Wednesday, September 06, 2006
El cso Fonseca
A pesar de que en su novela Agosto el brasileño Rubem Fonseca (nacido en 1925, autor también de Los prisioneros, El collar del perro, Lucía McCartney, El caso Morel, Feliz año nuevo, El gran arte, Grandes emociones y pensamientos imperfectos) trabaja un asunto tomado directamente de la realidad –el asesinato de un empresario en Río de Janeiro y el atentado contra el periodista Carlos Lacerda en 1954 en los días anteriores al suicidio del presidente Getulio Vargas) la suya no es una indagación periodística ni criminológica. Al fundir historia real y ficción en un universo que tiene su propia legalidad literaria, el escritor que junto con el lusitano José Saramago está produciendo una de las mejores prosas en lengua portuguesa asume abiertamente el carácter inventivo de la historia que no reconocen los historiadores profesionales y consigue un libro “electrizante”, según ha escrito Fernando Morais, que logra “magnetizar” al lector de tal modo que resulta difícil
saber dónde termina la crónica nacional más inmediata y empieza la novela. Y es que “la literatura no es un espejo ni el escritor un fotógrafo”, dice el crítico Deonisio da Silva en su estudio O caso Rubem Fonseca. “En vez de reproducir, su obra transfigura, revela.”
Un acierto semejante tiene el abogado carioca que trabajó buena parte de su juventud como director de la Ligth, una empresa trasnacional, cuando da a conocer ahora en 1992 siete cuentos bajo el título Romance negro.
Ciudadano de un país en el que una criminalidad anónima y política llega al extremo de masacrar por decenas a los niños de la calle, y en el que no se considera un animal sagrado al Presidente de la República como en otras latitudes del continente, Rubem Fonseca refrenda el mundo desesperado de su ficción, la miseria y la compasión de sus personajes en una suerte de lirismo despiadado que lo ha inscrito, sin que él se lo propusiera, en la corriente que dentro de la literatura brasileña contemporánea Alfredo Bosi llama “brutalista”.
No se atiene el escritor a la mera materia prima del mundo adverso y en descomposición que marca a sus personajes pues todo lo filtra a través de una óptica literaria entendida como relación, según un cierto punto de vista y un tono, de lo que es la experiencia humana.
Esa ficción literaria es uno de los temas tangenciales de Romance negro, como puede apreciarse en el cuento “El libro de los panegíricos”. La literatura tiene además un papel simbólico en los escritores –tan insignificantes, miserables, no triunfadores, como el hombre de la calle— que pueblan estos cuentos como el andariego que en “El arte de caminar las calles de Río de Janeiro” ve a la ciudad como un aprendizaje y un libro que se lee (un escenario de signos) o el enigmático autor de historias policiacas de “Novela negra”, o el curioso escritor vegetariano que en “Mirar” aprende la equivalencia entre arte y hambre.
No siempre (tal vez ahora tampoco), Rubem Fonseca ha sido una figura grata para quienes detentan el poder en su país, la clase política que no excluye a los militares ni a los empresarios. Durante la dictadura militar que se inauguró en 1964 y se disolvió en 1984, las relaciones entre los intelectuales y el “nuevo orden” conocieron tensiones y conflictos. Bajo el gobierno del general Ernesto Geisel se censuraron cientos de películas, obras de teatro, canciones, y más de 500 libros, entre ellos Feliz año nuevo, de Rubem Fonseca, en 1976. Se le entabló un juicio en el que se le acusaba de hacer una apología del crimen y la violencia y de dar un lugar en su mundo –aunque no exclusivamente— a sexualidades consideradas ilegítimas o patológicas. Asaltos, robos, homicidios, corrupciones policiales y políticas, que competían con los esperpentos de la realidad cotidiana, fueron asuntos de orden obsceno para el ministro de Justicia, como puede leerse en la estupenda investigación Nos bastidores da censura, de Deonisio da Silva.
La sexualidades consideradas ilegítimas o heréticas suelen ir de la mano de acciones armadas en la narrativa de Fonseca y los practicantes de esas opciones no siempre están condenados al fracaso, a priori, como en otros libros. Sus bandidos son vencedores. Y por otra parte, la “gente fina y noble”, que no carece de nada,
vive invariablemente atribulada –dice Deonisio da Silva—, presa de angustias diversas, sin amor, sin pasiones avasalladoras, como las que se dan en las periferias socioeconómicas. Son propietarios, viven en mansiones bellísimas, se visten de oro y de púrpura, estudian en las mejores escuelas, comen en los más finos restaurantes, beben de los mejor que importa el país y, con todo ello, siempre andan perdidos en un enorme vacío.
Rubem Fonseca desconfía de los escritores que se hacen propaganda. Se niega por principio (en una época en que principios no se tienen) a dar entrevistas y andar en los cachondeos del poder. Ni siquiera en los momentos más graves de persecución, cuando le censuraron su libro, quiso hablar con los periodistas.
