Wednesday, September 06, 2006

 

El problema de la policía

Jorge Luis Borges decía que hablar del problema judío equivale a postular que los judíos son un problema y, por tanto, a caer en un enunciado racista. Pero referirse al problema de la policía es apenas una forma retórica, un eufemismo, por llamarle de algún modo.
Y es que el problema de la policía es uno, entre otros, de los que aún no ha resuelto el Estado moderno... o por lo menos el Estado mexicano. En algún lugar, Michel Foucault escribe que la policía surge con el reinado de Luis XIV, el Rey Sol, en Francia, hacia 1650. sea o no exacto el dato, se expone a menor error la suposición de que en realidad la policía se inaugura en el instante en que a través de una Constitución se reserva para el Estado la exclusividad de la violencia represiva, es decir: la fuerza legal. El monopolio de la represión.
Se parecen mucho entre sí los soldados y los policías. Forman parte de la misma articulación: del mismo brazo armado en que se sustenta la acción estatal. Un día pueden disparar contra la multitud, a la semana siguiente forman parte de las fuerzas democráticas del orden. Dependen de la voluntad estatal. Se diría que son como armas o cosas, no hombres: la bestia que el poder puede soltar o no, a voluntad. Para conseguir la gobernabilidad no sólo se requiere de un enorme aparato de propaganda –de la televisión en cadena nacional, Televisa y Azteca, y de quince o veinte periódicos—, sino también de la policía. Sobre todo cuando el sentimiento sobre la propia legitimidad del gobernante es ambiguo.
Todavía sucede que a las tres de la madrugada un policía le mete en la cabeza un balazo a una joven periodista. Los policías de las grúas, que no intervienen en nada que no implique extorsión, se llevan los autos no para aligerar una arteria congestionada, sino para esperar que aparezca el automovilista y les dé dinero. El reglamento, que sólo sirve a los grueros para justificar la extorsión, se hizo, en efecto, para desahogar las áreas que impiden la circulación, pero en cualquier país civilizado el policía suele ser una persona con criterio y tolerancia que no va a molestar –y mucho menos a extorsionar— a un ciudadano si el auto de este último no está perturbando el libre tránsito –es decir, la razón de ser de la ley— aunque esté en zona prohibida. El criterio del “buen gobierno” es ayudar a los ciudadanos, no asaltarlos. Como hacen los policías grueros del Distrito Federal.
Ya Luis Ángel Garza relató en Proceso lo que fue la “heroica” toma de Cevallos, Durango, en 1990, por agentes –encabezados por el valiente policía chihuahuense Elías Ramírez— que en sus cachuchas llevaban las siglas PGR e irrumpieron en el pueblo armados de metralletas y en sus suburbans y pick ups gringas de llantas gordas “en busca de narcotraficantes”. “A los ceballenses les indigna la prepotencia con que fueron insultados, golpeados y humillados a lo largo de cinco horas, sin que escaparan a la vejación niños, ancianos y mujeres.”
La nueva casta omnipotente, compuesta en ese entonces por los Intocables del impoluto subprocurador Javier Coello Trejo, fue asimismo denunciada por su violación a los derechos humanos en Aguililla, Michoacán, y en Guadalupe y Calvo, Chihuahua, y por violentar las soberanías de los estados, según escribieron los reporteros Guillermo Correa y Patricia Dávila.
Los agentes suelen aducir que, puesto que se juegan la vida en su trabajo, tienen derecho al “botín de guerra”. Y la tortura la asumen en la práctica con toda naturalidad, como quien sabe que tácitamente sus superiores no sólo la autorizan, haciéndose de la vista gorda, sin oque la solicitan. Y, por si fuera poco, a esta verdadera tragedia de la justicia en México hay que añadir la aterradora facilidad con que se prefabrican culpables, el siniestro arte –cada vez más perfeccionado— de dar gato por liebre. El axioma es espeluznante: se inventan culpables con el fin de encubrir a alguien (muchísimas veces a otros policías).

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