Wednesday, September 06, 2006
Juan el Cuadrado
A John Le Carré se le conoce sobre todo por sus novelas El espía que volvió del frío (es decir: el espía que salió del congelador), El topo y, últimamente, La casa Rusia y Nuestro juego, en la que los malos ya no son los soviéticos: no son peores ni mejores que el espía inglés protagonista.
En realidad, como todo el mundo sabe, su verdadero nombre es David Cornwell. Nació en Poole, al sur de Inglaterra, en 1931. Estudió en las universidades de Berna y de Oxford, especializándose en literatura alemana y en los poetas barrocos del siglo XVII. De 1956 a 1958 dio clases en Eton y en 1960 ingresó en la Foreign Office, iniciándose primero en Bonn y luego en Hamburgo, territorios privilegiados –desde el punto de vista novelesco— de la Guerra Fría. A los 33 años, cuando escribió El espía que volvió del frío, tuvo que conseguirse un pseudónimo porque las normas de la diplomacia británica prohíben a sus empleados tratar ciertas informaciones en libros o artículos con su verdadero nombre, y más tarde renunció a su cargo de primer secretario.
Caminaba por una de las calles de Bonn cuando en una zapatería vio unos mocasines de marca Le Carré. Y ya está, se dijo, así voy a firmar.
Es impresionante cómo muchas novelas dependen fundamentalmente de una buena trama, de una idea. La trama, que tanto reivindicaba Borges, es el sustento de la eficacia de El chacal, por ejemplo, de Frederick Forsyth; y lo es asimismo de El espía que volvió del frío y El topo, quizá la mejor novela de John Le Carré.
En la jerga espioneril soviética el “topo” es un agente incrustado en el propio servicio de inteligencia, un agente doble, que trabaja para su propio país y al mismo tiempo para un gobierno extranjero. El topo es evidentemente la representación novelesca del caso de Kim Philby, uno de los principales jefes del Servicio Secreto Británico que durante más de 30 años (desde los días de la Guerra Civil Española) fue a la vez agente soviético.
Le Carré no reproduce tal cual la historia de Kim Philby y los otros cuatro célebres y refinados espías británicos de los años 40 y 50: Burgess, Maclean, Blunt y Cairneross, pues ya se sabe que la realidad, tal cual, es mala narradora (los hechos en la vida no tienen un orden dramático), pero indudablemente se trata del mismo tema de la vida de Philby, de una parodia en la que el novelista profundiza en las cosas de la prefabricación y la desinformación, actividades propias tanto de la guerra como de la política diaria: el cálculo, la traición, la jugada a dos o tres bandas de la mesa de billar. La carambola.
Un enemigo en casa, un infiltrado, eso es un “topo”, y muchas de las más explícitas ideas de Le Carré al respecto se encuentran en la Introduction que hizo para el famoso libro de Bruce Page, David Leitch y Philip Knightley: The Philby Conspiracy. En unos cuantos párrafos Le Carré se va al meollo de la cuestión: ¿Quién fue el misterioso, poderosísimo personaje detrás de todo el tinglado, el hombre que reclutó no sólo a Philby, sino también a Burgess y Maclean? ¿Era inglés? ¿Era un funcionario cercano al primer ministro? ¿Era un caballero? ¿Sólo reclutaba gente de Cambridge? O sea que siempre hubo alguien más, como se plantea Peter Wright en Cazador de espías.
Un reportero de The Observer le preguntó una vez si cuando estaba escribiendo El topo pensaba en un auténtico traidor como, por ejemplo, Kim Philby.
En cierto modo estaba pensando en todos los traidores –dijo Le Carré—. También asumía una postura, didáctica podría decirse, semejante a la que adopté cuando escribí la introducción a The Philby Conspiracy. Mi opinión era entonces, en 1968, que Philby tenía una predisposición innata al engaño, anterior a su marxismo, y que su marxismo era una racionalización posterior. Sospecho que su tendencia natural al engaño provenía de su horrendo padre, sir John Philby, así como de una tremenda vanidad, de un desmesurado sentimiento de valía de su propia persona.
