Tuesday, September 05, 2006

 

El circuito de la legitimidad

…la confesión de una culpa por parte de
quien no la ha cometido establece lo que yo
llamo el circuito de la legitimidad.

L. Sciascia, El contexto

Uno podría pensar que un autor intelectual es alguien como Octavio Paz o Pedro Henríquez Ureña, pero no: se trata más bien de una expresión acuñada en la práctica mexicana del derecho penal y que se refiere al inductor de un crimen. En Italia, al mismo personaje, que aquí reconocemos con el rimbombante título de “autor intelectual”, se le llama mandante, es decir: el que manda matar a alguien. En las legislaciones de otros países se le identifica con el nombre de “instigador”.
El tema es importante porque tiene que ver con nuestra cultura de la impunidad y con la dificultad –con la imposibilidad tal vez— de demostrar técnicamente la “autoría intelectual”. En México, gracias a esos escollos de nuestro derecho procesal penal, es extremadamente fácil y frecuente valerse de un tercero para cometer un crimen. Y la autoría es tan difícil de comprobar como el fraude electoral. Por eso, porque no dejan huellas, ambas maniobras de la imaginación delictiva pertenecen al reino del crimen perfecto. Y por si fuera eso poco, lo miembros de nuestras siniestras judicaturas mexicanas razonan como sus pares en el mundo siciliano de Sciascia: “El que un acusado haya cometido o no un delito es algo que para los jueces nunca ha tenido la menor importancia.”
Vámonos recio. Tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata. Ya lo decía don Luis Jiménez de Azúa:
El sistema vigente en la mayor parte de los países reserva la pena íntegra asignada al delito para los autores. Esto es, para aquellos que con causa eficiente (y dentro de los autores se comprende tanto a autores materiales que han ejecutado realmente los actos constitutivos como los mal llamados autores morales) han concebido y resuelto el delito, pero sin ejecutarlo ellos mismos sino haciéndoselo ejecutar a otros.
El autor intelectual es el que induce a delinquir y resulta tan responsable, igualmente cupable, como el ejecutor material. Es tan sentenciable como si hubiera cometido el delito con sus propias manos. Ni más ni menos.
Otros autores, como Eugenio Raúl Zaffaroni, establecen que la inducción (o la instigación) viene siendo la influencia que se ejerce en una pesona para determinarla a comter un delito. Esta relación (este acuerdo) presupone por un lado la existencia de una persona (inductor o autor intelectual) que induce a otra (autor material) a delinquir, es decir, a ejecutar materialmente el delito.
El problema viene cuando se trata de demostrar el lazo de unión entre los dos personajes. Es muy difícil. Por eso los grandes asesinatos de nuestra época entran en el esquema de la “autoría intelectual”. Los crímenes de la mafia, por ejemplo, Los crímenes políticos. El asesinato de Manuel Buendía o el de Héctor Félix Miranda. El del cardenal Posadas. El de Luis Donaldo Colosio y el de José Francisco Ruiz Massieu.
Parece ser que la única manera de inculpar a alguien de haber ordenado un “jale” (un trabajito de asesinato) es que el supuesto autor material –detenido, torturado y por tanto confeso— le eche la culpa directa y explícitamene a alguien. Tiene que señalarlo con el dedo y abonar su acusación con testigos y pruebas circunstanciales. Si el autor material no apunta directamente a alguien entonces es seguro que el autor “intelectual” se beneficie de la impunidad consecuente. Y es éste el caso más común en nuestro sistema de injusticia penal.
La comisión de delitos a control remoto, por interpósita persona, es decir, desde un autor intelectual a través de un asesino a sueldo, tiene un campo de acción muy amplio y prácticamente asegura la no imputabilidad. Por eso la mejor forma de que un autor intelectual salga librado de una imputación es hacer que otro se eche la culpa, que asuma toda la responsabilidad y no lo señale. Y ése es el caso más frecuente. Es el pan nuestro de cada día.
La fórmula más segura y más socorrida en nuestro modernizado país sigue siendo la de conseguir que alguien se eche la culpa. ¿Pero cómo puede ser posible que alguien pague el pato?, se preguntaría cualquier ciudadano sensato. Pues no falta quien se preste. Parece inverosímil, pero así es. Por dinero. Por quedar bien. Por ser leal y esperar ser recompensado más tarde. Es muy común, pero, naturalmente, en estos casos se necesita tener mucho, mucho poder. Alguien ha escrito que la verdadera prueba de que se tiene poder en México es librarla de un homicidio. To get away with murder, dicen los gringos.
