Sunday, September 03, 2006

 

Caminos sin ley

Cuando Graham Greene cumplió 85 años se le tributó un homenaje en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Nair Anaya, que desde hace años viene estudiando la imagen de Latinoamérica en la novela inglesa, hizo una lectura de Caminos sin ley, el libro de viaje que escribió Greene luego de su estancia en México durante la primavera de 1938, cuando el autor de El poder y la gloria apenas tenía 34 años. Como mexicana, Nair Anaya no pudo evitar una percepción negativa de las caprichosas distorsiones de Greene. Se refirió, no sin razón, a los juicios sumarios que el malhumoriento novelista inglés emite constantemente sobre los mexicanos y su país, un país “ilegal”, en el que no hay garantías y triunfa la impunidad en todos los órdenes. Nair Anaya recordó asimismo el “espíritu del lugar” propio de las obras de Greene, la ironía de los críticos al hablar, para el disgusto de Greene, de una “greeneland”: una región en la que prevalece la violencia, los seres se deshacen en la culpa y concluyen en un final patético, irredimible.
Ha sido tan irritante para los mexicanos este libro de Greene que durante los años 40 se dijo que estaba censurado por el gobierno mexicano. Lo cierto es que ni entonces ni después, ni ahora en 1995, Caminos sin ley se encuentra en las librerías mexicanas.
Pero no a todos los lectores mexicanos molesta el recuento de Greene sobre su recorrido por Tabasco y Chiapas. Podría considerársele como una ficción y como el estupendo libro que en verdad es, puesto que finalmente, como los sueños, los libros son una invención de su autor, una proyección del autor que no tiene por qué renunciar al personaje que es él mismo en la “realidad”. A más de 50 años de su publicación, Caminos sin ley sigue recordándonos que, en efecto, todavía vivimos en el reino de la impunidad, que aún hay mucha diferencia entre el país real y el país legal.
Cuando en la primavera de 1938 llegó Greene a México y cruzó el río Bravo por Nuevo Laredo, se detuvo en San Luis Potosí para entrevistar al general Saturnino Cedillo que se había rebelado contra el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas; conoció la ciudad de México y de aquí pasó a Veracruz a fin de trasladarse por barco a Frontera, Tabasco, el “estado sin Dios” que habría de ser escenario crucial del tema que sus editores le habían encomendado: la persecución religiosa, confeccionado primero como reportaje o crónica de viaje en Caminos sin ley y recreado más tarde, en 1940, en la dimensión novelesca de El poder y la gloria.
“Siempre que me encuentro con un mexicano en algún aeropuerto lo primero que me dice es que está de acuerdo con mi libro, que es cierto todo lo que cuento allí. Por eso me chocan los mexicanos, porque nunca defienden a México”, declaró Greene en una entrevista.
Caminos sin ley es uno de los relatos más escépticos, malhumorados, despectivos que se han escrito sobre nosotros los mexicanos. “Creo que ese día empecé a odiar a los mexicanos”, escribe el autor de Nuestro hombre en La Habana luego de una pelea de gallos en San Luis Potosí. “¿Por qué ponerse sombreros enormes y pantalones ajustados y hacer tocar una banda?”
Sobre el D. F. de entonces asienta: “Quizá sea la atmósfera de violencia, quizá sea sólo la altura, dos mil cien metros sobre el mar, pero después de unos días muy pocas personas se salvan de la depresión de la ciudad de México.”
The lawless roads, en la edición inglesa, o Another Mexico, en la neoyorkina, Caminos sin ley fue traducida por J. R. Wilcock y publicada en 1953 por la editorial Criterio de Buenos Aires. No es una novela, pero sí una “novela de trayecto” en el sentido clásico: un itinerario, una serie de capítulos (de pasos) que llevan al narrador de Frontera a Villahermosa, y de allí (en un aeroplano rojo, un Wasp de los años 30) a Salto, para pasar después en mula a Palenque, y otra vez en avión de Salto del Agua a Yajalón, hasta San Cristóbal de las Casas, donde el novelista inglés –tras haber perdido sus lentes y padecido una diarrea espantosa, entre guías que no hablaban una palabra de inglés— fue recibido con la animadversión o la franca hostilidad que ese día de la expropiación petrolera, en 1938, se dedicaba a ingleses o norteamericanos.
“No me parecía un país donde se pudiera vivir, con ese calor y esa desolación: era un país donde sólo se podía morir y dejar ruinas tras de sí.” Al serle presentados tabasqueños de apellidos ingleses como Bartlett o incluso Greene, escribe: “Y luego pasaron por el desfile las señoritas Greene: cabello azabache, dientes de oro, y ojos negros y estúpidos de mexicana.”
Colin White, al preguntarse cuál ha sido la aportación de Graham Greene al debate imaginativo del siglo XX, dice que su mejor novela es Los comediantes y que en caso todas sus obras Greene se está refiriendo a un mundo de los años 30: seres fracasados a quienes sin embargo salva una inexplicable capacidad de amar.





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