En los años treinta no era infrecuente –como no lo fue durante la guerra cuando soviéticos e ingleses se hicieron aliados contra Alemania— que muchos profesores y estudiantes ingleses, sobre todo en la Universidad de Cambridge, por oposición al fascismo, fueran marxistas.
Philby, decía Le Carré, creció con la idea de que era un hijo del Imperio, de que había nacido para mandar (como los muchachos ricos), y entró en un mundo en el que la historia le estaba arrebatando todos sus juguetes. Para esa clase de persona del establishment éste es un motivo mucho más fuerte para traicionar que un marxismo prostalinista poco meditado que no podía defenderse con una mínima seriedad después de haber pasado por Cambridge.
Sobre el caso de Anthony Blunt, el “cuarto hombre”, el otro espía de la URSS de nacionalidad británica que todavía en 1974 era curator de las pinturas de la reina en Buckingham Palace y que fue discutido en la prensa pero no procesado ni condenado, Le Carré cree que nunca se sabrá la verdad.
Piensa que los cuatro (Philby, Maclean, Burguess y Blunt) componen el friso de la honorable tradición del espionaje británico contra su propio país:
Blunt es un caso diferente, porque formaba parte de un grupo de homosexuales que eran, al menos así lo creían ellos, no sólo una élite de elegidos que ellos mismos seleccionaban, sino además una confradía de ególatras. A veces nos olvidamos de hasta qué punto la homosexualidad en aquella época era en sí misma una forma de compromiso con un mundo secreto. Todos sabemos, incluso sin tratarse de homosexuales, que toda persona que se pasa la vida detrás de un escritorio, recluida en despachos de la noche a la mañana, puede con el tiempo generar ideas absolutamente descabelladas.
El marxismo tenía entonces todavía bastante inocencia como para que la gente creyera que la liberación política traería por añadidura la liberación sexual. Su argumentación era que cuando el socialismo liberara finalmente las auténticas fuerzas del hombre, también liberaría su propia sexualidad. Formaba parte de un sueño griego que no tenía para nada en cuenta el puritanismo burgués de la Inglaterra victoriana que pervive en el siglo XX y el mismo puritanismo que ha estado en la base del gobierno soviético.
A Le Carré no le sorprendió la revelación del caso de Anthony Blunt, un erudito, por cierto, especializado en los pintores italianos del Renacimiento y en pintura francesa.
Hacía años que se rumoraba. Y no creo que sepamos toda la verdad. No creo que se haya sacado a la luz nada nuevo. No sabemos qué hizo Blunt ni cómo consiguió el indulto y la impunidad. ¿Qué trato hizo con las autoridades? Su comportamiento en la televisión me dejó totalmente embobado y me enfureció. Era bastante siniestro oír a un espía ruso declarado ampararse cínicamente en la ley de secretos oficiales. Pero creo que fue principalmente su voz, la sensación de que en cierta manera nos estaba tratando a todos los ingleses con condescencia. Nos decía que por ser de una clase determinada de personas, y por estar en cierto tipo de ambiente, exigía cierta credibilidad. Su comportamiento en las oficinas de The Times despertó en mí prácticamente todo el resentimiento social que todavía siento.
Todas estas cuestiones, luego de los acontecimientos políticos en Europa del Este en 1989, luego de la reunificación de Alemania que definitivamente deja atrás los macabros juegos de la Guerra Fría, en Berlín sobre todo, tienen ahora otro tipo de lectura. Los soviéticos ya no son los malos de la película, como no lo fueron durante los años de “aliados” que se mataban por millones contra los alemanes. Véase cómo los magnates de la droga y no los soviéticos son los malos en Clear and present danger, de Tom Clancy. En otro libro, El negociador, de Forsyth, agentes soviéticos buenos se alían con agentes de la CIA.
Al rebatir las críticas más “ideológicas” que se han hecho a La casa Rusia, John Le Carré ha vuelto a plantear el tema del fin del “enemigo principal” de Occidente y, por supuesto, los enemigos ya no son los soviéticos, al menos en este momento. Tampoco el mundo es el mismo. Estados Unidos ya no es la única superpotencia, el único poder hegemónico. La composición de poder se ha modificado. Y a ese nuevo escenario corresponderá una nueva novela de espionaje, como Nuestro juego.
