Wednesday, September 06, 2006

 

El agente confidencial

El autor que escribió sobre México en Caminos sin ley y El poder y la gloria trabajó entre 1941 y 1944 en “un departamento del Foreign Office” en África Occidental, en Sierra Leona. Sus labores tenían que ver con ciertas misiones “de inteligencia”, tal y como se designa en la jerga militar a los quehaceres del espionaje. Una de sus tareas consistía en vigilar lo que hacían en Freetown los representantes del gobierno francés de Vichy, capital provisional o convencional de la Francia ocupada.
Nacido en 1904, Graham Greene ya era en 1938 un novelista consistente. Su prestigio literario provenía de Oriente Express, Viaje sin mapas y Brighton, parque de diversiones. En África Occidental se sitúa la que es quizá su mejor novela: El revés de la trama. Sin embargo, no es hasta la publicación de El agente confidencial que incorpora por primera vez en su obra elementos que podrían considerarse propios de la novela de espionaje. El protagonista se llama “D”. Llega a la Gran Bretaña como agente de un gobierno de los que los ingleses llaman “latinos” y que guarda cierta semejanza con el de la República Española en los años 30.
Cuando trabajaba en África para la Foreign Office, el autor de El factor humano estuvo a las órdenes nada menos que de Kim Philby, jefe de la subsección ibérica de la Sección V del Servicio Secreto de Inteligencia británico, el mismo agente doble que desertaría a la Unión Soviétaica en 1963. Y en la subsección ibérica sucedió algo muy parecido a lo que tiene lugar en Nuestro hombre en La Habana.
Los agentes británicos apostados en Tánger querían vigilar los movimientos de los submarinos alemanes que zarpaban de Barcelona, y para ello contrataron a un marqués español… le dieron dinero y lo colocaron en Tánger durante un mes.
El marqués, un hombre de buen gusto, se instaló en un hotel de primera y se rodeó copiosamente de mancebos locales. Un día antes de la fecha en que tenía que enviar sus informes, después de varios telegramas de urgencia, preparó todo un bagaje de información extremadamente detallado sobre los submarinos alemanes. El Servicio Secreto de Inteligencia inglés envió los datos a la Marina donde se comprobó que ningún informe correspondía a la realidad, mucho menos las cantidades de lanchas torpedeadas cuyos números de serie habían sido inventados por el marqués. Pero ¿no es cierto –como escribió Graham Greene en Nuestro hombre en La Habana— que los agentes dobles siempre son un poco tramposos? Nunca se sabe si le dan a uno gato por liebre.
En muchos sentidos ésta es la mejor novela de espías de Graham Greene. Su distanciada ironía, su conocimiento del juego, su aguda observación de los pormenores más sutiles del ser humano, los conflictos de conciencia que plantea, la capacidad de depravación en muchos espías, han permitido a Graham Greene hacer de la novela de espionaje un género de tanta validez y calidad como cualquier otro considerado dentro de la literatura llamada significativa.
Para Richard Cody, Graham Greene cumple con la etapa “manierista” de la ficción de espionaje, crea personajes más o menos cínicos, desalentados, cuyas aventuras en hoteles turbios, lentos transatlánticos e incómodos trenes transcontinentales expresan el malestar de una época y el tedio, la soledad de unos personajes que, sin saber cómo ni por qué, se ven envueltos en una lucha probablemente absurda, nada personal, muchas veces perdida de antemano.
Sigue siendo posible, pues, que el cinismo inteligente de Graham Greene provenga de su breve contacto con el espionaje británico durante la Segunda Guerra Mundial. O al menos, su conocimiento del terreno y de los personajes educados para espiar por obligación militar o por vocación. Kim Philby pudo haber sido un traidor, pero lo poco que ha revelado suele estar apoyado en hechos casi siempre comprobables. De Graham Greene, Kim Philby escribió:
Me tendrá que perdonar Graham Greene si digo que no recuerdo que haya hecho algo brillante durante su estancia en África, cuando estuvo bajo mis órdenes. De lo que sí me acuerdo es de una reunión en la que discutimos una proposición suya consistente en utilizar un burdel para frustrar a dos alemanes y un francés sospechosos de espiar los barcos ingleses en la Guinea portuguesa. La sugerencia de Graham Greene se tomó en cuenta muy en serio pero se descartó sólo porque no parecía ser muy productiva en términos de información militar. Luego hice que se encargara de los asuntos portugueses. Sus mordaces comentarios sobre la correspondencia interferida realmente eran muy divertidos.
No es fácil determinar, sin prejuicios, el lugar que ocupan las novelas sobre espionaje de Graham Greene en la totalidad de su obra, pues él mismo se ha preocupado por presentarlas como “entretenimientos”, calificativo que no las degrada ni las exalta. No las llama novelas. Esta advertencia no aparece en el resto de su obra, como en El poder y la gloria, El revés de la trama, El fin de la aventura, Un caso acabado, tal vez porque en estas novelas incursiona en temas que tienen como núcleo una reflexión religiosa. Convertido al catolicismo en 1926, Graham Greene parece proponerse tocar zonas de la conciencia en las que podría duscurrir, incluso dubitativamente, un problema teológico.
No es exagerado conjeturar que en El doctor Fisher de Ginebra, Greene elabora un personaje –el doctor Fisher, prepotente e implacable en su infinita crueldad— que podría ser un impostor de Dios y el poder –al mismo tiempo, o por ello mismo— que ejerce sobre los hombres y las mujeres. Ese Dios improbable de Graham Greene no se atreve a dar la cara, por supuesto, porque también podría ser un agente secreto enviado del más allá: un espía, el espía perfecto y todopoderoso, que todo lo ve y todo lo oye, incluso nuestro silencio.
Si las novelas de Greene suceden en el Infierno, es decir, en este valle de lágrimas que es la Tierra, no deja de ser gratuito que otro escritor inglés, el poeta W.H. Auden resuma así la concepción popular de lo que la Iglesia entiende por Infierno:
Dios es un policía omnisciente que no sólo conoce todos los pecados cometidos, sino todos los que se han de cometer. Pero durante setenta años, más o menos, no hace más que permitir que cada ser humano cometa todos los pecados que quiera. Luego, repentinamente, hace un arresto y, en la mayoría de los casos, el pecador es condenado a la tortura eterna.

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