Sunday, September 03, 2006
El asesinato político
Se tiende a dar por irrebatible que el asesinato político sólo se asimila al magnicidio, es decir, al hecho de privar de la vida a un jefe de Estado, como presupone Collin Wilson en The Psycology of Murder.
A veces la víctima es un tirano, y su muerte cambia el curso de la historia. Pero la lista de reyes asesinados a partir de 1870 revela que muy pocos de sus asesinos consiguieron ese propósito. Alejandro II de Rusia era un zar liberal y su muerte a nadie le fue útil. Umberto I de Italia, muerto por un anarquista llamado Bresci en 1900, era un inofensivo caballero conservador. También lo era el presidente francés Sadi Carnot, acuchillado en 1894. la princesa Isabel de Austria, asesinada por un “socialista” llamado Luchen, fue muerta en 1898 sólo porque se trataba de una emperatriz. La muerte de los presidentes estadunidenses, Garfield y McKinley, sólo sirvió para que sus asesinos, Guiteau y Czolgosz, se hicieran famosos.
Sin embargo, basta que la víctima sea un militante o un profesional de la política, o cualquier ser humano cuya muerte se deba a causas políticas o tenga efectos de la misma índole o se ocasione en la lucha por el poder entre grupos, para que pueda muy bien hablarse de asesinato político.
Hay una racionalidad, una economía, en el asesinato político. En Macbeth sólo hay un tema: el asesinato. Es el más obsesivo de todos los crímenes creados por Shakespeare. El crimen, el pensamiento sobre el crimen y el temor ante el crimen se adueñan de todo. “En la tragedia sólo hay dos grandes papeles, pero el tercer personaje del drama es el miedo”, dice Jan Kott. El autor de Apuntes sobre Shakespeare relaciona esta temática con una frase aterradora que pronuncia Chen, el personaje de La condición humana, de André Malraux: “El hombre que nunca ha matado es virgen.” Virgen de asesinato. Desconocedor de esa otra dimensión que está más allá del delito.
Porque el asesinato es conocimiento y la experiencia de matar es intransferible, tan intransmisible como la experiencia del acto amoroso. Y es que, comenta Jan Kott, “la realización de un asesinato cambia a aquel que mató; a partir de ese momento se convierte en otra persona y el mundo en que vive se convierte en un mundo distinto”.
En 1952 Jean Giono escribió el prológo que en las ediciones de La Pléiade lleva las Oeuvres complétes de Nicolás Maquiavelo.
Seguramente recuerda el lector mexicano el nombre de Jean Giono (1895—1970) por El canto del mundo, una novela que se mencionó mucho a propósito de la aparición de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, en 1955 por su recuperación del mundo rural, aún no extinguido del todo.
Lo que viene a establecer Jean Giono en su introducción a la obra de Maquiavelo es que en el Renacimiento se empieza a pensar de otra manera: sus contemporáneos se esforzaban en ver las cosas tal como eran y no a través de la ilusión cristiana. Dios ya no es el creador de los reyes. Ya no se mezcla la política con los sentimientos. Faltan aún cien años para que Cervantes ofrezca la primera parte del Quijote, pero el mundo ya está desencantado.
Siempre ha sido necesario asesinar, dice, palabras más, palabras menos, Jean Giono. A partir de los tiempos de Maquiavelo, en quien no había ningún deseo de juzgar a nadie, el escritor (sólo tres de sus once obras son políticas) siente la necesidad de privar al asesinato de toda ficción poética. La sociedad se ha vuelto más exigente. Ha sabido diferenciar entre el crimen inútil y muy pocos de los que se cometen son inútiles. Dentro del crimen útil distingue entre el buen crimen y el crimen ordinario. Este último pasa desapercibido. Por sí solo, el buen crimen se propone a la admiración de las iglesias y el dulce obispo de Nocera, monseñor Paolo Giovio de Come, dirá con admiración que el asesinato es un “bellísimo ingagno”. Pero para esta admiración hace falta al menos el homicidio de Vitellozzo Vitelli, Oliverotto da Fermo, el señor Pagolo y el duque de Gravina Orsini, estrangulados los cuatro a la vez.
Los dramaturgos del siglo posterior a Maquiavelo, Shakespeare por ejemplo, no se equivocaron. Todo el mundo sabe (y lo sabía también Maquiavelo en 1513) que un muerto ya no cuenta. Ya no cuenta y se olvida pronto. También se olvida rápido si alguien se esmera en preservar su memoria. El asesinato de nuestros días es una bagatela, a nadie le importa: lo único que se tiene es un hombre definitivamente cancelado. Lo que sujetaba se distiende; lo que impedía, ya nada lo impide. Una admirable economía de medios se pone en funcionamiento, pues todo se realiza en unos cuantos segundos. Pero, en razón de esta velocidad que transporta instantáneamente de la sumisión al poder (el verdadero nombre de la libertad, dirá Maquiavelo en los Discursos), de la miseria a la riqueza, del hambre a la saciedad, el mundo espiritual se contrae con el asesinato, como más tarde el mundo material se estrecharía con el avión. Las distancias se hacen pequeñas. Se queman etapas. Una suerte de centrifugacidad de la realidad empieza a esparcirse, como en oleadas, a partir del cadáver: un círculo de tensión que a todos degrada, ensucia y ofende, tal vez más a los espectadores que a los asesinos.
