Wednesday, September 06, 2006
La carga de la prueba
Hay libros de derecho que contienen impremeditadas sugerencias literarias: abundan en tecnicismos propios de su materia, pero leídos desde afuera, a los ojos del lector no especializado mas sensible a la fonética y a la semántica de las palabras, incurren en el campo de lo significativo literario.
Un libro como Garantías y proceso penal contiene expresiones –“frases hechas” del derecho penal— que su autor, Jesús Zamora Pierce, nunca colocó allí para el consumo de la literatura. Sin embargo, el lector de novelas policiacas que se asome a un texto técnico como el de nuestro amigo penalista se topará con (obviamente involuntarios) títulos de novelas imaginarias, películas aún no filmadas: “La carga de la prueba”, “la defensa”, “presunto inocente”, “atormenta, pero no dejes pruebas”, “confesión coaccionada” ah, y sobre todo: “La reina de las pruebas”. ¿Qué título mejor que ése para alguien que esté escribiendo en este momento la gran novela de la tortura en México?
Justamente así se titula un capítulo de Jesús Zamora Pierce: “La reina de las pruebas”, es decir, la confesión, la primera confesión a la que una jurisprudencia de la Suprema Corte le da absoluta validez.
En un país como el nuestro, en el que seguramente en este instante por lo menos en veinte ciudades las policías federal o estatal o municipal o militar o federal de caminos, o los custodios de las cárceles, están torturando a alguien, en un país donde vemos con tanta naturalidad la tortura, un texto académico de reflexión jurídica como el de Zamora Pierce entra sin mayor trámite en la dimensión del terror. Termina uno de leerlo con miedo.
En términos prácticos, la Suprema Corte –otra vez los eternos cómplices del sistema: los jueces— ha avalado la tortura. Si las diligencias del Ministerio Público y de la Policía Judicial tienen valor probatorio, una jurisprudencia de la Corte amarra el circuito de la legalidad al estatuir que las primeras acusaciones del acusado deben prevalecer sobre las posteriores. La Corte arroja al acusado la carga de las violencias de que dice haber sido objeto. (Sobre este tema habría que analizar también el libro de Ignacio Carrillo Prieto, Arcana imperii, una de las reflexiones más penetrantes sobre nuestra cultura de la tortura.)
En cuanto al procedimiento que consiste en trasladar una expresión de un campo a otro de significados, para ampliar sus matices o enriquecer su ironía, el primer título que viene a la mente es Libertad bajo palabra, de Octavio Paz. Poco antes de morir, el 20 de noviembre de 1989, Leonardo Sciascia dio a la imprenta A futura memoria. Fue, literalmente, su última palabra sobre la mafia: todo lo que escribió en los periódicos sobre la mafia de los años ochenta y la impotencia del Estado italiano para erradicarla. ¿Cómo traducir al castellano A futura memoria? No la expresión tal cual. Tal vez algo así como “para una declaración futura”, o “para que haya un registro, un testamento, después de mi muerte”. El sistema propio del castellano no permite en ningún modo decir “a futura memoria” –he aquí uno de los peligros de la vecindad entre el italiano y el castellano— y de traducir así la frase, ad literam, se incurriría en la no del todo desdeñable paradoja literaria que emana de una expresión como “los recuerdos del porvenir”. En una lógica demasiado racional no se tiene memoria del futuro, es decir, de lo que aún no ha ocurrido. Pero lo que ahora nos importa es señalar que “a futura memoria” es una expresión del derecho procesal penal italiano, inexistente, por lo que me dice el abogado JZP, en el mexicano. Se requería del talento y de la sensiblidad literaria de un Leonardo Sciascia para ponerle así a su último libro.
Cuando alguien va a morir o se va a ir a Australia, por ejemplo, y tiene una declaración importante que hacer para un juicio que habrá de celebrarse posteriormente, viene entonces el juez al lecho o a la casa del desahuciado, o éste se apersona en la oficina del juez, y le toma su declaración a futura memoria, que tendrá validez más tarde, en el momento oportuno del juicio. Y esa declaración, ese testimonio, entrará por supuesto y en su momento en la litis del juicio. (Una traducción posible podría ser “Memoria a futuro”, como cuando los economistas hablan de mercados de dinero “a futuro”.)
Por lo demás, cualquiera que en 1990 se haya dado una vuelta por las librerías de Europa o de Nueva York seguramente habrá corroborado que el best seller del año llevaba por título la carga de la prueba, es decir, The burden of proof, novela de ambiente judicial, policiaca ciertamente, escrita por el litigante chicaguense Scott Turow. Suyo también es el gran éxito comercial (y cinematográfico, la película es con Harrison Ford) conocido como Presunto inocente, otra expresión de los jueces penales. El tema de la novela de Turow es el de la responsabilidad o el peso de la prueba, la carga: a quién corresponde presentar las pruebas. Guido Almansi dice que Turow aprendió de la abogacía la precisión y la concisión de la escritura: “Sus observaciones sobre las minucias del comportamiento humano son a veces sorprendentes.”
