de vista profesional. Sus apetitos y debilidades, hasta los más insignificantes, deben ser rígidamente controlados. Ha de ser capaz de vivir durante largos periodos sometido a esfuerzos emocionales extraordinarios, sin derrumbarse. Y, sobre todo, tiene que ser un hombre íntegro por lo que a los intereses de quienes lo emplean respecta. Es, realmente, un servidor civil de tipo muy especial.
Se nos ha dicho que la prostitución constituye el oficio más antiguo de la humanidad. La profesión de espía no debe andarle a la zaga. Por admirable que resulte en cuanto a su carácter y probidad, subsiste el hecho de que, dentro de su profesional aptitud, es ipso facto un embustero y un ladrón. Y puede llegar a ser algo peor. Es posible que su misión le lleve a sobornar y a corromper, todo ello calculadamente, intentando operar sobre las debilidades de otros hombres para convertirlos en traidores.
A pesar de que nunca se desempeñó como agente en lo personal, como es el caso de la mayoría de los novelistas de espionaje –de Maugham a Le Carré—, Ambler ha sido un maestro del detalle técnico y de la precisión y, por si eso fuera poco, tiene el don de hacer que un incidente banal se vuelva dramático y horripilante. En todas sus novelas la cadena de circunstancias resulta racional y probable; sus personajes suelen ser gente ordinaria que de pronto se ve envuelta en una situación catastrófica. La fatalidad y el azar cambian el rumbo de su vida.
Si sus primeras novelas se situaban en la Riviera francesa, París, Roma, Berlín, Milán, Viena, Ambler prefirió ciudades como Estambul, Belgrado y Esmirna para La máscara de Dimitrios. Esta inquietante novela empieza con el descubrimiento del cadáver de Dimitrios. Con oficio consumado, Ambler se vale del historiador y novelista Charles Latimer para trazar la biografía delictiva y política del misterioso Dimitrios. Pero en La conspiración Intercom, una de sus novelas más seductoras y absorbentes (no se puede uno ir a dormir sin antes llegar a la última página) mata a este personaje narrador de 1939 y tiene que organizar su novela –a la manera inaugurada por Dennis Wheatley— en forma de dossiers.
La lucha a muerte por el poder informativo y la venta de secretos se da entre diversos servicios de inteligencia (de Inglaterra, Francia, la URSS, Estados Unidos) que quieren comprar un boletín, Intercom, editado en Ginebra, especializado en cuestiones económicas y militares, primero, y después, en noticias que llevan mensajes cifrados. Dos viejos espías retirados, los coroneles Jost y Brand, compran el órgano de difusión confidencial y se ponen a vender secretos militares de la OTAN y del Pacto de Varsovia anunciándolos en la revista.
Cuando prepara un libro reportaje sobre el caso, Charles Latimer abandona su casa de Palma de Mallorca para trasladarse a Suiza y recabar más información, pero desaparece en el aeropuerto de Ginebra y jamás se le vuelve a ver.


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