Tuesday, September 05, 2006
De caminos
Para uno el asfalto es su vida, su mundo, la cinta negra, su elemento. Se siente como pez en el agua. Los aviones parecen cruzar flotando por encima, allá arriba en el cielo. Muchas cosas de la carretera uno las sabe: un movimiento acá, un carro detenido allá, unas lucesitas en el descampado, fuera de las brechas, con fulano allá, el restaurante tal en servicio, a tales horas, en tal punto, y ya. algo pasa.
No haces más que pasar la caseta de San Quintín y te encuentras el mayor número de traileros estacionados. Allí es. Hay una fonda que se llama La Malena. Es el mejor punto de los traileros. Y allí se hace el trafiquín. Todo el mundo lo sabe.
El caso es que estando yo en servicio, a la salida de San Quintín, me hablan por el radio y me dicen que hay un accidente, que está parado el tráfico en el crucero de Camalú. Entonces vamos, mi madrina y yo, mi ayudante. Agarro y nos vamos para allá, en la patrulla. Hay que ir a destrabar el accidente. Un servicio más, un pedo más, como cualquier otro. Son como sesenta, setenta kilómetros, poco menos de una hora. Y vamos en chinga. Ahí vamos, cotorreando y cuenteando, viendo qué puede caer más tarde. Me va hablando mi madrina.
Ya sabes. El madrina te va entreteniendo, va tratando de ver cómo va tu ánimo, qué planes traes, si andas de buen humor, de mal humor, si va a haber pisteada, si va a haber mariscos, si va a haber viejas, si va a ser grifeada, si va a ser coqueada, si va a ser pura pisteada... en la tarde, en la noche, al terminar el servicio.
Vamos pues en chinga hasta Camalú, volando en la patrulla, y de pronto me va hablando mi madrina, mi chalán, mi asistente. No sé qué madres me va diciendo y de pronto me doy cuenta de que ya no estoy oyendo nada. Ya no estoy oyendo los motores de los carros que cruzo. Ya no estoy oyendo a mi madrina. Algo muy raro me está pasando, cabrón. No sabría decirte qué. Pero es... Tú sientes que algo se te metió, que algo se introdujo en tu percepción, un elemento nuevo y extraño al que no le podrías poner nombre. Lo único que sabes es que algo está pasando.
Hazte de cuenta que la carretera se me hizo un túnel de éter. La cinta se me volvió un túnel: toda mi atención, todos mis sentidos estaban en las cosas que yo alcanzaba a ver del túnel. Era muy raro, cabrón. No te lo puedo... pero dejas de oír todo. Y vas entrando y te vas diciendo... No. Entonces, a mí de repente... me llegó. Estaba entrando en una zona de peligro. Me di cuenta. Estaba entrando.
—Cállate, cabrón –le dije a Jaime—. Aquí hay algo.
Seguimos avanzando. Yo llevaba la escopeta, aquí, junto a las piernas. La llevaba aquí. Iba sentado y la llevaba aquí, entre la rodilla derecha y Jaime a mi lado. Cuando uno se sube a la patrulla se mueve el cinturón y la pistola se la deja caer en los huevos, aquí en este espacio lleva uno la pistola por si tiene un oque moverse rápido. Acá lleva uno la pistola y acá abajo la escopeta, cabrón. Es una escopeta 12, recortada, de repetición: pum, pum, pum, o sea, no es de precisión, de esas con las que vas a apuntar. No. Tiras al pinche bulto.
—Jaime, aquí hay algo.
Y allí vamos... a noventa, cien. Bajo la velocidad y empiezo a ver la hilera de carro que están parados a la orilla de la carretera, sobre la cuneta. Entro. Le bajo y empiezo a pasarlos, despacio: veo puras camionetas ránger, suburbans, pickups, fords, cheyenes, con sus cámpers, con dos hijos de la chingada arriba de cada uno, en cada carro; pero están estacionados. Unos abajo y otros arriba.
Los veo y me voy para atrás, porque, me digo, son todos aquellos cabrones, los batos de Culiacán, de Guadalajara, de Tijuana. Están parados, y ¿qué onda? ¿Qué pedo aquí? ¿De qué se trata?
Voy despacio y los voy rebasando, y a mi derecha veo a Rodolfo, mi pareja de la Policía Federal de Caminos, el que siempre anda conmigo en la patrulla pero que ahora está franco, federal en servicio, y aquí está de civil el cabrón arriba de un carro. Ay mamacita querida, dije yo para mis adentros, y más me cagué.