Si en sus años mozos un asistente a la Facultad de Leyes hubiera tenido la mínima sospecha de que en el derecho se escondía un filón literario, tal vez nunca hubiera desertado de esa carrera que tantos bandidos, torturadores y presidentes ha dado.
Un libro como Garantías y proceso penal contiene expresiones –“frases hechas” del derecho penal— que su autor, Jesús Zamora Pierce, nunca colocó allí para el consumo de la literatura. Sin embargo, el lector de novelas policiacas que se asome a un texto técnico como el de nuestro amigo penalista se topará con (obviamente involuntarios) títulos de novelas imaginarias, películas aún no filmadas: “La carga de la prueba”, “la defensa”, “presunto inocente”, “atormenta, pero no dejes pruebas”, “confesión coaccionada” ah, y sobre todo: “La reina de las pruebas”. ¿Qué título mejor que ése para alguien que esté escribiendo en este momento la gran novela de la tortura en México?
Justamente así se titula un capítulo de Jesús Zamora Pierce: “La reina de las pruebas”, es decir, la confesión, la primera confesión a la que una jurisprudencia de la Suprema Corte le da absoluta validez.
En un país como el nuestro, en el que seguramente en este instante por lo menos en veinte ciudades las policías federal o estatal o municipal o militar o federal de caminos, o los custodios de las cárceles, están torturando a alguien, en un país donde vemos con tanta naturalidad la tortura, un texto académico de reflexión jurídica como el de Zamora Pierce entra sin mayor trámite en la dimensión del terror. Termina uno de leerlo con miedo.
En términos prácticos, la Suprema Corte –otra vez los eternos cómplices del sistema: los jueces— ha avalado la tortura. Si las diligencias del Ministerio Público y de la Policía Judicial tienen valor probatorio, una jurisprudencia de la Corte amarra el circuito de la legalidad al estatuir que las primeras acusaciones del acusado deben prevalecer sobre las posteriores. La Corte arroja al acusado la carga de las violencias de que dice haber sido objeto. (Sobre este tema habría que analizar también el libro de Ignacio Carrillo Prieto, Arcana imperii, una de las reflexiones más penetrantes sobre nuestra cultura de la tortura.)
En cuanto al procedimiento que consiste en trasladar una expresión de un campo a otro de significados, para ampliar sus matices o enriquecer su ironía, el primer título que viene a la mente es Libertad bajo palabra, de Octavio Paz. Poco antes de morir, el 20 de noviembre de 1989, Leonardo Sciascia dio a la imprenta A futura memoria. Fue, literalmente, su última palabra sobre la mafia: todo lo que escribió en los periódicos sobre la mafia de los años ochenta y la impotencia del Estado italiano para erradicarla. ¿Cómo traducir al castellano A futura memoria? No la expresión tal cual. Tal vez algo así como “para una declaración futura”, o “para que haya un registro, un testamento, después de mi muerte”. El sistema propio del castellano no permite en ningún modo decir “a futura memoria” –he aquí uno de los peligros de la vecindad entre el italiano y el castellano— y de traducir así la frase, ad literam, se incurriría en la no del todo desdeñable paradoja literaria que emana de una expresión como “los recuerdos del porvenir”. En una lógica demasiado racional no se tiene memoria del futuro, es decir, de lo que aún no ha ocurrido. Pero lo que ahora nos importa es señalar que “a futura memoria” es una expresión del derecho procesal penal italiano, inexistente, por lo que me dice el abogado JZP, en el mexicano. Se requería del talento y de la sensiblidad literaria de un Leonardo Sciascia para ponerle así a su último libro.
Cuando alguien va a morir o se va a ir a Australia, por ejemplo, y tiene una declaración importante que hacer para un juicio que habrá de celebrarse posteriormente, viene entonces el juez al lecho o a la casa del desahuciado, o éste se apersona en la oficina del juez, y le toma su declaración a futura memoria, que tendrá validez más tarde, en el momento oportuno del juicio. Y esa declaración, ese testimonio, entrará por supuesto y en su momento en la litis del juicio. (Una traducción posible podría ser “Memoria a futuro”, como cuando los economistas hablan de mercados de dinero “a futuro”.)
Por lo demás, cualquiera que en 1990 se haya dado una vuelta por las librerías de Europa o de Nueva York seguramente habrá corroborado que el best seller del año llevaba por título la carga de la prueba, es decir, The burden of proof, novela de ambiente judicial, policiaca ciertamente, escrita por el litigante chicaguense Scott Turow. Suyo también es el gran éxito comercial (y cinematográfico, la película es con Harrison Ford) conocido como Presunto inocente, otra expresión de los jueces penales. El tema de la novela de Turow es el de la responsabilidad o el peso de la prueba, la carga: a quién corresponde presentar las pruebas. Guido Almansi dice que Turow aprendió de la abogacía la precisión y la concisión de la escritura: “Sus observaciones sobre las minucias del comportamiento humano son a veces sorprendentes.”
Si en sus años mozos un asistente a la Facultad de Leyes hubiera tenido la mínima sospecha de que en el derecho se escondía un filón literario, tal vez nunca hubiera desertado de esa carrera que tantos bandidos, torturadores y presidentes ha dado.