Tuesday, September 05, 2006

 

Cosas de Cosa Nostra

¿Qué podría significar en términos de nuestro tiempo la sobrevivencia de una organización cada vez más fuerte e invulnerable como la mafia siciliana? Desde el punto de vista de lo que hacia finales del siglo XX es el Estado –o está siendo el Estado— ¿qué es lo que puede hacerse ante una asociación tan eficaz –en el sentido militar— que constantemente plantea un desafío al Estado italiano con una logística y un método que bien podrían envidiarle Sendero Luminoso, ETA o las Brigadas Rojas?
Sin duda se trata de una organización criminal, secreta, con fines de enriquecimiento ilícito para sus miembros, pero su modo de plantarse ante un Estado impotente para combatirla es político (tan político como llega a ser el narcotráfico y sus misterios en México). En un momento en que los italianos descreen de los partidos políticos y del sistema electoral, la mafia siciliana asesina, en marzo de 1992, a uno de los políticos más importantes de la Democracia Cristiana, Salvo Lima, y el sábado 23 de mayo, a Giovanni Falcone, quien encabezó la lucha contra la mafia de 1978 a 1991 en Palermo como procurador de la República y juez instructor.
Falcone había llegado con su esposa al aeropuerto palermitano de Punta Raisi el sábado por la mañana para pasar el fin de semana con sus familiares. No había recorrido diez kilómetros en su Fiat blindado, acompañado de su esposa Francesca Morvillo, de 46 años, y su chofer, cuando una explosión de una tonelada de dinamita colocada en un tramo de la carretera y activada a control remoto destrozó a la pareja y a los tres guardaespaldas de la escolta que la seguía en otro automóvil.
Siciliano, nacido en Palermo en 1939, Giovanni Falcone respiró desde niño un ambiente de mafia. En 1964, a los 25 años, se incorporó al poder judicial y fue juez de paz en Lentini y agente del ministerio público en Trapani hasta 1978 cuando se instaló en su oficina—búnker del Palacio de Justicia de Palermo para hacerle la guerra a la mafia.
Ni Robin Hood ni kamikaze, ni mucho menos monje trapense, Giovanni Falcone se consideraba simplemente un servidor del Estado en terra infidelum. Su nombre no era del todo desconocido en México, especialmente entre abogados y teóricos del derecho penal. En 1991 vino a dar unas conferencias en el Instituto Nacional de Ciencias Penales, en Tlalpan. Y casualmente unos días antes de su desaparición uno de los clientes más asiduos y endrogados de la Librería Italiana que está en la Plaza Río de Janeiro adquirió el libro de Marcelle Padovani, Cose di cosa nostra, en el que la misma autora de Sicilia como metáfora (entrevista con Leonardo Sciascia traducida por Isabel Vericat y publicada por el Fondo de Cultura Económica) organiza en seis capítulos las conversaciones que tuvo con Giovanni Falcone entre marzo y junio de 1991.
No menos triste que premonitoria es la conclusión del libro en palabras del propio Falcone:
Se muere porque generalmente se está solo o porque se ha entrado en un juego demasiado grande. Se muere porque muchas veces no se dispone de las alianzas necesarias, porque se carece de apoyo. En Sicilia la mafia mata a los servidores del Estado que el Estado no ha sabido proteger.
Uno de los pasajes más impresionantes, y ahora conmovedores, del libro escrito por la corresponsal en Roma de Le Nouvel Observateur es aquel en el que Falcone confiesa de qué manera su relación con la mafia, como miembro del Poder Judicial, le cambió la existencia:
Conocer a los mafiosos ha influido profundamente en mi modo de relacionarme con los demás y también en mis convicciones.
He aprendido asimismo a reconocer la humanidad en los seres aparentemente peores; a tener un respeto real, y no sólo formal, por las opiniones ajenas.
El imperativo categórico de los mafiosos, decir la verdad, se ha vuelto un principio cardinal en mi ética personal, al menos respecto a las relaciones verdaderamente importantes de la vida. Y por mucho que pueda parecer extraño, la mafia me ha enseñado una lección de moral.
Desde que era un chamaco en las calles de Palermo, Giovanni Falcone respiraba día tras día el aire de la mafia, la violencia, las extorsiones, los asesinatos. ¿Por qué los hombres de honor llegaron a tenerle confianza, a él, Falcone, que era su perseguidor?
Porque sabían que respetaba sus desgracias, porque sabían que no los engañaba ni interpretaba mi papel de juez de modo burocrático, y que no tenía ante ellos ningún temor reverencial. Y sobre todo porque sabían que, cuando hablaban conmigo, tenían delante a un interlocutor que había respirado el mismo aire que a ellos los nutrió.
Nací en uno de los barrios en que nacieron muchos de ellos. Conozco a fondo el alma siciliana. De una inflexión de la voz, de un parpadeo de ojos, entiendo muchísimo más que de muchos discursos.
Falcone llegó a ensimismarse en el drama humano de los mafiosos consignados y antes de proceder a interrogarlos se esforzaba por entender sus problemas personales y colocarlos en su justo contexto. A ninguno le hablaba de tu ni lo insultaba, como algunos creen estar autorizados a hacerlo, pero tampoco les llevaba dulces, como lo acusaron en varias ocasiones. “Entre nosotros siempre hubo una mesa, en el sentido estricto y metafórico del término: me pagan para perseguir a los criminales, no para hacerme su amigo.”
A diferencia de Sciascia, que creía en la necesidad del Estado pero desconfiaba de él y de los estadólatras, Giovanni Falcone creía en el Estado. Tenía para sí que precisamente la falta de un sentido del Estado, del Estado como valor interiorizado, era la causa de tantas distorsiones en el ser del siciliano: el dualismo entre sociedad y Estado, el cobijarse en la familia, el grupo, el clan: la búsqueda de una coartada que le permita a cada quien vivir y trabajar en perfecto anonimato, sin ninguna consideración de las reglas de la vida colectiva. “¿Pues qué otra cosa es esa mezcla de anonimato y de violencia primitiva que se encuentra en el origen de la mafia, de esa mafia que esencialmente, pensándolo bien, no es sino la expresión de una necesidad de orden y de Estado?”
Por su trato con los “hombres de honor”, que al final lo asesinaron, Giovanni Falcone creyó haber aprendido que la lógica mafiosa nunca es superable ni incomprensible. Se trata en realidad de la lógica del poder, que siempre tiende a un objetivo. He aprendido a acortar la distancia entre el decir y el hacer. Como los hombres de honor.
En ciertos momentos, estos mafiosos me parecían los únicos seres racionales en un mundo de locos. También Sciascia sostenía que en Sicilia se esconden los peores cartesianos.




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