No ha sido por otra parte Rubem Fonseca el primero en descubrir en el derecho insospechadas posibilidades literarias. O mejor: no precisamente en la doctrina jurídica sino en la experiencia del poder judicial… que va siempre de la mano… del crimen.
Abogado, ha tenido también que ver con algún cargo relacionado con el ministerio público, ha visto los toros desde abajo, como puede inferirse de ese conjunto de cuadros que componen “Crónica de sucesos”, cuatro, cinco, seis escenas de calle, líos de jefatura de policía, un marido que golpea a su mujer, un policía que al golpeador atlético y aeróbico le mete un tiro en el menisco. Sin comentarios. Tan desnudo el cuento como en la página roja. Parece. Sólo, únicamente lo parece… porque el trabajo de Fonseca es de sustracción, de omisiones, de elipsis o blancos activos, terroríficos, espeluznantes, en su magistral libro de cuentos El cobrador.
“¡No pago nada! ¡Me he hartado ya de pagar!, le grité. ¡Ahora yo soy el que cobra!”
Muy carioca el ambiente y muy descarnada la desfachatez de sus personajes. Cínico, despiadado, se diría, no hace falta decirlo, algo así como lo indecible, por decir algo, el narrador protagonista responsable cargador de la voz narrativa de casi todos los cuentos del desvergonzado, inspirado, tal vez genial autor brasileño, es el asesino mismo, el que lleva la voz delincuente, el que tiene a su cargo el punto de vista, la lente con que habrán de observarse todas las cosas. Desde su perspectiva se comete la violación, se pone la bomba durante el carnaval, se le priva a hachazos de la cabeza a un hombre.
“Soy corrupto, no subversivo”, dice Paulo Méndez en “Mandrake”, un homenaje circular a El sueño eterno, de Raymond Chandler, muy Hollywood en Río el clima mental y muy años cuarenta, sólo que el investigador privado, el abogado, el coyote de la aristocracia gubernamental y frívola de Río es requerido por la policía. “Estamos investigando sus actividades”, dijo Pacheco con aire soñoliento.
“No sé qué hago aquí. Yo soy corrupto, no subversivo.”
Y es que justamente Fonseca –o mejor dicho los relatos de Fonseca o el flujo corrosivo vitriólico de su narración— se mueve en esa zona intermedia de realidad y conciencia en la que lo policiaco deviene la cotidianidad violenta. No se trata, por supuesto, de una trama policiaca, un enigma, ni del cuento al modo de la detective story. Nada de eso. Lo policiaco hierve en la sopa, en la familia, en la recámara, en las conversiones y parejamente en el confesionario de la iglesia, la oficina de redacción de los periódicos y el sillón de los psicoanalistas, todos lugares de interrogatorio, todos personajes instalados en la severa vigilancia de los demás: lo policiaco como rasgo de la degradación ambiente.
—¿Has matado a alguien alguna vez? –Ana apunta el arma a mi cabeza.
—Sí.
—¿Y te gustó?
—Me gustó.
—¿Qué sentiste?
—Como un alivio.
—¿Como nosotros dos en la cama?
—No, no. Otra cosa. Lo contrario.
Nada de parodias de novela policiaca o alusiones al género. Nada de eso. Sería como escribir de gastronomía en Bangladesh. Allí, en las calles de Río, por la avenida Copacabana a veces, pero sobre todo lejos de las playas, lo más distante posible de Le Blon, Botafogo, Ipanema, hacia el corazón mismo de Río mejor dicho, se puede encontrar a un bebedor o comensal vecino que seguramente (por su estilo, por su coquetería pistoleril) trabaja para el Escuadrao da Morte, la EM, la Escuadra Móvil propiamente, y que de cuando en vez hace su free lance por encargo, fuera de las horas de exterminio, todo depende del cliente, como aquel que para ganar una apuesta acerca del número de acribillamientos (edad, sexo, niñas, ancianos, jóvenes) que cometerá el Escuadrao en el mes entra en tratos con un agente del EM para ajustar la cuenta a la cifra apostada. “Me deben escuela, novia, tocadiscos, respeto, bocadillo de mortadela en la tasca de la calle Vieira Fazenda, helado, balón de fútbol.”
Y no parece notársele la literatura a Fonseca. No se le ve la oreja ni la voluntad de estilo ni el humor ni las ganas de quedar bien con nadie ni la más mínima complacencia. Sus cuentos –sin anunciarlo ni prometerlo como Henry Miller al principio de uno de sus trópicos— son un escupitajo en la faz de Dios, una especie rara de mentada de madre, un gancho al hígado, una patada en los huevos… Un ya basta, un ya párenle, una furia fundamental e impostergable.
