Tuesday, September 05, 2006
El Nigromante, inspector en Pitiquito
A Víctor Manuel Mendoza
No es una arbitrariedad atribuir a los apaches la sabiduría más fina para descifrar las huellas de hombres o animales en los caminos. En no pocas historias de la novela criminal, sobre todo en los tiempos de Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle, se reconocía en los indios norteamericanos ese saber que más tarde habrían de incorporar a sus técnicas los investigadores de Scotland Yard.
Y es que en el desierto uno se va haciendo de una lógica muy aguda y muy particular. Uno anda solo, muy solo, a veces con un perro. Antes de que uno vea venir a alguien allá lejos, muy lejos, el perro ya lo venteó. Antes de que llegue el otro vaquero, el perro ya le ladró al caballo, a un kilómetro, a medio kilómetro. Y uno ya sabe: viene Fulanito de Tal, o viene tal jinete de tal lado. Ése es Fulanito de Tal. La lógica. La deducción de los hechos en el desierto. Eso es lo que se da. El huellero, por ejemplo, no sabe desde cuándo –tal vez desde tiempos muy anteriores a su nacimiento— ha sido educado para identificar las huellas del animal. Andas en el desierto buscando un caballo, una res, y de pronto le encuentras la huella al animal, y sabes cuánto tiempo hace que pasó, si ya le llovió a la huella, si se paró a comer, si ramoneó un árbol. Tú sabes, tú vas sabiendo. Es cosa de saber observar.
Una vez a finales del siglo pasado, o a mediados, en los años de Juárez más o menos, el escritor y político Ignacio Ramírez vino a vivir en Pitiquito. En uno de sus destierros políticos, el Nigromante apareció de pronto entre El Altar y Caborca, y aquí anduvo. Clandestino. Y el caso es que era muy impresionante la lógica deductiva que tenía el viejo. Te vas a ir para atrás.
Está el Nigromante en un rancho, aquí en Pitiquito. Cerca de allí hay otros ranchos. Bueno, un día en la mañana estando el Nigromante en su rancho llega uno de sus vecinos y le dice:
—Señor, fíjese que anoche me robaron veinte kilos de carne seca que yo tenía oreando allí afuera del rancho, la carne de una vaca que maté hace quince días. Alguien estuvo allí en el rancho. Y me la robó.
—¿Qué más le hace falta? –pregunta el Nigromante.
—Nada. No me falta dinero, cosas, me falta esa carne y me falta... pero alguien estuvo aquí y tengo mucha curiosidad por saber quién fue.
—Vamos a su rancho –dice el Nigromante—. Vamos a ver. Dígame, entonces, ¿dónde estaba la carne?
—La tenía yo en una viga que sale de este horcón que sostiene la casa. Aquí tiramos esta otra viga y aquí tenemos el tendido y aquí cuelgo la carne. Yo estaba durmiendo adentro o quién sabe dónde andaría yo en ese momento.
El Nigromante se puso a ver el suelo.
—¿Y usted qué caballos tiene? –le pregunta.
—Pues yo tengo un caballo saino, de pelo colorado, y un macho, un burro –dice el vecino.
—¿Yegua no tiene?
—No, yegua no.
—Bueno –le dice el Nigromante—. Dígame usted, de todos los vecinos quién tiene una yegua mora que riende por el lado zurdo, una yegua mora que tenga falsa rienda por el lado izquierdo.
—Mi compadre Pancho Quigüi –le contesta.
—Pues ése le robó la carne.
—Ah, no lo dudo, es más mañoso que la chingada. Nomás me anda vigilando, nomás me descuido y como que viene.
—Pues él fue.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Mire –le dice—. Es muy fácil. Aquí están unos pelos de un caballo moro. Aquí están unos pelos negros y unos pelos blancos. El animal se estuvo restregando contra un palo fierro, y aquí están los pelos. Y le digo que es yegua porque aquí están las huellas. Cuando el animal es macho y se pone a mear entonces hace el hoyo entre las patas, allí en medio exactamente cae el chorro. En cambio la yegua tira el chorro para afuera de las cuatro patas. Y además el animal que trae falsa rienda, que riendea por el lado izquierdo, suele mascar por la izquierda, y aquí vemos pues que la yegua de Pancho Quigüi remoneó por el lado izquierdo, no por el derecho. Él se robó la carne, que ya debe estar hecha machaca... o bolo alimenticio (o fecal).
