Sunday, September 03, 2006
Corona de sangre
“Ya se andan matando entre ellos”, se vuelve a decir en México como no se decía desde los infaustos años de Calles y Obregón. Y es que hasta que no le puso fin Plutarco Elías –con la invención del partido estatal— al modo de dirimir las cosas del poder que estilaban los interesados de entonces, terminó, al menos en sus manifestaciones más públicas, la violencia competitiva más despiadada.
Ciertamente los tiempos cambian, pero también hay una circularidad en la historia y ahora, dice Jan Kott, leemos a Shakespeare como si fuera nuestro contemporáneo. El lector del siglo XX lee Ricardo III, por ejemplo, a partir de su propia experiencia. Por eso no le asusta ni le extraña la crueldad shakespeariana. Contempla la lucha por el poder y la mutua matanza con más calma que varias generaciones de espectadores del siglo XIX. Tiende a considerar la espantosa muerte de los protagonistas como una necesidad histórica o una cosa natural.
En las tragedias históricas de Shakespeare –cuyos referentes son reales: corresponden a sucesos y personajes de la historia nacional inglesa más reconocible entre los siglos XIV y Cv— el drama es la lucha por la corona, es decir, por el poder de manera sangrienta. (Corona de sangre tituló a una de sus obras, por cierto, Luis G. Basurto.) Los escenarios terminan llenos de cadáveres. Las elegantes ropas terminan en estropajos de sangre. Uno despoja al otro del trono, a otro se le cierra en la torre y luego se le ahorca, a otro más se le apuñala cuando aún es un adolescente a la orilla del Támesis. La lucha por conseguir el trono o consolidarlo termina con la muerte del monarca y una nueva coronación. En cada crónica, el monarca legítimo arrastra detrás de sí una larga cadena de crímenes. Cada paso hacia el poder está marcado por el asesinato, la violencia, el perjurio.
Siempre en Shakespeare, nos dice el ensayista polaco Jan Kott, en Apuntes sobre Shakespeare (primera edición en Varsovia, 1961; en español, 1966, publicado por Seix Barral), la lucha por el poder está limpia de toda mitología y se presenta en estado puro. Es una lucha por la corona entre personas de carne y hueso, que poseen un nombre, un título y una fuerza.
Si en la Edad Media, la imagen más pura de la riqueza era el saco con monedas de oro, la verdad es que con el tiempo esa riqueza (que podía palparse y olerse), se desmaterializó, se convirtió en un pedazo de papel escrito.
“Asimismo se desmaterializó el poder”, dice Jan Kott. Se evaporó el poder. Dejó de tener nombre y apellido. Vino a ser abstracción y mitología, se convirtió casi en idea pura. Pero, para Shakespeare (nuestro contemporáneo) el poder absoluto tiene nombres y apellidos, tiene ojos, bocas y manos. “Es una lucha sin cuartel de hombres vivos, comensales de la misma mesa.”
La imagen del poder es la corona, que tiene un peso: puede cogerse con las manos, puede arrancarse de la cabeza de un monarca moribundo y colocarse en la propia. Entonces, ya se es rey. Sólo entonces. Pero hay que esperar a que el rey muera, o bien hay que precipitar su muerte. En Ricardo III –la tragedia por el poder por excelencia en toda la obra de Shakespeare— cada escalón, cada paso hacia la cumbre está marcado por el asesinato, el perjurio y la traición. Cada escalón, cada paso hacia arriba, hace el trono más próximo o más fuerte.
Lo terrible de los crímenes políticos es su absoluta naturalidad, como si nada hubiera ocurrido. Como si todo estuviera en el orden natural de las cosas. Cada peldaño hacia el trono es un hombre vivo. Vemos, despojada de toda mitología y trazadas en gruesos contornos, la nítida imagen de la práctica política.
Y en estas sus tragedias del poder real, de carne y hueso, con todas sus ramificaciones y todas sus membranas, la historia repite y repite las mismas escenas en las que todo cabe: el mecanismo del corazón humano y el mecanismo de poder, el miedo, la lisonja y el sistema.
Ciertamente los tiempos cambian, pero también hay una circularidad en la historia y ahora, dice Jan Kott, leemos a Shakespeare como si fuera nuestro contemporáneo. El lector del siglo XX lee Ricardo III, por ejemplo, a partir de su propia experiencia. Por eso no le asusta ni le extraña la crueldad shakespeariana. Contempla la lucha por el poder y la mutua matanza con más calma que varias generaciones de espectadores del siglo XIX. Tiende a considerar la espantosa muerte de los protagonistas como una necesidad histórica o una cosa natural.
En las tragedias históricas de Shakespeare –cuyos referentes son reales: corresponden a sucesos y personajes de la historia nacional inglesa más reconocible entre los siglos XIV y Cv— el drama es la lucha por la corona, es decir, por el poder de manera sangrienta. (Corona de sangre tituló a una de sus obras, por cierto, Luis G. Basurto.) Los escenarios terminan llenos de cadáveres. Las elegantes ropas terminan en estropajos de sangre. Uno despoja al otro del trono, a otro se le cierra en la torre y luego se le ahorca, a otro más se le apuñala cuando aún es un adolescente a la orilla del Támesis. La lucha por conseguir el trono o consolidarlo termina con la muerte del monarca y una nueva coronación. En cada crónica, el monarca legítimo arrastra detrás de sí una larga cadena de crímenes. Cada paso hacia el poder está marcado por el asesinato, la violencia, el perjurio.
Siempre en Shakespeare, nos dice el ensayista polaco Jan Kott, en Apuntes sobre Shakespeare (primera edición en Varsovia, 1961; en español, 1966, publicado por Seix Barral), la lucha por el poder está limpia de toda mitología y se presenta en estado puro. Es una lucha por la corona entre personas de carne y hueso, que poseen un nombre, un título y una fuerza.
Si en la Edad Media, la imagen más pura de la riqueza era el saco con monedas de oro, la verdad es que con el tiempo esa riqueza (que podía palparse y olerse), se desmaterializó, se convirtió en un pedazo de papel escrito.
“Asimismo se desmaterializó el poder”, dice Jan Kott. Se evaporó el poder. Dejó de tener nombre y apellido. Vino a ser abstracción y mitología, se convirtió casi en idea pura. Pero, para Shakespeare (nuestro contemporáneo) el poder absoluto tiene nombres y apellidos, tiene ojos, bocas y manos. “Es una lucha sin cuartel de hombres vivos, comensales de la misma mesa.”
La imagen del poder es la corona, que tiene un peso: puede cogerse con las manos, puede arrancarse de la cabeza de un monarca moribundo y colocarse en la propia. Entonces, ya se es rey. Sólo entonces. Pero hay que esperar a que el rey muera, o bien hay que precipitar su muerte. En Ricardo III –la tragedia por el poder por excelencia en toda la obra de Shakespeare— cada escalón, cada paso hacia la cumbre está marcado por el asesinato, el perjurio y la traición. Cada escalón, cada paso hacia arriba, hace el trono más próximo o más fuerte.
Lo terrible de los crímenes políticos es su absoluta naturalidad, como si nada hubiera ocurrido. Como si todo estuviera en el orden natural de las cosas. Cada peldaño hacia el trono es un hombre vivo. Vemos, despojada de toda mitología y trazadas en gruesos contornos, la nítida imagen de la práctica política.
Y en estas sus tragedias del poder real, de carne y hueso, con todas sus ramificaciones y todas sus membranas, la historia repite y repite las mismas escenas en las que todo cabe: el mecanismo del corazón humano y el mecanismo de poder, el miedo, la lisonja y el sistema.