La autoría intelectual de un crimen, en México, es tan difícil de demostrar como el fraude electoral. Ciertamente en la indagación de la justicia no todo es presentación de pruebas, como argüían los gángsters de Chicago en los años 20, cuando todo el mundo sabía quién era el asesino. También existe la lógica, el sistema de inferencias y deducciones, como hacen en los países de policía científica (Inglaterra, Scotland Yard) y no de policía torturadora.
El lío en que se puede meter alguien por haber mandado asesinar a alguien termina en cuanto se detiene a X y se le prefabrica el delito que ordenó el autor intelectual. Se le echa la culpa a alguien para sí exonerar al autor intelectual.
Al conseguir que alguien se eche la culpa empieza a funcionar el mecanismo de la “justicia” (palabra inutilizable sin comillas) y el hecho de que el acusado haya cometido o no el delito es algo que para los jueces –esos cómplices moscas muertas del sistema político mexicano— no tiene la menor importancia. Con la confesión no solicitada –o solicitada por la vía más común: la tortura— empieza la coartada legal para no inculpar a otro, al autor intelectual, por ejemplo. Y una vez que el imputado asume la culpa se cierra el circuito de la legalidad. (Entre juristas hay una diferencia sutil, o técnica, entre legitimidad y legalidad. “Creemos en el principio de la legalidad”, decía el procurador Carpizo a la menor provocación.)
Pero cuando realmente se cumple la “justicia” es cuando el juez sentencia al consignado, y se realiza todavía más esa “justicia” en el momento en que un tribunal superior ratifica la sentencia. A partir de entonces, de manera inapelable, se establece la “cosa juzgada”, se completa el circuito de la legitimidad, y el asesino intelectual puede dormir tranquilo.
Una de las sátiras más sutiles –y más devastadoras— que se ha hecho sobre esta “inevitabilidad” de la justicia se encuentra en las páginas de El contexto, la novela de Leonardo Sciascia que conocimos en el cine como Cadáveres ilustres, la película de Francesco Rosi. Riches, el presidente del Tribunal Supremo, elabora la analogía entre el acto de juzgar y la celebración de la misa:
“Tomemos, por ejemplo, la misa: el misterio de la transustanciación, el pan y el vino que se convierten en cuerpo, alma y sangre de Jesucristo. El sacerdote puede incluso ser indigno, en su vida, en sus pensamientos: pero el hecho de haber sido investido de su ministerio es lo que hace que cada celebración se cumple el misterio. Nunca, fíjese bien, nunca, puede ocurrir que la transustanciación no se produzca. Y lo mismo sucede con un juez cuando celebra la ley: la justicia no puede dejar de desvelarse, de transustanciarse, de cumplirse.”
Es una maravilla nuestro sistema político—judicial.
En todo el país se ha practicado y se practica el mandar matar, y las autoridades, cuando necesitan proteger a alguien, se atienen –entonces sí— a la norma jurídica y arguyen que no pueden probar la autoría intelectual. Es cierto. Es muy difícil. Es como el adulterio o el fraude electoral, o más problemático, porque para probar la autoría intelectual de un crimen no bastan los indicios ni las suposiciones por muy lógicas que sean. Hay que establecer fehaciente e inequívocamente la línea en cadena de culpabilidad criminal. Hay que exhibir pruebas contundentes e irrechazables: testigos, documentos, grabaciones, confesiones y acusaciones directas. De lo contrario, cualquiera podría señalar a otro como autor intelectual, a un gobernador, por ejemplo, o a cualquier otro profesional del poder.
No es un problema de derechos de autor. Es uno de los escollos más difíciles del derecho procesal penal.
Para establecer la existencia de la coparticipación, nos informa el abogado penalista Juan Velázquez, hay que invocar una jurisprudencia de la Suprema Corte (1917—1985 apéndice al Semanario Judicial de la Federación: segunda parte, Primera Sala, Tesis 78, página 177) que dice: “Para fijar la coparticipación delictuosa es necesario encontrar no sólo el lazo de unión entre los diversos delincuentes en su actividad externa, sino en el propósito y en el consentimiento de cada uno de ellos para la comisión del delito.”
Un ejemplo muy ilustrativo acerca de cómo se ha manejado en México el problema de la autoría intelectual se encuentra entre las páginas de El caso Alarcón, de Víctor Velázquez, publicado como “un mensaje del señor Gabriel Alarcón a la opinión pública” en 1955. La lectura de esta “memoria” a 40 años de distancia –es decir, desde 1955—, crea curiosamente la impresión de que el señor Alarcón no fue tan inocente como se le hace aparecer y permite más de una reflexión interesante sobre el modo en que ha funcionado el aparato de la “justicia” en México.

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