Llego al punto donde estaba un pinche tráiler atravesado a un camión refresquero, un carro que se había salido de la carretera y se había ladeado, vacío. Y ese pinche carro era el que estaba tapando el tráfico. Ya tenían rato, una hora o más, y no sé cuánto; habían maniobrado y metido otra vez el tráiler en el pavimento, de tal manera que cuando llegué ya estaban empezando a mover el tráiler.
Cuando vi el tráiler atravesado y que el movimiento estaba más o menos así, creí que me estaban esperando y me iban a empezar a tirotear por todas partes. Estaban parados afuera de los carros, chavalones, veintisiete, veintiocho años, treinta.
Entonces, cuando vi así el tráiler aceleré, le aventé la pinche patrulla al trailero y frené de golpe.
Yo venía por el carril derecho, pero sin detenerme a pensarlo ni un segundo me encajé por el lado izquierdo. En la otra orilla estaba la bola de cabrones. Los vi a todos. Vi al Grillo, al Tondy, al Memo, al Marcio, al Mickey. Vi a Rodolfo, vi a los mafiosos, vi que ya algunos iban caminando hacia los carros. Ya se iba a restablecer el tráfico y otros levantaban las manos.
Le eché la pinche patrulla al tráiler enfrente. Se la puse así. Enfrente del carril se la puse. Y con eso yo me salí del lado izquierdo, del otro lado, de un brinco, rápido. Coloqué la patrulla entre ellos y el tráiler y al salir agarré la escopeta.
Y es que antes o después o en ese preciso instante, Rodolfo hizo un movimiento con los brazos alzados hacia dentro del pickup que tenía las puertas abiertas. A la altura de la cabina giró, hizo un movimiento así, con los dos brazos hacia debajo del asiento del pickup. Cuando volteó hacia donde yo estaba, yo ya le tenía, por encima de la patrulla, la escopeta apuntándole.
—¿Quiubo? –le dije—. ¿Qué pasó?
Yo ya le tenía la escopeta a tres metros de la cara.
—Ja, ja, ja –empezó a reírse el cabrón—. ¿Qué pasó, Federico?
Soltó la carcajada y se guardó el cuerno de chivo.
Ya la libré, pensé.
—¿Qué te pasa a ti? Muévete –le dije.
Y empezaron a moverse y a salir los primeros de la caravana. Cada uno, al pasar, cuando ya vieron que Rodolfo me saludó, me iban diciendo: “Adiós jefe, adiós jefe, adiós jefe.”
Y empecé a respirar.
No haces más que pasar la caseta de San Quintín y te encuentras el mayor número de traileros estacionados. Allí es. Hay una fonda que se llama La Malena. Es el mejor punto de los traileros. Y allí se hace el trafiquín. Todo el mundo lo sabe.
El caso es que estando yo en servicio, a la salida de San Quintín, me hablan por el radio y me dicen que hay un accidente, que está parado el tráfico en el crucero de Camalú. Entonces vamos, mi madrina y yo, mi ayudante. Agarro y nos vamos para allá, en la patrulla. Hay que ir a destrabar el accidente. Un servicio más, un pedo más, como cualquier otro. Son como sesenta, setenta kilómetros, poco menos de una hora. Y vamos en chinga. Ahí vamos, cotorreando y cuenteando, viendo qué puede caer más tarde. Me va hablando mi madrina.
Ya sabes. El madrina te va entreteniendo, va tratando de ver cómo va tu ánimo, qué planes traes, si andas de buen humor, de mal humor, si va a haber pisteada, si va a haber mariscos, si va a haber viejas, si va a ser grifeada, si va a ser coqueada, si va a ser pura pisteada... en la tarde, en la noche, al terminar el servicio.
Vamos pues en chinga hasta Camalú, volando en la patrulla, y de pronto me va hablando mi madrina, mi chalán, mi asistente. No sé qué madres me va diciendo y de pronto me doy cuenta de que ya no estoy oyendo nada. Ya no estoy oyendo los motores de los carros que cruzo. Ya no estoy oyendo a mi madrina. Algo muy raro me está pasando, cabrón. No sabría decirte qué. Pero es... Tú sientes que algo se te metió, que algo se introdujo en tu percepción, un elemento nuevo y extraño al que no le podrías poner nombre. Lo único que sabes es que algo está pasando.