Qué monada la literatura narrativa en un mundo en el que caen a mares los hilos babosos de la crueldad política y legal y elegante y de mucho mundo, la decencia familiar y la buena mesa, la corrección formal y la generosidad hacia adentro –no al interior, como dicen los politólogos afrancesados— y sin riesgos. De ahí que la violencia venga sin tregua, cuando grita, llora, hace bilis… el cobrador: “Me lo deben todo, calcetines, cine, solomillos, me lo deben todo, coño, todo.”
saber dónde termina la crónica nacional más inmediata y empieza la novela. Y es que “la literatura no es un espejo ni el escritor un fotógrafo”, dice el crítico Deonisio da Silva en su estudio O caso Rubem Fonseca. “En vez de reproducir, su obra transfigura, revela.”
Un acierto semejante tiene el abogado carioca que trabajó buena parte de su juventud como director de la Ligth, una empresa trasnacional, cuando da a conocer ahora en 1992 siete cuentos bajo el título Romance negro.
Ciudadano de un país en el que una criminalidad anónima y política llega al extremo de masacrar por decenas a los niños de la calle, y en el que no se considera un animal sagrado al Presidente de la República como en otras latitudes del continente, Rubem Fonseca refrenda el mundo desesperado de su ficción, la miseria y la compasión de sus personajes en una suerte de lirismo despiadado que lo ha inscrito, sin que él se lo propusiera, en la corriente que dentro de la literatura brasileña contemporánea Alfredo Bosi llama “brutalista”.
No se atiene el escritor a la mera materia prima del mundo adverso y en descomposición que marca a sus personajes pues todo lo filtra a través de una óptica literaria entendida como relación, según un cierto punto de vista y un tono, de lo que es la experiencia humana.
Esa ficción literaria es uno de los temas tangenciales de Romance negro, como puede apreciarse en el cuento “El libro de los panegíricos”. La literatura tiene además un papel simbólico en los escritores –tan insignificantes, miserables, no triunfadores, como el hombre de la calle— que pueblan estos cuentos como el andariego que en “El arte de caminar las calles de Río de Janeiro” ve a la ciudad como un aprendizaje y un libro que se lee (un escenario de signos) o el enigmático autor de historias policiacas de “Novela negra”, o el curioso escritor vegetariano que en “Mirar” aprende la equivalencia entre arte y hambre.
No siempre (tal vez ahora tampoco), Rubem Fonseca ha sido una figura grata para quienes detentan el poder en su país, la clase política que no excluye a los militares ni a los empresarios. Durante la dictadura militar que se inauguró en 1964 y se disolvió en 1984, las relaciones entre los intelectuales y el “nuevo orden” conocieron tensiones y conflictos. Bajo el gobierno del general Ernesto Geisel se censuraron cientos de películas, obras de teatro, canciones, y más de 500 libros, entre ellos Feliz año nuevo, de Rubem Fonseca, en 1976. Se le entabló un juicio en el que se le acusaba de hacer una apología del crimen y la violencia y de dar un lugar en su mundo –aunque no exclusivamente— a sexualidades consideradas ilegítimas o patológicas. Asaltos, robos, homicidios, corrupciones policiales y políticas, que competían con los esperpentos de la realidad cotidiana, fueron asuntos de orden obsceno para el ministro de Justicia, como puede leerse en la estupenda investigación Nos bastidores da censura, de Deonisio da Silva.
La sexualidades consideradas ilegítimas o heréticas suelen ir de la mano de acciones armadas en la narrativa de Fonseca y los practicantes de esas opciones no siempre están condenados al fracaso, a priori, como en otros libros. Sus bandidos son vencedores. Y por otra parte, la “gente fina y noble”, que no carece de nada,
vive invariablemente atribulada –dice Deonisio da Silva—, presa de angustias diversas, sin amor, sin pasiones avasalladoras, como las que se dan en las periferias socioeconómicas. Son propietarios, viven en mansiones bellísimas, se visten de oro y de púrpura, estudian en las mejores escuelas, comen en los más finos restaurantes, beben de los mejor que importa el país y, con todo ello, siempre andan perdidos en un enorme vacío.
Rubem Fonseca desconfía de los escritores que se hacen propaganda. Se niega por principio (en una época en que principios no se tienen) a dar entrevistas y andar en los cachondeos del poder. Ni siquiera en los momentos más graves de persecución, cuando le censuraron su libro, quiso hablar con los periodistas.
No ha sido por otra parte Rubem Fonseca el primero en descubrir en el derecho insospechadas posibilidades literarias. O mejor: no precisamente en la doctrina jurídica sino en la experiencia del poder judicial… que va siempre de la mano… del crimen.
