Tuesday, September 05, 2006

 

El Estado de la Sierra Madre

Añoraba tanto nuestro estado de la Sierra Madre que en el otoño de 1991 se me ocurrió darme una vuelta por allá. Me encantó conocer una parte de la región en la que nunca había puesto los pies ni los ojos: la sierra media, entre Babiácora y Arizpe, entre Divisadero, Cumpas y Nacozari… caminos sinuosos a lo largo del río Sonora.
Hacíamos el recorrido, en el breve lapso de un fin de semana, José Luis Hernández, director del semanario Opinión en Hermosillo, y el abogado de Nogales Luis Enrique Woolfolk. Hablábamos de la vocación para el derecho penal que tenía el régimen de entonces cuando de pronto, en dirección contraria a la nuestra, viniendo de norte a sur, es decir: de Aguaprieta a Nacozari, pasó a gran velocidad una camioneta suburban blanca, custom de luxe, con llantas nuevas y gordas, nuevecita la suburban, albeando de brillante y limpia como la nieve, y en la defensa delantera una placa que decía: “Grupo Águila. Policía Judicial Federal”.
Se nos pusieron los pelos de punta, pues son frecuentes en la región las historias de equívocos. Se oye que en Chihuahua a unos cazadores los confundieron con narcotraficantes y los culparon mediante el habitual recurso mexicano de la prefabricación. Pero por otra parte –dado que la paranoia es el pan de nuestro de cada día de este business— hay también anécdotas de cazadores a quienes confunden al contrario: los creen agentes de la judicial y los parroquianos de la zona que se dedican al trafique deciden –en su infinito ver moros con tranchetes— que los vacacionistas andan investigando algo y los matan. De estas historias está plagado el estado de la Sierra Madre, que se conforma con parte de la montaña de Sonora, una gran comarca de la cordillera chihuahuense, un trozo del actual Durango y una extensión considerable de Sinaloa. Piénsese tan sólo en aquel piloto chihuahuense (ha habido muchas confusiones también con los pilotos: unos los toman por narcos y otros por agentes: el peligro por los dos lados) que clavó su avioneta contra un peñón cerca de Badiraguato para morir y hacer morir con él a los soldados que le apuntaban y lo habían torturado.
Ni el cine ni nuestra novela –y sospecho que ni nuestros gobernantes— tienen idea de estos dramas. Son cosas que no se ven desde la cresta del poder, desde los pinos del poder que crecen a dos mil 500 metros de altura sobre el nivel del mar y por encima de la realidad.
Se vive, pues, en el noroeste, una nueva formación social: la sociedad judicializada. Llegan vestidos de negro en sus camionetas suburban negras con vidrios polarizados y con cachuchas de beisbol también negras, como las tropas de Mussolini o los cuerpos especiales de la Gestapo. En la espalda llevan unas letrotas (como lo hacen los de la DEA) que dicen: PJF. Una policía al estilo americano. No hay la menor sensibilidad (¿o será ignorancia histórica?) ante el simbolismo macabro y antidemocrático que corresponde al color negro. Cada uno de sus actos ha sido un puñado de votos contra el PRI en épocas de fraude electoral, debido a la íntima e inegable relación entre política y policía.
Y, quiérase o no, la policía es el representante más inmediato del Estado ante el hombre de la calle o del campo, ante el ciudadano común y corriente. En México los agentes –así lo vive el pueblo— son los enviados del Presidente de la República, no sólo porque pertenecen al Poder Ejecutivo (y no al Judicial) sino porque son, en la práctica, los consentidos del presidencialismo.
Sin andar haciendo muestreos, simplemente al pasar junto al cerro de El Centinela al salir de Mexicali rumbo a la Rumorosa, se suele ver (o solía verse: antes de que se acabaran los retenes) en las mañanas grupos de quince, veinte vehículos, mustangs, suburbans, broncos, cheyenes, con quince o más de veinte agentes vestidos de negro, preparados para la inspección de los tráilers que vienen del sur. Muy cinematográficos su presencia y su estilo.