Hazte de cuenta que la carretera se me hizo un túnel de éter. La cinta se me volvió un túnel: toda mi atención, todos mis sentidos estaban en las cosas que yo alcanzaba a ver del túnel. Era muy raro, cabrón. No te lo puedo... pero dejas de oír todo. Y vas entrando y te vas diciendo... No. Entonces, a mí de repente... me llegó. Estaba entrando en una zona de peligro. Me di cuenta. Estaba entrando.
—Cállate, cabrón –le dije a Jaime—. Aquí hay algo.
Seguimos avanzando. Yo llevaba la escopeta, aquí, junto a las piernas. La llevaba aquí. Iba sentado y la llevaba aquí, entre la rodilla derecha y Jaime a mi lado. Cuando uno se sube a la patrulla se mueve el cinturón y la pistola se la deja caer en los huevos, aquí en este espacio lleva uno la pistola por si tiene un oque moverse rápido. Acá lleva uno la pistola y acá abajo la escopeta, cabrón. Es una escopeta 12, recortada, de repetición: pum, pum, pum, o sea, no es de precisión, de esas con las que vas a apuntar. No. Tiras al pinche bulto.
—Jaime, aquí hay algo.
Y allí vamos... a noventa, cien. Bajo la velocidad y empiezo a ver la hilera de carro que están parados a la orilla de la carretera, sobre la cuneta. Entro. Le bajo y empiezo a pasarlos, despacio: veo puras camionetas ránger, suburbans, pickups, fords, cheyenes, con sus cámpers, con dos hijos de la chingada arriba de cada uno, en cada carro; pero están estacionados. Unos abajo y otros arriba.
Los veo y me voy para atrás, porque, me digo, son todos aquellos cabrones, los batos de Culiacán, de Guadalajara, de Tijuana. Están parados, y ¿qué onda? ¿Qué pedo aquí? ¿De qué se trata?
Voy despacio y los voy rebasando, y a mi derecha veo a Rodolfo, mi pareja de la Policía Federal de Caminos, el que siempre anda conmigo en la patrulla pero que ahora está franco, federal en servicio, y aquí está de civil el cabrón arriba de un carro. Ay mamacita querida, dije yo para mis adentros, y más me cagué.
Llego al punto donde estaba un pinche tráiler atravesado a un camión refresquero, un carro que se había salido de la carretera y se había ladeado, vacío. Y ese pinche carro era el que estaba tapando el tráfico. Ya tenían rato, una hora o más, y no sé cuánto; habían maniobrado y metido otra vez el tráiler en el pavimento, de tal manera que cuando llegué ya estaban empezando a mover el tráiler.
Cuando vi el tráiler atravesado y que el movimiento estaba más o menos así, creí que me estaban esperando y me iban a empezar a tirotear por todas partes. Estaban parados afuera de los carros, chavalones, veintisiete, veintiocho años, treinta.
Entonces, cuando vi así el tráiler aceleré, le aventé la pinche patrulla al trailero y frené de golpe.
Yo venía por el carril derecho, pero sin detenerme a pensarlo ni un segundo me encajé por el lado izquierdo. En la otra orilla estaba la bola de cabrones. Los vi a todos. Vi al Grillo, al Tondy, al Memo, al Marcio, al Mickey. Vi a Rodolfo, vi a los mafiosos, vi que ya algunos iban caminando hacia los carros. Ya se iba a restablecer el tráfico y otros levantaban las manos.
Le eché la pinche patrulla al tráiler enfrente. Se la puse así. Enfrente del carril se la puse. Y con eso yo me salí del lado izquierdo, del otro lado, de un brinco, rápido. Coloqué la patrulla entre ellos y el tráiler y al salir agarré la escopeta.
Y es que antes o después o en ese preciso instante, Rodolfo hizo un movimiento con los brazos alzados hacia dentro del pickup que tenía las puertas abiertas. A la altura de la cabina giró, hizo un movimiento así, con los dos brazos hacia debajo del asiento del pickup. Cuando volteó hacia donde yo estaba, yo ya le tenía, por encima de la patrulla, la escopeta apuntándole.
—¿Quiubo? –le dije—. ¿Qué pasó?
Yo ya le tenía la escopeta a tres metros de la cara.
—Ja, ja, ja –empezó a reírse el cabrón—. ¿Qué pasó, Federico?
Soltó la carcajada y se guardó el cuerno de chivo.
Ya la libré, pensé.
—¿Qué te pasa a ti? Muévete –le dije.
Y empezaron a moverse y a salir los primeros de la caravana. Cada uno, al pasar, cuando ya vieron que Rodolfo me saludó, me iban diciendo: “Adiós jefe, adiós jefe, adiós jefe.”
Y empecé a respirar.
