Wednesday, September 06, 2006

 

El poder policiaco


Por favor, señores –dijo el padre
Gaetano al ministro y al Presidente—, espero que
no vayan a causarme el disgusto de decirme
que el Estado todavía existe
.
Leonardo Sciascia,
Todo modo



En agosto de 1993 Pascual Salanueva publicó en La Jornada una serie de estupendos reportajes sobre el enigmático asesinato del magistrado Humberto Enrique Tirado y demostró, una vez más, que hay reporteros que tienen más méritos literarios que muchos narradores incluidos en el catálogo de la literatura mexicana.
Antes, el 26 de julio de 1990, Pascual Salanueva había dado a conocer en el mismo diario su escalofriante reportaje sobre la fabricación de un culpable: Ricardo López Juárez, de 19 años de edad, que murió torturado a manos de la policía judicial del Distrito Federal, sin que las autoridades responsables se ocuparan alguna vez de investigar y consignar a los culpables.
Los trabajos de Pascual Salanueva imponen no pocas amargas reflexiones sobre la realidad esquizoide que vivimos los mexicanos en estos momentos de nuestra historia. El más desquiciante de los sabores, y el más deprimente, que deja la lectura de las indagaciones periodísticas de Pascual Salanueva es que nadie les hace caso, mucho menos el Ministerio Público que, por ley, al enterarse de un crimen que se persigue de oficio, debería actuar. Parece que el valiente periodista escribe en el vacío: que traza rayas en el agua, como si viviera en un país en el que no existe el Estado o en el que no hubiera sociedad civil.
Por otra parte, nos estamos volviendo expertos teóricos en tortura, así como en el pasado reciente amanecimos especialistas en corrupción.
Al mismo tiempo, nos tiene absolutamente sin cuidado que la tortura se siga practicando con toda naturalidad a todas horas y en todas las ciudades y pueblos del país. En este momento, por ejemplo. Sabemos que así es y que así seguirá siendo. En este instante, mientras el lector está leyendo estas líneas, decenas de personas están siendo torturadas a lo largo y a lo ancho de la República Mexicana.
¿De qué sirve la denuncia periodística?
¿Qué eficacia tiene la protesta civil?
Los reportajes, por valientes que sean y por documentados que estén, como los de Pascual Salanueva (a quien no pocas veces le han censurado sus entregas, cuando va en la tercera de una serie de siete, como sucedió en 1993), no pasan de ser –para quienes ostentan el poder y se enriquecen con sus encubrimientos— agua de borraja, escritos intrascendentes: piedras de Sísifo que suben y suben y vuelven a subir sin llegar nunca a la cresta de la montaña.
¿Por qué son inútiles esos reportajes? Porque no cuajan ni en la sociedad civil ni en la sociedad política. Porque no se convierten, en serio, en un acontecimiento político. Porque no hay sociedad civil en la que reboten. Porque no hay Estado.
La tortura, por lo demás, también nos ha permitido entregarnos a un verdadero frenesí teórico. Somos expertos en su historia y sus métodos, pero la tortura se sigue practicando en México por todas las policías. Los agentes se ríen de sus procuradores y la lucha por los derechos humanos sirve, entre otras cosas, para que algunos funcionarios hagan carrera política.
Fundamentalmente, Pascual Salanueva hace ver al lector un axioma siniestro: siempre que se prefabrican culpables es para encubrir a alguien. De lo contrario no entraría en funcionamiento esa operación tan imaginativa de la policía.
El reportaje en serie, por entregas, de Pascual Salanueva, nos hace obvio, evidente, una vez más, que el gobierno mexicano, luego de tantas décadas posteriores a la Revolución, no ha podido, o no ha querido, resolver el problema de la policía. Ni tiene la menor intención de hacerlo. Es constitutivo del sistema de dominación política. Tanto como la propaganda (el Complejo Propagandístico Gubernamental).
Otra cosa que –no sin temor— se percibe en la ágil narrativa de Salanueva es que la administración de la justicia en México sigue estando en manos de los policías y los agentes del Ministerio Público, que son, por supuesto, Poder Ejecutivo. ¿Se trata también de otro privilegio del presidencialismo? Tanto la primera como la última instancia están en manos de funcionarios –no siempre corruptos— del Poder Ejecutivo. Si ellos no lo desean, el asunto jamás pasa al terreno de los jueces, es decir: al Poder Judicial.
Pero lo más escalofriante de la serie sobre el misterioso asesinato del juez Tirado es la facilidad con que en México la policía, luego de la tortura y la mentira por escrito y firmada, sigue prefabricando culpables. Los toman de la calle, al azar, les cambian la vida, nunca vuelven a ser los mismos. ¿Es esto propio de un país civilizado o de un país de chiste? ¿Es ésta la tan cacareada modernización?