Abogado, ha tenido también que ver con algún cargo relacionado con el ministerio público, ha visto los toros desde abajo, como puede inferirse de ese conjunto de cuadros que componen “Crónica de sucesos”, cuatro, cinco, seis escenas de calle, líos de jefatura de policía, un marido que golpea a su mujer, un policía que al golpeador atlético y aeróbico le mete un tiro en el menisco. Sin comentarios. Tan desnudo el cuento como en la página roja. Parece. Sólo, únicamente lo parece… porque el trabajo de Fonseca es de sustracción, de omisiones, de elipsis o blancos activos, terroríficos, espeluznantes, en su magistral libro de cuentos El cobrador.
“¡No pago nada! ¡Me he hartado ya de pagar!, le grité. ¡Ahora yo soy el que cobra!”
Muy carioca el ambiente y muy descarnada la desfachatez de sus personajes. Cínico, despiadado, se diría, no hace falta decirlo, algo así como lo indecible, por decir algo, el narrador protagonista responsable cargador de la voz narrativa de casi todos los cuentos del desvergonzado, inspirado, tal vez genial autor brasileño, es el asesino mismo, el que lleva la voz delincuente, el que tiene a su cargo el punto de vista, la lente con que habrán de observarse todas las cosas. Desde su perspectiva se comete la violación, se pone la bomba durante el carnaval, se le priva a hachazos de la cabeza a un hombre.
“Soy corrupto, no subversivo”, dice Paulo Méndez en “Mandrake”, un homenaje circular a El sueño eterno, de Raymond Chandler, muy Hollywood en Río el clima mental y muy años cuarenta, sólo que el investigador privado, el abogado, el coyote de la aristocracia gubernamental y frívola de Río es requerido por la policía. “Estamos investigando sus actividades”, dijo Pacheco con aire soñoliento.
“No sé qué hago aquí. Yo soy corrupto, no subversivo.”
Y es que justamente Fonseca –o mejor dicho los relatos de Fonseca o el flujo corrosivo vitriólico de su narración— se mueve en esa zona intermedia de realidad y conciencia en la que lo policiaco deviene la cotidianidad violenta. No se trata, por supuesto, de una trama policiaca, un enigma, ni del cuento al modo de la detective story. Nada de eso. Lo policiaco hierve en la sopa, en la familia, en la recámara, en las conversiones y parejamente en el confesionario de la iglesia, la oficina de redacción de los periódicos y el sillón de los psicoanalistas, todos lugares de interrogatorio, todos personajes instalados en la severa vigilancia de los demás: lo policiaco como rasgo de la degradación ambiente.
—¿Has matado a alguien alguna vez? –Ana apunta el arma a mi cabeza.
—Sí.
—¿Y te gustó?
—Me gustó.
—¿Qué sentiste?
—Como un alivio.
—¿Como nosotros dos en la cama?
—No, no. Otra cosa. Lo contrario.
Nada de parodias de novela policiaca o alusiones al género. Nada de eso. Sería como escribir de gastronomía en Bangladesh. Allí, en las calles de Río, por la avenida Copacabana a veces, pero sobre todo lejos de las playas, lo más distante posible de Le Blon, Botafogo, Ipanema, hacia el corazón mismo de Río mejor dicho, se puede encontrar a un bebedor o comensal vecino que seguramente (por su estilo, por su coquetería pistoleril) trabaja para el Escuadrao da Morte, la EM, la Escuadra Móvil propiamente, y que de cuando en vez hace su free lance por encargo, fuera de las horas de exterminio, todo depende del cliente, como aquel que para ganar una apuesta acerca del número de acribillamientos (edad, sexo, niñas, ancianos, jóvenes) que cometerá el Escuadrao en el mes entra en tratos con un agente del EM para ajustar la cuenta a la cifra apostada. “Me deben escuela, novia, tocadiscos, respeto, bocadillo de mortadela en la tasca de la calle Vieira Fazenda, helado, balón de fútbol.”
Y no parece notársele la literatura a Fonseca. No se le ve la oreja ni la voluntad de estilo ni el humor ni las ganas de quedar bien con nadie ni la más mínima complacencia. Sus cuentos –sin anunciarlo ni prometerlo como Henry Miller al principio de uno de sus trópicos— son un escupitajo en la faz de Dios, una especie rara de mentada de madre, un gancho al hígado, una patada en los huevos… Un ya basta, un ya párenle, una furia fundamental e impostergable.
Qué monada la literatura narrativa en un mundo en el que caen a mares los hilos babosos de la crueldad política y legal y elegante y de mucho mundo, la decencia familiar y la buena mesa, la corrección formal y la generosidad hacia adentro –no al interior, como dicen los politólogos afrancesados— y sin riesgos. De ahí que la violencia venga sin tregua, cuando grita, llora, hace bilis… el cobrador: “Me lo deben todo, calcetines, cine, solomillos, me lo deben todo, coño, todo.”