Contrastan mucho estos policías a la Clint Eastwood con las parejas de judiciales locales, que viven en hoteles de segunda, jóvenes recién bajados de la sierra, que calzan botas puntiagudas, visten chaleco y llevan sombrero como de cowboys, y que en muchos casos no saben ni manejar. Chocan de vez en cuando sus pickups en la hermosillense Avenida de los Generales porque, en cierto modo, no sólo visten como cowboys sino que también andan jugando a los cowboys.
La gobernadora de Sierra Madre, Azucena Rascón, nunca se atreve a reclamar la jurisdicción, la competencia, de sus policías cuando se le meten en su terreno los de la judicial nacional. Dice que se pliega al proyecto general de lucha contra el narcotráfico, dice que son unos cabrones pero que son muy buenos, que el otro día descubrieron un túnel de Aguaprieta a Douglas. Pero que no son los únicos que se juegan la vida en ese negocio. Reconoce que también la gente de nogales, los profesores, los periodistas, algunos abogados, luchan contra las relaciones de poder y complicidad que se dan entre funcionarios municipales y estatales y federales y narcotraficantes.
—Nogales es como la Poisonville de Dashiell Hammett –dice doña Azucena. Basta ver las crónicas que ha publicado Luis Enrique Woolfolk: son como de Cosecha roja.
Entre otras cosas, Woolfolk –abogado él mismo— cuenta que en Nogales los litigantes en materia penal están en el desempleo, pues todo se arregla entre el comandante de la judicial federal y dos o tres abogados pertenecientes a los bufetes “divinos”, como les dicen a los despachos de los abogángsters traficantes de influencia.
Los valientes reportajes de Woolfolk (originario de Magdalena, Sonora, donde encabezó el movimiento estudiantil de 1968) han convertido en una celebridad a más de un “abogado” de la ciudad, piezas clave en los intríngulis nogalenses de coyotes y comandantes narcotraficosos.
En esos días tuve también el gusto de asistir a un desayuno con la barra de abogados de Hermosillo, a las 8 de la madrugada, en el hotel Valle Grande, por invitación de mi amigo Francisco Acuña Griego, uno de los hombres de más prestigio y autoridad moral en el estado de la Sierra Madre.
El tema de mi comparecencia versó –a solicitud de los abogados que en su práctica sonorense no encuentran diferencia alguna entre la realidad y la literatura— sobre “Leonardo Sciascia y la novela de lo judicial”.
Me atrajo desde un principio la invitación porque es evidente que en Sciascia hay una constante temática: la justicia y su contraparte, la injusticia, las componendas entre los representantes del Estado y los jefes de las mafias, el uso político de la delincuencia y la inutilidad de la protesta civil.
Vi rostros allí en la mesa del Valle Grande que antes conocí (1959) en la Universidad de Sonora. Unos dieciocho abogados que en su mayoría habían leído a Sciascia o mis artículos. Uno de ellos, Óscar López Vucovich, recorrió todas las librerías de 5 de mayo, una vez que vino al D.F., buscando El día de la lechuza, la mejor novela de Sciascia en lo que respecta al tema siempre actual de la mafia.
Les interesaba la obra de Sciascia porque ellos viven todos los días los problemas que ventila literariamente el siciliano o porque no pocos de los crímenes que se perpetran en Sicilia se parecen a los que se encubren en Sonora. Si Sciascia critica, por ejemplo, la manipulación de la lucha estatal contra la mafia para que algunos políticos hagan carrera, la lucha contra el narcotráfico en México también sirve para encubrir otras cosas y hacer carrera política (como se usa asimismo el anticardenismo para hacer negocio o para apuntalar una carrera política o periodística: nunca ha sido mal negocio estar de acuerdo con el jefe del Estado).
“En Sonora un 35 por ciento de los detenidos por delitos contra la salud son inocentes. Los meten en la cárcel para encubrir a otros”,
me dijo uno de los abogados.

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