Todavía hay, pues, una dimensión tonton macoutte en la política mexicana. Alguna relación con lo político debe tener todo esto. En primer y en último lugar, no parece ser la policía de un país democrático. Así sucedía en la España de Franco y en el Chile de Pinochet. Así acontecía en el Haití de Duvalier y en la Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo.
Lo más descorazonador es que ni el Poder Ejecutivo ni los procuradores, estatales, de la República o del Distrito Federal, pueden con el poder policiaco. Es una estructura que los rebasa. Es un monstruo que el sistema político priísta dejó crecer y ahora no puede frenar. Así lo ha hecho ver, en una valiente carta de renuncia –dirigida al procurador Jorge Carpizo en octubre de 1993— como directora de Protección a los Derechos Humanos de la PGR, Andrea Bárcena: “No imaginé que un día me iría a mi casa definitivamente asqueada… La PGR sigue siendo un gigante cruel con los débiles y cobarde con los poderosos.”
Los procuradores, pues, en el fondo no pueden controlar a los agentes. (También se reían de Renato Sales y de Morales Lechuga.) ¿Quién tiene entonces el verdadero poder?
Porque el sistema policial –dice Daniel E. Herrendorf en El poder de policía— se ha convertido en una casta que detenta poder por sí misma, y no resulta posible desarticular sus estructuras –ya sólidas— tan fácilmente, salvo con el costo de una verdadera confrontación entre poderes, oposición que podría conducir o no a una guerra civil, pero sí a una verdadera batalla de intereses.
Cuando a finales de octubre de 1993 el escritor René Avilés Favila fue asaltado por un grupo de policías dijo que el problema de la policía delincuente en México
se relaciona con la ausencia de democracia, la carencia de partidos políticos serios, fuertes, consolidados; tiene que ver incluso con la presencia de una sociedad civil fuerte que desgraciadamente no tenemos. Está conectado también con la situación que guardan los medios de comunicación, de suyo tan dóciles al sistema y a las autoridades.
Ese mismo mes se habló un poco sobre la administración de la justicia en México, concretamente en un foro organizado por la Procuraduría General de la República, en el curso de unas conferencias sobre el tema. Una de las ideas más interesantes que se esgrimieron allí fue la de Carlos Montemayor, en el sentido de que poco habremos de avanzar los mexicanos en materia de justicia mientras no exista una verdadera división de poderes. Como ya hemos dicho en otro lugar, la clave del presidencialismo mexicano –ese cáncer de nuestra organización social, que no de nuestra aún inexistente democracia— es la ausencia de una división de poderes real.
“Sin la desaparición del presidencialismo en México es imposible plantearse la posibilidad de un Poder Judicial y uno Legislativo democráticos”, dijo el autor de Guerra en El Paraíso.
Collor de Melo, Carlos Andrés Pérez y Richard Nixon fueron llamados a cuentas porque en Brasil, Venezuela y Estados Unidos, sí hay división de poderes, y en esos países el Presidente no es una vaca sagrada ni puede manipular al Legislativo ni al Judicial. En Italia, más de dos mil funcionarios de altísimo nivel –ex secretarios de Estado, ex presidentes de la República, ex ministros de Justicia— han sido procesados y en su mayoría llevados a la cárcel precisamente por eso: porque en Italia es de a de veras la división de poderes. No están jugando (como en México). Y por eso mismo el Estado italiano está saliendo adelante en su lucha contra la mafia: porque el poder Judicial (los jueces: no los policías) no se dejan sobornar (como en México).
Todo deriva de que no hay Estado.
Es un pleonasmo hablar de “Estado de derecho”. Más que la ley, el Estado es el cumplimiento de la ley. De lo contrario es un Estado muerto. Todos nuestros problemas se remiten a eso: a la inexistencia del Estado: el fraude electoral, la tortura, la desaparición de personas, la disposición sin recato por parte de los funcionarios de los recursos de la nación y del erario público, la impunidad policiaca, el uso de los medios de comunicación del Estado –es decir, de todos los ciudadanos— y del INEGI –que manipula las estadísticas económicas y poblacionales— con fines de propaganda partidista a favor del PRI.
No hay Estado cuando se mantienen los privilegios de los grupos particulares y se descuida el bien común.
No hay Estado cuando no se le pueden pedir cuentas al Presidente de la República, que maneja a discreción la tercera parte de la cuenta pública de los mexicanos.
No hay Estado cuando hay partido de Estado.
No hay Estado: lo que hay son intereses particulares y de grupo. Hay una forma de administración, gestión y usufructo del poder, que no metafóricamente podríamos llamar mafiosa.




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