En realidad, como todo el mundo sabe, su verdadero nombre es David Cornwell. Nació en Poole, al sur de Inglaterra, en 1931. Estudió en las universidades de Berna y de Oxford, especializándose en literatura alemana y en los poetas barrocos del siglo XVII. De 1956 a 1958 dio clases en Eton y en 1960 ingresó en la Foreign Office, iniciándose primero en Bonn y luego en Hamburgo, territorios privilegiados –desde el punto de vista novelesco— de la Guerra Fría. A los 33 años, cuando escribió El espía que volvió del frío, tuvo que conseguirse un pseudónimo porque las normas de la diplomacia británica prohíben a sus empleados tratar ciertas informaciones en libros o artículos con su verdadero nombre, y más tarde renunció a su cargo de primer secretario.
Caminaba por una de las calles de Bonn cuando en una zapatería vio unos mocasines de marca Le Carré. Y ya está, se dijo, así voy a firmar.
Es impresionante cómo muchas novelas dependen fundamentalmente de una buena trama, de una idea. La trama, que tanto reivindicaba Borges, es el sustento de la eficacia de El chacal, por ejemplo, de Frederick Forsyth; y lo es asimismo de El espía que volvió del frío y El topo, quizá la mejor novela de John Le Carré.
En la jerga espioneril soviética el “topo” es un agente incrustado en el propio servicio de inteligencia, un agente doble, que trabaja para su propio país y al mismo tiempo para un gobierno extranjero. El topo es evidentemente la representación novelesca del caso de Kim Philby, uno de los principales jefes del Servicio Secreto Británico que durante más de 30 años (desde los días de la Guerra Civil Española) fue a la vez agente soviético.
Le Carré no reproduce tal cual la historia de Kim Philby y los otros cuatro célebres y refinados espías británicos de los años 40 y 50: Burgess, Maclean, Blunt y Cairneross, pues ya se sabe que la realidad, tal cual, es mala narradora (los hechos en la vida no tienen un orden dramático), pero indudablemente se trata del mismo tema de la vida de Philby, de una parodia en la que el novelista profundiza en las cosas de la prefabricación y la desinformación, actividades propias tanto de la guerra como de la política diaria: el cálculo, la traición, la jugada a dos o tres bandas de la mesa de billar. La carambola.
Un enemigo en casa, un infiltrado, eso es un “topo”, y muchas de las más explícitas ideas de Le Carré al respecto se encuentran en la Introduction que hizo para el famoso libro de Bruce Page, David Leitch y Philip Knightley: The Philby Conspiracy. En unos cuantos párrafos Le Carré se va al meollo de la cuestión: ¿Quién fue el misterioso, poderosísimo personaje detrás de todo el tinglado, el hombre que reclutó no sólo a Philby, sino también a Burgess y Maclean? ¿Era inglés? ¿Era un funcionario cercano al primer ministro? ¿Era un caballero? ¿Sólo reclutaba gente de Cambridge? O sea que siempre hubo alguien más, como se plantea Peter Wright en Cazador de espías.
Un reportero de The Observer le preguntó una vez si cuando estaba escribiendo El topo pensaba en un auténtico traidor como, por ejemplo, Kim Philby.
En cierto modo estaba pensando en todos los traidores –dijo Le Carré—. También asumía una postura, didáctica podría decirse, semejante a la que adopté cuando escribí la introducción a The Philby Conspiracy. Mi opinión era entonces, en 1968, que Philby tenía una predisposición innata al engaño, anterior a su marxismo, y que su marxismo era una racionalización posterior. Sospecho que su tendencia natural al engaño provenía de su horrendo padre, sir John Philby, así como de una tremenda vanidad, de un desmesurado sentimiento de valía de su propia persona.
En los años treinta no era infrecuente –como no lo fue durante la guerra cuando soviéticos e ingleses se hicieron aliados contra Alemania— que muchos profesores y estudiantes ingleses, sobre todo en la Universidad de Cambridge, por oposición al fascismo, fueran marxistas.