No es una arbitrariedad atribuir a los apaches la sabiduría más fina para descifrar las huellas de hombres o animales en los caminos. En no pocas historias de la novela criminal, sobre todo en los tiempos de Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle, se reconocía en los indios norteamericanos ese saber que más tarde habrían de incorporar a sus técnicas los investigadores de Scotland Yard.
Y es que en el desierto uno se va haciendo de una lógica muy aguda y muy particular. Uno anda solo, muy solo, a veces con un perro. Antes de que uno vea venir a alguien allá lejos, muy lejos, el perro ya lo venteó. Antes de que llegue el otro vaquero, el perro ya le ladró al caballo, a un kilómetro, a medio kilómetro. Y uno ya sabe: viene Fulanito de Tal, o viene tal jinete de tal lado. Ése es Fulanito de Tal. La lógica. La deducción de los hechos en el desierto. Eso es lo que se da. El huellero, por ejemplo, no sabe desde cuándo –tal vez desde tiempos muy anteriores a su nacimiento— ha sido educado para identificar las huellas del animal. Andas en el desierto buscando un caballo, una res, y de pronto le encuentras la huella al animal, y sabes cuánto tiempo hace que pasó, si ya le llovió a la huella, si se paró a comer, si ramoneó un árbol. Tú sabes, tú vas sabiendo. Es cosa de saber observar.
Una vez a finales del siglo pasado, o a mediados, en los años de Juárez más o menos, el escritor y político Ignacio Ramírez vino a vivir en Pitiquito. En uno de sus destierros políticos, el Nigromante apareció de pronto entre El Altar y Caborca, y aquí anduvo. Clandestino. Y el caso es que era muy impresionante la lógica deductiva que tenía el viejo. Te vas a ir para atrás.
Está el Nigromante en un rancho, aquí en Pitiquito. Cerca de allí hay otros ranchos. Bueno, un día en la mañana estando el Nigromante en su rancho llega uno de sus vecinos y le dice:
—Señor, fíjese que anoche me robaron veinte kilos de carne seca que yo tenía oreando allí afuera del rancho, la carne de una vaca que maté hace quince días. Alguien estuvo allí en el rancho. Y me la robó.
—¿Qué más le hace falta? –pregunta el Nigromante.
—Nada. No me falta dinero, cosas, me falta esa carne y me falta... pero alguien estuvo aquí y tengo mucha curiosidad por saber quién fue.
—Vamos a su rancho –dice el Nigromante—. Vamos a ver. Dígame, entonces, ¿dónde estaba la carne?
—La tenía yo en una viga que sale de este horcón que sostiene la casa. Aquí tiramos esta otra viga y aquí tenemos el tendido y aquí cuelgo la carne. Yo estaba durmiendo adentro o quién sabe dónde andaría yo en ese momento.
El Nigromante se puso a ver el suelo.
—¿Y usted qué caballos tiene? –le pregunta.
—Pues yo tengo un caballo saino, de pelo colorado, y un macho, un burro –dice el vecino.
—¿Yegua no tiene?
—No, yegua no.
—Bueno –le dice el Nigromante—. Dígame usted, de todos los vecinos quién tiene una yegua mora que riende por el lado zurdo, una yegua mora que tenga falsa rienda por el lado izquierdo.
—Mi compadre Pancho Quigüi –le contesta.
—Pues ése le robó la carne.
—Ah, no lo dudo, es más mañoso que la chingada. Nomás me anda vigilando, nomás me descuido y como que viene.
—Pues él fue.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Mire –le dice—. Es muy fácil. Aquí están unos pelos de un caballo moro. Aquí están unos pelos negros y unos pelos blancos. El animal se estuvo restregando contra un palo fierro, y aquí están los pelos. Y le digo que es yegua porque aquí están las huellas. Cuando el animal es macho y se pone a mear entonces hace el hoyo entre las patas, allí en medio exactamente cae el chorro. En cambio la yegua tira el chorro para afuera de las cuatro patas. Y además el animal que trae falsa rienda, que riendea por el lado izquierdo, suele mascar por la izquierda, y aquí vemos pues que la yegua de Pancho Quigüi remoneó por el lado izquierdo, no por el derecho. Él se robó la carne, que ya debe estar hecha machaca... o bolo alimenticio (o fecal).