A veces la víctima es un tirano, y su muerte cambia el curso de la historia. Pero la lista de reyes asesinados a partir de 1870 revela que muy pocos de sus asesinos consiguieron ese propósito. Alejandro II de Rusia era un zar liberal y su muerte a nadie le fue útil. Umberto I de Italia, muerto por un anarquista llamado Bresci en 1900, era un inofensivo caballero conservador. También lo era el presidente francés Sadi Carnot, acuchillado en 1894. la princesa Isabel de Austria, asesinada por un “socialista” llamado Luchen, fue muerta en 1898 sólo porque se trataba de una emperatriz. La muerte de los presidentes estadunidenses, Garfield y McKinley, sólo sirvió para que sus asesinos, Guiteau y Czolgosz, se hicieran famosos.
Sin embargo, basta que la víctima sea un militante o un profesional de la política, o cualquier ser humano cuya muerte se deba a causas políticas o tenga efectos de la misma índole o se ocasione en la lucha por el poder entre grupos, para que pueda muy bien hablarse de asesinato político.
Hay una racionalidad, una economía, en el asesinato político. En Macbeth sólo hay un tema: el asesinato. Es el más obsesivo de todos los crímenes creados por Shakespeare. El crimen, el pensamiento sobre el crimen y el temor ante el crimen se adueñan de todo. “En la tragedia sólo hay dos grandes papeles, pero el tercer personaje del drama es el miedo”, dice Jan Kott. El autor de Apuntes sobre Shakespeare relaciona esta temática con una frase aterradora que pronuncia Chen, el personaje de La condición humana, de André Malraux: “El hombre que nunca ha matado es virgen.” Virgen de asesinato. Desconocedor de esa otra dimensión que está más allá del delito.
Porque el asesinato es conocimiento y la experiencia de matar es intransferible, tan intransmisible como la experiencia del acto amoroso. Y es que, comenta Jan Kott, “la realización de un asesinato cambia a aquel que mató; a partir de ese momento se convierte en otra persona y el mundo en que vive se convierte en un mundo distinto”.
En 1952 Jean Giono escribió el prológo que en las ediciones de La Pléiade lleva las Oeuvres complétes de Nicolás Maquiavelo.
Seguramente recuerda el lector mexicano el nombre de Jean Giono (1895—1970) por El canto del mundo, una novela que se mencionó mucho a propósito de la aparición de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, en 1955 por su recuperación del mundo rural, aún no extinguido del todo.
Lo que viene a establecer Jean Giono en su introducción a la obra de Maquiavelo es que en el Renacimiento se empieza a pensar de otra manera: sus contemporáneos se esforzaban en ver las cosas tal como eran y no a través de la ilusión cristiana. Dios ya no es el creador de los reyes. Ya no se mezcla la política con los sentimientos. Faltan aún cien años para que Cervantes ofrezca la primera parte del Quijote, pero el mundo ya está desencantado.
Siempre ha sido necesario asesinar, dice, palabras más, palabras menos, Jean Giono. A partir de los tiempos de Maquiavelo, en quien no había ningún deseo de juzgar a nadie, el escritor (sólo tres de sus once obras son políticas) siente la necesidad de privar al asesinato de toda ficción poética. La sociedad se ha vuelto más exigente. Ha sabido diferenciar entre el crimen inútil y muy pocos de los que se cometen son inútiles. Dentro del crimen útil distingue entre el buen crimen y el crimen ordinario. Este último pasa desapercibido. Por sí solo, el buen crimen se propone a la admiración de las iglesias y el dulce obispo de Nocera, monseñor Paolo Giovio de Come, dirá con admiración que el asesinato es un “bellísimo ingagno”. Pero para esta admiración hace falta al menos el homicidio de Vitellozzo Vitelli, Oliverotto da Fermo, el señor Pagolo y el duque de Gravina Orsini, estrangulados los cuatro a la vez.
Los dramaturgos del siglo posterior a Maquiavelo, Shakespeare por ejemplo, no se equivocaron. Todo el mundo sabe (y lo sabía también Maquiavelo en 1513) que un muerto ya no cuenta. Ya no cuenta y se olvida pronto. También se olvida rápido si alguien se esmera en preservar su memoria. El asesinato de nuestros días es una bagatela, a nadie le importa: lo único que se tiene es un hombre definitivamente cancelado. Lo que sujetaba se distiende; lo que impedía, ya nada lo impide. Una admirable economía de medios se pone en funcionamiento, pues todo se realiza en unos cuantos segundos. Pero, en razón de esta velocidad que transporta instantáneamente de la sumisión al poder (el verdadero nombre de la libertad, dirá Maquiavelo en los Discursos), de la miseria a la riqueza, del hambre a la saciedad, el mundo espiritual se contrae con el asesinato, como más tarde el mundo material se estrecharía con el avión. Las distancias se hacen pequeñas. Se queman etapas. Una suerte de centrifugacidad de la realidad empieza a esparcirse, como en oleadas, a partir del cadáver: un círculo de tensión que a todos degrada, ensucia y ofende, tal vez más a los espectadores que a los asesinos.