Philby, decía Le Carré, creció con la idea de que era un hijo del Imperio, de que había nacido para mandar (como los muchachos ricos), y entró en un mundo en el que la historia le estaba arrebatando todos sus juguetes. Para esa clase de persona del establishment éste es un motivo mucho más fuerte para traicionar que un marxismo prostalinista poco meditado que no podía defenderse con una mínima seriedad después de haber pasado por Cambridge.
Sobre el caso de Anthony Blunt, el “cuarto hombre”, el otro espía de la URSS de nacionalidad británica que todavía en 1974 era curator de las pinturas de la reina en Buckingham Palace y que fue discutido en la prensa pero no procesado ni condenado, Le Carré cree que nunca se sabrá la verdad.
Piensa que los cuatro (Philby, Maclean, Burguess y Blunt) componen el friso de la honorable tradición del espionaje británico contra su propio país:
Blunt es un caso diferente, porque formaba parte de un grupo de homosexuales que eran, al menos así lo creían ellos, no sólo una élite de elegidos que ellos mismos seleccionaban, sino además una confradía de ególatras. A veces nos olvidamos de hasta qué punto la homosexualidad en aquella época era en sí misma una forma de compromiso con un mundo secreto. Todos sabemos, incluso sin tratarse de homosexuales, que toda persona que se pasa la vida detrás de un escritorio, recluida en despachos de la noche a la mañana, puede con el tiempo generar ideas absolutamente descabelladas.
El marxismo tenía entonces todavía bastante inocencia como para que la gente creyera que la liberación política traería por añadidura la liberación sexual. Su argumentación era que cuando el socialismo liberara finalmente las auténticas fuerzas del hombre, también liberaría su propia sexualidad. Formaba parte de un sueño griego que no tenía para nada en cuenta el puritanismo burgués de la Inglaterra victoriana que pervive en el siglo XX y el mismo puritanismo que ha estado en la base del gobierno soviético.
A Le Carré no le sorprendió la revelación del caso de Anthony Blunt, un erudito, por cierto, especializado en los pintores italianos del Renacimiento y en pintura francesa.
Hacía años que se rumoraba. Y no creo que sepamos toda la verdad. No creo que se haya sacado a la luz nada nuevo. No sabemos qué hizo Blunt ni cómo consiguió el indulto y la impunidad. ¿Qué trato hizo con las autoridades? Su comportamiento en la televisión me dejó totalmente embobado y me enfureció. Era bastante siniestro oír a un espía ruso declarado ampararse cínicamente en la ley de secretos oficiales. Pero creo que fue principalmente su voz, la sensación de que en cierta manera nos estaba tratando a todos los ingleses con condescencia. Nos decía que por ser de una clase determinada de personas, y por estar en cierto tipo de ambiente, exigía cierta credibilidad. Su comportamiento en las oficinas de The Times despertó en mí prácticamente todo el resentimiento social que todavía siento.
Todas estas cuestiones, luego de los acontecimientos políticos en Europa del Este en 1989, luego de la reunificación de Alemania que definitivamente deja atrás los macabros juegos de la Guerra Fría, en Berlín sobre todo, tienen ahora otro tipo de lectura. Los soviéticos ya no son los malos de la película, como no lo fueron durante los años de “aliados” que se mataban por millones contra los alemanes. Véase cómo los magnates de la droga y no los soviéticos son los malos en Clear and present danger, de Tom Clancy. En otro libro, El negociador, de Forsyth, agentes soviéticos buenos se alían con agentes de la CIA.
Al rebatir las críticas más “ideológicas” que se han hecho a La casa Rusia, John Le Carré ha vuelto a plantear el tema del fin del “enemigo principal” de Occidente y, por supuesto, los enemigos ya no son los soviéticos, al menos en este momento. Tampoco el mundo es el mismo. Estados Unidos ya no es la única superpotencia, el único poder hegemónico. La composición de poder se ha modificado. Y a ese nuevo escenario corresponderá una nueva novela de espionaje, como Nuestro juego.